sábado, 19 de septiembre de 2009

LA INFLACIÓN

Ningún país ha experimentado una tasa de crecimiento de los precios más persistente, continua y elevada, que Argentina desde la década del 40. Desde 1975 y hasta 1991, la inflación fue crónicamente superior a los tres dígitos, con años de hiperinflación.

Desde 1970, en que se cambió nuestro signo monetario por el decreto ley 18.188, suprimiéndose dos ceros, se sucedieron el peso argentino en 1983 (se suprimieron cuatro ceros), el austral en 1985 (se suprimieron tres ceros), el peso convertible en 1991 (se sacaron cuatro ceros), y el actual peso no convertible. Un peso actual equivale a 10 billones de pesos moneda nacional. Pese a que la inflación ha acompañado a nuestra decadencia y a nuestro retroceso relativo frente a otras naciones, hay voces que proclaman que un "poco" de inflación no es negativo. La ex ministra de economía, Felisa Miceli, era una de esas voces, y su voz era la del matrimonio Kirchner, lo que es una muestra preocupante de la falta de cultura económica e histórica de nuestros dirigentes.
Desde Enero de 2002, los precios mayoristas ascendieron 274%, y los precios minoristas, 132%. Pero como, sumada la torpeza en materia económica y el autoritarismo en lo institucional, con una maestría sin par en el manejo de la propaganda política, el kirchnerismo y sus aliados consiguieron atribuir las culpas de lo sucedido a la década del 90, a la convertibilidad y al neoliberalismo, la opinión pública absolvió a quienes gobernaron desde 2002, de las responsabilidades por la recesión y la inflación desatadas en 2002, y dado que en el año 2003 y 2004 el incremento de precios no fue significativo, el tipo de cambio se mantuvo estable –condición necesaria para que la inflación no se dispare, la economía no caiga en recesión y no se deterioren los salarios reales- y los salarios crecieron, el rebrote de la inflación no generó, hasta 2006, mayores preocupaciones a los actuales gobernantes. La coyuntura internacional favorable -bajas tasas de interés, altos precios de los commodities, fuerte demanda mundial de soja- más el sesgo filo-oficialista de los medios de comunicación en aquellos años en que todas las noticias eran buenas, ayudaron al gobierno.

Cualesquiera sean las mediciones que se adopten, la inflación de los años 2005 y 2006 no fue inferior al 25%; la inflación del año 2007 rondó el 20%, y se estima no menos de un 30% en 2008. El poder ejecutivo pudo intervenir impunemente el INDEC y disfrazar las estadísticas de inflación, pero lo que no podía hacer por mucho que lo quisiese, era eliminarla mediante "úkases". Su incremento fue una consecuencia inexorable de lo siguiente:

* Gran parte de la inflación fue un reacomodamiento de precios relativos, que se vieron severamente distorsionados desde la devaluación (los precios mayoristas subieron mucho más que los minoristas). Dado que en el largo plazo no puede haber discordancias significativas entre la inflación mayorista y la inflación minorista, la brecha tendió a reducirse.

El gobierno mantuvo el tipo de cambio elevado (actualmente, alrededor de un dólar por 3,85 pesos), lo que excluye la posibilidad de que los precios mayoristas –más ligados en el corto plazo a la cotización del dólar que los precios al consumidor- desciendan. Y si no descienden los precios mayoristas, serán los precios minoristas los que deberán subir para cubrir la brecha: los salarios y las tarifas serán los factores alcistas en los costos. Además, dado que el gobierno ha excluido como opción la reducción del gasto público, también aumentarán los impuestos y tasas nacionales, provinciales y municipales.

Si bien ya no es posible endilgar la responsabilidad a gobiernos anteriores, siempre habrá villanos de afuera o de adentro a quienes culpar. Los argentinos que hemos vivido con la inflación y la hiperinflación aprendimos a valorar la estabilidad de precios que siguió a la convertibilidad, pero muchos otros parecen creer que todo eso era una ilusión, y ya que todo el mundo está tan feliz, quienes opinamos lo contrario parecemos unos agoreros, que responden a intereses inconfesables o padecen de una incurable necedad.

Así como la despreocupación por las consecuencias del cigarrillo es más probable que conduzca a la adicción, la subestimación de la inflación, en pasadas décadas, ha llevado a inflaciones galopantes. La inflación genera un círculo vicioso perverso, en que el alza de precios provoca una puja distributiva –ningún sector quiere perder su participación en "la torta" (el ingreso total)- y esa puja distributiva, al ser convalidada con cantidades crecientes de moneda, genera más inflación, lo que provoca una nueva lucha por preservar los ingresos reales.

Cuando no existió esa "lucha", es porque determinados sectores fueron "derrotados" y se tuvo la habilidad de culpar de su situación a épocas y personas pretéritas. La devaluación del año 2002 "derrotó" a los acreedores, a los asalariados, a los sectores de menores ingresos. No hubo mayor inflación por la enorme caída de la demanda, porque la eufemísticamente llamada "reprogramación" de los depósitos privó de capacidad adquisitiva inmediata a un importante sector de la población, y porque, salvo los depósitos ajustados por un políticamente dibujado y alejado de la realidad "coeficiente de estabilización de referencia" (CER) –carentes de liquidez- en general no se permitió la indexación.

Pero ese no es un mérito: obviamente, si se reducen los ingresos reales de la mayoría de la población, la caída de la demanda abate temporalmente la inflación, si los factores alcistas de los costos –los salarios, las tarifas y el tipo de cambio- no aumentan, como no aumentaron en los años 2002 y 2003. Ese colosal cambio de precios e ingresos relativos tuvo los mismos efectos empobrecedores que la inflación.

Como es probable –y deseo que sea así- que algunos de los lectores de este blog sean de corta edad, y no hayan vivido o no recuerden las inflaciones galopantes e hiperinflación que signaron la vida económica de nuestro país, es necesario insistir en algunos conceptos elementales.

La inflación es –entre otras cosas- un impuesto a las tenencias de dinero[1], y además, un impuesto regresivo, pues los sectores de menores ingresos son quienes mantienen una proporción más grande de ellos en dinero, y no tienen acceso a activos que preserven su valor de la depreciación de aquél. Su única "defensa" contra la inflación es comprar todo lo que puedan, apenas cobren sus sueldos o perciban sus ingresos.

Como impuesto que es, la población tiende a eludirlo, reduciendo su demanda de dinero y consecuentemente, el valor real de sus tenencias en efectivo. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el circulante más los depósitos en cuenta corriente significaban 120 días del producto bruto argentino, y al comienzo del plan austral –en Junio de 1985- sólo tenían saldos en efectivo para menos de diez días[2].En 1945 los depósitos bancarios representaban un 35 % del PBI, y los billetes y monedas en circulación, un 12,5 %. El M2 ascendía a un 47,5 % del producto bruto interno, contra las despreciables proporciones actuales[3].

Salvo en las primeras etapas de la inflación –cuando la población no está acostumbrada a cubrirse de ella, es decir, cuando la gente todavía sufre la “ilusión monetaria” –que un peso equivale siempre a un peso; y que lo importante son los salarios nominales, no los reales- la reducción de la demanda de dinero significa que cada vez hay menos saldos en efectivo en poder del público. Esa situación tiene efectos recesivos sobre la economía, por lo que las políticas que pretenden activar la demanda global –y con ella la producción agregada- mediante la emisión monetaria no logran ese objetivo. Cuando hay expectativas inflacionarias, la carrera entre la oferta agregada nominal de moneda y los precios siempre es ganada por éstos, razón por la cual la cantidad real de moneda es cada vez menor.

Los efectos destructivos de la inflación, no sólo de la economía, sino de todo el tejido social, son innumerables. Para los de corta edad, de corta memoria, o que nos los conocen, lo recuerdo someramente:

* En primer lugar, es evidente que la inflación no crea recursos. Si como consecuencia de ella, algunos salen ganando, es porque otros pierden. Al disminuir el poder adquisitivo de quienes tienen ingresos que no incrementan su monto nominal en forma inmediata y paralela al alza de los precios, y suponiendo, para la economía global, un ingreso real constante, la disminución de los ingresos reales de algunos supone el incremento de los ingresos de otros. Es decir, que en principio perjudica a los asalariados, a los desocupados, a los cuentapropistas, a los profesionales, y beneficia a los que incrementan sus ingresos más que sus costos.

* En segundo término, perjudica a los acreedores en moneda nacional, y más aún si –como en Argentina- se les prohíbe indexar sus acreencias. Nuestro sistema legal reconoce parcialmente la libertad para incrementar los precios (por mayor demanda, por mayores costos, o por lo que fuere), pero no permite a los afectados reflejar pasivamente, a través de índices de ajuste, esos incrementos que han sufrido.

Los acreedores en moneda nacional son comparativamente más "débiles" que sus deudores, pues el sistema jurídico no los protege. Los acreedores de indemnizaciones, los asalariados, los jubilados, entre muchos otros, son víctimas de la desvalorización de la moneda.

Ese sesgo en contra de los acreedores, y en especial los acreedores en moneda nacional, redistribuye el ingreso en contra de los más pobres. Una de las tragedias de nuestro país es que gran parte de los sectores que siempre se consideraron progresistas, y abogados de los más necesitados, hayan propiciados políticas económicas que, al producir inflación, son pauperizadoras de los ya empobrecidos sectores de bajos ingresos.

* Alienta el incumplimiento de las obligaciones en moneda nacional, pues la inflación, más las normas legales que vedan la indexación, o que pesificaron las deudas contraidas en moneda extranjera, favorecen al moroso. Litigar se torna económicamente "rentable" en vez de pagar, atiborrándose artificialmente los tribunales de pleitos.

* Los beneficios y perjuicios simultáneos ocasionados por la inflación, envenenan las relaciones sociales, fomentan el resentimiento, y acentúan las contradicciones de clases en mayor medida aún que la desocupación. Desatado el potro de la inflación, los niveles absolutos y relativos de ingresos dependen, en gran medida, de las presiones sectoriales para que se permita aumentar los precios –en los sectores con precios controlados- o de la "capacidad de movilización" de los gremios. Esa situación alienta la discordia en las relaciones laborales, reduce la productividad de la economía, fomenta las actitudes destructivas y la violencia inclusive en las relaciones extraeconómicas. La hiperinflación alemana de 1923, que sumió en la miseria a la mayoría y enriqueció a unos pocos, alimentó a la vez a la bestia del nazismo.

* Disminuye, y en los casos extremos elimina por completo, los incentivos para el ahorro y la inversión productiva. Si bien se han autorizado en nuestro país los depósitos indexados –una de las pocas excepciones a la veda general del reajuste por depreciación monetaria- la escasa confiabilidad del poder público y de los índices manipulados determinaron que gran parte de la población que dispone de ahorros, los vuelque a la compra de inmuebles. La construcción y adquisición de viviendas en "countries" o departamentos de lujo –alternativa racional frente al despojo, y que no pretendo criticar- aunque en las estadísticas macroeconómicas figure como "inversión", no incrementa la productividad de la economía.

Al aumentar la imprevisibilidad, la inflación eleva las tasas de interés de largo plazo, reduciendo la financiación para la inversión. Ante una inflación con guarismos de dos dígitos anuales no se puede contemplar un horizonte temporal dilatado para las inversiones, y los préstamos de largo plazo en moneda nacional se vuelven imposibles, a menos que se prevea un sistema de indexación por precios, actualmente prohibido (artículos 7 y 10 de la ley 23.928, previstos para un contexto de convertibilidad; ratificada su vigencia por la ley 25.561 del duhaldismo).

Una inflación del 12% anual significa un considerable incremento de los precios en el largo plazo: en 6 años, casi se duplican (suben 97,38%) en 10 años, se triplican (supone multiplicar los precios por 3,10); y en 20 años, casi se decuplican (aumentan 9,64 veces). Con esos indicadores, resulta imposible el uso de la moneda nacional como reserva de valor y unidad de cuenta –salvo para las transacciones del momento- por lo que alienta el empleo de otras monedas, que es justamente lo que las políticas económicas "nacionalistas" quieren desalentar.

* Distorsiona los precios relativos, exacerbando la conflictividad social. En una economía con estabilidad de precios, los valores de cambio relativos de los bienes varían, en función de las variaciones de los costos de producirlos –y consecuentemente de su oferta- y de los cambios en la demanda. Pero la inflación –y sobre todo, cuando su tasa es elevada- determina que los cambios en los precios relativos –y consecuentemente, de los ingresos relativos- sean más marcados: los que aumentan sus ingresos nominales al ritmo de la inflación, simplemente mantienen su ingreso real; quienes los aumentan menos, ven reducida la capacidad adquisitiva de sus salarios, jubilaciones, alquileres, rentas u honorarios; quienes por razones fácticas o contractuales no pueden aumentan su retribución nominal, ven reducidos sus salarios e ingresos reales.

Supongamos un nivel general de precios de 100, con desviaciones respecto del promedio, de 30% hacia arriba y hacia abajo. También supondremos, por razones de simplicidad analítica, que los mayores niveles de precios equivalen a mayores niveles de ingresos nominales[5], y que la población se divide en tres sectores: 1/3 tiene niveles de precios e ingresos 30% inferiores a la media; 1/3 con precios e ingresos iguales a la media; y un tercio, gana un 30% más que la media, con precios superiores en esa proporción.

Una inflación del 20%, pero en que la variación no sea idéntica, aumentará la dispersión de los precios y de los ingresos. En la hipótesis de que los que están en el escalón inferior no puedan aumentar los precios de sus bienes, servicios o prestaciones en el 20%, sino, por ejemplo, el 10%, ganarán 77[6]; los que están en el tramo superior, aumentan el 30%; y los del nivel medio, incrementan el 20% sus precios, con lo que simplemente mantienen su nivel real de ingresos.

Después de esa inflación del 20%, hay una tercera parte de la población con precios de $ 77; una tercera parte con precios de $120[7]; y una tercera parte, con precios de $169[8]. La dispersión entre los niveles de precios e ingresos se ha incrementado.

John Maynard Keynes, en su obra "A tract on monetary reform" describió acertadamente la inflación como una forma de tributación. Al significar un impuesto sobre las tenencias de dinero, se corrompe el funcionamiento del sistema democrático, pues el Estado obtiene recursos de los más pobres o desprotegidos, por una vía ajena a la Constitución. Además, como todo tributo, quienes lo sufren procuran que respecto de ellos no se verifique el hecho imponible[9] y esa menor demanda lleva a una reducción de la cantidad real de dinero. La menor cantidad de dinero, significa que el Estado necesitará cada vez más inflación, para recaudar la misma cantidad de "impuesto inflacionario". Si las autoridades pretenden obtener iguales valores que antes, la tasa de inflación deberá aumentar, lo que a la vez estimulará al público a reducir sus tenencias de dinero. Esa dinámica puede conducir a la hiperinflación: una espiral viciosa en que la emisión provoca inflación, la inflación causa la reducción de la demanda de dinero, la reducción de la demanda de dinero disminuye su cantidad real; la recesión provocada por esa circunstancia, motiva al gobierno a emitir más dinero, y así sucesivamente, en un proceso en que la inflación tiende a niveles progresivamente más grandes.

Para colmo, esa reducida demanda, y correlativamente escasa cantidad real de dinero, hace que igual déficit fiscal que en países desarrollados o con mayores niveles de monetización (proporción M/PBN), tenga efectos más inflacionarios. Por ejemplo, si la cantidad de dinero es el 10% del producto bruto, un déficit fiscal del 4% que se cubra exclusivamente con emisión monetaria, supone aumentar la base monetaria el 40%. Si la inflación disminuye la demanda de dinero, y su cantidad real se reduce, por ejemplo, al 5% del producto bruto, el mismo déficit fiscal, en términos de porcentaje frente al producto bruto, significa aumentar la base monetaria un 80%.

Suponiendo –lo que no es una hipótesis aventurada en situaciones de alta inflación- relaciones de causalidad recíprocas, el epílogo es la hiperinflación: más oferta monetaria y menor demanda de moneda, aparejan mayor inflación; mayor inflación, reduce la demanda de moneda, y con ello, su cantidad real; en esa situación, los déficits fiscales financiados con emisión de dinero tienen efectos más inflacionarios, pues entrañan un aumento porcentualmente mayor de los agregados monetarios, lo que genera más inflación y menor cantidad real de dinero, y así sucesivamente.

Se suelen distinguir dos tipos de inflación. Ambas son destructivas, y en sus últimas etapas resultan indistinguibles: la inflación de demanda, y la inflación de costos. Sea cual fuere su impulso inicial, ninguna puede perpetuarse en el tiempo, sin un permanente incremento de la cantidad de moneda.

Inflación de demanda

En la primera, la causa inicial es el incremento de la oferta monetaria, sea por déficit fiscal, por aumento de los activos externos o por redescuentos al sistema financiero. Así como una superproducción de trigo o de azúcar produce la caída de su precio, la superproducción de moneda provoca su desvalorización. Todo precio es una relación de cambio; como una de las funciones del dinero es ser un medio de intercambio, la reducción de su valor de cambio es el exacto correlato del incremento de los precios.

Cuando la gente dispone de más dinero para gastar, y dado que la oferta de bienes sólo puede ser aumentada, en el corto plazo, en pequeña medida (un 10% de incremento del producto bruto es considerado un logro ponderable), frente a un crecimiento mucho mayor de la oferta monetaria, la consecuencia inevitable, salvo que la demanda de dinero aumente –o lo que es igual, que su velocidad de circulación disminuya- es el alza de los precios.

Los modelos macroeconómicos convencionales –sobre todo los neokeynesianos o neoclásicos, muy frecuentes en los manuales de economía- suponen que la brecha entre demanda global –consumo, más inversiones, más gasto público, más saldo neto entre exportaciones e importaciones- y la oferta global, inducen a un alza generalizada de precios. Cuando la inflación proviene fundamentalmente del tirón de la demanda, probablemente el producto bruto se incremente, hasta el límite de la capacidad instalada de la economía. Mientras más cerrada y menos competitiva sea la economía, la mayor demanda se traducirá en mayores precios, pues los productores locales no deberán temer la competencia exterior.

Pero ese efecto no es duradero, y sólo subsiste en tanto dure la "ilusión monetaria", es decir, mientras el público piense que el incremento nominal de sus ingresos equivale a un aumento real, pese a que la oferta global de bienes no ha aumentado. En el mediano plazo, esa ilusión se desvanece: los asalariados, al ver erosionados sus ingresos reales por la inflación, demandan aumentos de salarios. Los locadores aumentan los alquileres en los nuevos contratos; los prestamistas, bancarios o no, incluyen en la tasa de interés una "prima" que prevé la desvalorización futura de la moneda; al aumentar el costo de oportunidad de mantener en cartera dinero nacional, las personas compran activos que no se desvaloricen (divisas extranjeras, oro, o bienes), como forma de preservar sus ahorros.

Una vez pasados los primeros efectos de la emisión monetaria –activadores de la demanda, y si hay capacidad ociosa, de la producción- si los precios ascienden en igual o mayor medida que la cantidad de dinero emitida, el "efecto riqueza" de los inicialmente mayores saldos monetarios se extingue por completo: en términos reales, la cantidad de dinero se mantiene idéntica –en el mejor de los casos, y si no disminuye la demanda de dinero- o se reduce (si la tasa de incremento de los precios es mayor que el aumento de la oferta monetaria).

Una reformulación de la conocida identidad cuantitativa lo aclara:

Si M.V.= P.Q, donde M es la oferta monetaria; V, la velocidad de circulación; Q, la cantidad de bienes producidos; y P, los precios, entonces

M/P = Q/V

M/P es la cantidad real de dinero, que es mayor mientras el cociente Q/V (cantidad real producida dividida en la velocidad de circulación) sea mayor. Dado que en el corto plazo los cambios en la oferta real de bienes y servicios son pequeños, la cantidad real de dinero es mayor, mientras menor sea la velocidad de circulación. Como la velocidad de circulación es inversa a la demanda de stocks de dinero, en definitiva la cantidad real de éste (M/P= m), depende de esta última variable (la demanda de dinero).

La reducida demanda de dinero genera una pequeña cantidad real de dinero, y consecuentemente, se reduce la demanda real de bienes, razón por la cual los efectos pretendidamente reactivantes de una política de expansión monetaria son de muy corto alcance, y perduran el escaso tiempo en que los precios no han aumentado en igual o mayor medida que la cantidad de moneda.

Inflación de costos

Cuando algunos precios –salarios, tipos de cambio, tarifas de los servicios públicos, impuestos indirectos- tienen una elevada incidencia dentro de la estructura general de costos de las empresas, los aumentos generalizados de aquéllos provocan un aumento en los precios de la economía.

Sea cual fuere el impulso inicial, los sectores que ven afectada su posición relativa como consecuencia del incremento de algunos de los precios –los salarios, las tarifas, el tipo de cambio, los impuestos- también aumentan sus propios precios. En el mejor de los casos, una vez finalizado el ciclo de aumentos, los precios relativos se habrán mantenido, pero para que todos se mantengan, es necesario que aumenten en idénticas proporciones. Supongamos que el impulso inicial provino de los salarios: si los precios aumentan en la misma proporción, los salarios reales se mantienen inmutables. Si subsiste el descontento con los niveles anteriores, se procurará un nuevo aumento, seguido de otras subas de precios.

Lo mismo puede decirse del tipo de cambio: transcurrido cierto tiempo, el gobierno no puede manipular su valor real; pero si persiste en el estéril propósito de mantenerlo elevado en términos reales, deberá adecuarlo permanentemente a la tasa de inflación. Salvo que la desconfianza y la fuga de capitales provoquen un tipo de cambio real elevado -es decir, que el precio de las divisas extranjeras suba más que los precios internos- en un contexto de relativa normalidad y de reflujo de capitales, el tipo de cambio real tiende a descender, cuando se ha elevado en forma desmesurada, como ocurrió en el año 2002.

Afirmar, como lo hacen algunos economistas "heterodoxos" simpatizantes o no del actual gobierno, que se pueden simultáneamente aumentar los salarios reales, mantener el nivel real del tipo de cambio, y evitar la inflación, es la misma incongruencia que desear que en un combate ganen ambos contendientes.

Como mayores costos, sin un acrecentamiento igual de la demanda, significan menor oferta y menores ventas, ese aumento de precios se produciría una sola vez, sin que signifique un crecimiento persistente del nivel general de precios. Pero, dado que el incremento de costos y precios es recesivo si no va acompañado de una demanda nominal que los acompañe, el gobierno adopta políticas de expansión de la oferta monetaria, procurando compensar total o parcialmente los efectos económicamente negativos de aquéllos. Una vez convalidado el aumento de precios –por mayores costos- con una expansión de la demanda nominal, los precios prosiguen su escalada.

Si subsisten los factores subyacentes en la economía real que determinaron el incremento inicial, el nuevo nivel de oferta monetaria nominal –y consiguiente demanda de bienes- constituye un nuevo escalón para ulteriores aumentos de precios, en los que los mayores costos generan la necesidad política de mayor emisión, y la mayor emisión ocasiona nuevos aumentos de precios.

La diferencia entre la "inflación de costos", y la "inflación de demanda", es que la primera no produce, ni siquiera temporalmente, ningún efecto activador de la economía. Antes bien, la política monetaria se reduce a convalidar los aumentos de precios; gráficamente se ha dicho que en vez de subir por el "tirón" de la demanda, ascienden por el "empuje" de los costos.

Pero, sea cual fuere la causa inicial, no puede haber una suba generalizada y constante de los precios, sin un acrecentamiento correlativo de la cantidad de dinero.

Ligado al enfoque "inflación de costos", durante las décadas del 60 y 70, en Argentina y en otros países de Latinoamérica (Brasil, Uruguay y Chile) estuvo en boga el enfoque "estructuralista" –que en esa época se contraponía con el "monetarismo"- de la inflación. Desde sus versiones más extremas –que no asignaban ninguna importancia causal a la emisión de moneda- hasta las más moderadas –que sólo reconocían a la expansión monetaria el carácter de agente de propagación de presiones inflacionarias ocasionadas por factores no monetarios-[10] coincidían en identificar como "monetaristas" a todas las posiciones que consideraban ortodoxas, incluyendo en éstas a las variantes más moderadas del keynesianismo.

Las posturas más radicalizadas eran torpes e inconsistentes, a poco que se analicen las causas del ascenso de los precios. Partiendo de la identidad cuantitativa –cuyo carácter tautológico impide su cuestionamiento- no puede haber aumentos permanentes del nivel de precios, sin una expansión de la cantidad de moneda:

M.V = P.Q
Si no se incrementan ni M (cantidad de moneda) ni V (velocidad de circulación)[14], a toda suba de los precios P, corresponderá un descenso de la cantidad ofertada Q.

La velocidad de circulación puede aumentar, o lo que es igual, la demanda de dinero disminuir –de hecho, es lo que ha ocurrido desde 1945, y con picos que coinciden con las hiperinflaciones- mas esa reducción tiene sus límites, pues siempre será necesario contar con dinero para las transacciones, y un alza de algunos costos no tiene por qué alterar los elementos monetarios (cantidad de dinero M y velocidad de circulación V) de la ecuación. En tal sentido, la inflación por el empuje de los costos no puede persistir, si no es acompañado por la emisión monetaria (aunque no crezca en la misma proporción).

Pero el alza de los costos, al reducir la producción, engendra presiones políticas y sectoriales para que el gobierno convalide, con emisión monetaria, la crecida de los precios. Esa secuencia fue la constante en los últimos sesenta años, en nuestro país.

La diferencia entre las concepciones de la inflación como "de costos" y "de demanda" se proyecta a la política: cuando se atribuye la inflación al aumento de algunos precios –sean los salarios, las tarifas, o el tipo de cambio; o al alza de los combustibles, o de los precios de los artículos de primera necesidad, atribuyéndolos a conspiraciones monopólicas- el poder público tiende a autoexculparse, o conseguir que lo exculpen vastos sectores de la comunidad. Su paso siguiente son los controles de precios, que además de conformar un avance inconstitucional sobre las garantías individuales[15] han fracasado invariablemente a lo largo de los siglos, pues, lejos de actuar sobre la causa del aumento de los precios –demanda nominal comparativamente alta, frente a una oferta relativamente rígida- acentúan las causas de ese aumento, provocando aumentos de la cantidad demandada, y reducciones de la cantidad ofrecida de bienes

Lo que no advierten los simplistas es que el eventual poder monopólico de grupos empresarios, si bien puede conducir a niveles elevados de precios, no es causa de la inflación. La inflación no es un problema de niveles absolutos de precios[16], sino de tasas de incremento[17], y de cambios de precios e ingresos relativos, más pronunciados mientras mayor sea aquélla.
[1] Valeriano García-Alvaro Saieh, "Dinero, precios y política monetaria", Ed. Macchi, 1985, págs. 324-325
[2] Juan Carlos de Pablo, "Macroeconomía", 1ª edición, 1991, Fondo de Cultura Económica, pág. 699.
[3] Carlos Brignone "Los destructores de la economía”, Ed. Depalma, 1980, págs. 40-50,
[4] Esto no es necesariamente así (existen grandes cadenas de hipermercados, en los que el secreto de sus altos ingresos son sus bajos precios y costos), pero en el ejemplo se ha simplificado deliberadamente, todo aquello que pudiera oscurecer o diluir el razonamiento.
En términos generales, las diferencias en los niveles de ingresos dependen de los precios de los factores, y de la cantidad de factores poseídos.
[8] Un arancel aduanero reduce las importaciones; los impuestos a las ventas –como el IVA- reducen las ventas, etcétera.
[10] Julio G.H. Olivera, citado por Valeriano García, "Dinero, Precios y Política Monetaria", Ediciones Macchi, 1985, pág. 322.
[11] Que es inversa a la demanda de dinero.
[12] La primera, es la garantía de la propiedad, aunque tradicionalmente los tribunales los hayan convalidado. Pero además, el efecto de los controles de precios sobre el equilibrio de poderes no suele ser destacado: el control queda en manos de dependencias del Poder Ejecutivo y las sanciones son aplicadas por organismos subordinados a aquél. Aunque se reconozca el derecho a apelar ante los tribunales, la tacha de inconstitucionalidad no se salva. Si el Poder Ejecutivo "en ningún caso" puede ejercer funciones judiciales (artículo 109 de la Constitución), la circunstancia de que los afectados puedan recurrir las decisiones ante el Poder Judicial no empece a la invalidez de atribuirle esas funciones, no sólo porque los jueces con frecuencia han retaceado sus facultades de control, excluyendo las cuestiones que denominan "de oportunidad, mérito o conveniencia", o expresando que los jueces no pueden conocer de las cuestiones que no hayan sido planteadas en sede administrativa, convirtiendo, así, a los organismos burocráticos en jueces de primera instancia.
[13] Juan Carlos de Pablo, obra citada, pág. 713.
[14] Un gigantón de 2 metros, no es probable que crezca después de los veinte años; el hecho de que su nivel absoluto de altura se elevado, no significa que su crecimiento –tasa de incremento- sea positivo. Un niño de doce años, crecerá más que el gigante adulto, aunque el valor absoluto de su altura sea reducido

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