sábado, 15 de marzo de 2014

LA INFLACIÓN

                        Ningún país ha experimentado una tasa de crecimiento de los precios más persistente, continua y elevada, que Argentina desde la década del 40. Desde 1975 y hasta 1991, la inflación fue crónicamente superior a los tres dígitos, con años de hiperinflación.
                        Desde1970, en que se cambió nuestro signo monetario por el decreto ley 18.188, suprimiéndose dos ceros, se sucedieron el peso argentino en 1983 (se suprimieron cuatro ceros), el austral en 1985 (se suprimieron tres ceros), el peso convertible en 1991 (se sacaron cuatro ceros), y el actual peso no convertible. Un peso actual equivale a 10 billones de pesos moneda nacional.
                        Pese a que la inflación ha acompañado a nuestra decadencia y a nuestro retroceso relativo frente a otras naciones, hay voces que proclaman que un "poco" de inflación no es negativo, lo que es una muestra preocupante de la falta de cultura económica e histórica de nuestros dirigentes.
                        Desde enero de 2002, los precios mayoristas ascendieron 6,45 veces medidos por el mentiroso índice del INDEC. Aunque fuera cierto (lo que significaría una inflación promedio del 16,8% anual en doce años; mucho mayor en los tres últimos), se trata de una desvalorización grave de nuestra moneda.  El poder ejecutivo puede intervenir el INDEC y puede disfrazar las estadísticas de inflación, pero no puede eliminarla mediante "úkases".
                        Ya han pasado tantos años de kirchnerismo,  que no es posible endilgar la responsabilidad a gobiernos anteriores, aunque la propaganda gubernamental ubique la causalidad en conspiraciones externas y grupos concentrados internos.
                        Así como la despreocupación por las consecuencias del cigarrillo es más probable que conduzca a la adicción, la subestimación de la inflación, en pasadas décadas, ha llevado a inflaciones galopantes.
                        La inflación genera un círculo vicioso perverso, en que el alza de precios provoca una puja distributiva –ningún sector quiere perder su participación en "la torta" (el ingreso total)- y esa puja distributiva, al ser convalidada con cantidades crecientes de moneda, genera más inflación, lo que provoca una nueva lucha por preservar los ingresos reales.
                        Cuando no existe esa "lucha", es porque determinados sectores fueron "derrotados" y se tuvo la habilidad de culpar de su situación a épocas y personas pretéritas. La devaluación del año 2002 "derrotó" a los acreedores, a los asalariados, a los sectores de menores ingresos.  No hubo mayor inflación por la enorme caída de la demanda,  y porque la reprogramación de los depósitos privó de capacidad adquisitiva inmediata a un importante sector de la población. Néstor Kirchner llegó al gobierno con una inflación en baja.  Pero ese no es un mérito: obviamente, si se reducen los ingresos reales de la mayoría de la población, la caída de la demanda abate la inflación, si los factores alcistas de los costos –los salarios, las tarifas y el tipo de cambio- no aumentan. Pero ese colosal cambio de precios e ingresos relativos tiene los mismos efectos regresivos en la distribución del ingreso, que la inflación.       
                        Como es probable –y deseo que sea así- que algunos de los lectores de este artículo sean de corta edad, y no hayan vivido o no recuerden las inflaciones galopantes e hiperinflación que signaron la vida económica de nuestro país, es necesario insistir en algunos conceptos elementales.
                        La inflación es –entre otras cosas- un impuesto a las tenencias de dinero[1], y además, un impuesto regresivo, pues los sectores de menores ingresos son quienes mantienen una proporción más grande de aquéllos en dinero, y no tienen acceso a activos financieros que devenguen intereses compensatorios, en todo o en parte, de la inflación, o que se actualicen total o parcialmente.. Su única "defensa" contra la inflación es comprar todo lo que puedan, apenas cobren sus sueldos.
                        Como impuesto que es, la población tiende a eludirlo, reduciendo su demanda de dinero y con ello, el valor real de sus tenencias en efectivo. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el circulante más los depósitos en cuenta corriente significaban 120 días del PBI argentino, y al comienzo del plan austral –en Junio de 1985- sólo tenían saldos en efectivo para menos de diez días[2]. En 1945 los depósitos bancarios representaban un 35 % del PBI, y los billetes y monedas en circulación, un 12,5 %. El M2 ascendía a un 47,5 % del producto bruto interno, contra las despreciables proporciones actuales[3].
                        Salvo en las primeras etapas de la inflación –cuando la población no está acostumbrada a cubrirse de ella, es decir, cuando la gente todavía sufre la “ilusión monetaria” –que un peso equivale siempre a un peso; y que lo importante son los salarios nominales, no los reales- la reducción de la demanda de dinero significa que cada vez hay menos saldos en efectivo en poder del público. Esa situación  tiene efectos recesivos sobre la economía, por lo que las políticas que pretenden activar la demanda global –y con ella la producción agregada- mediante la emisión monetaria no logran ese objetivo. Cuando hay expectativas inflacionarias, la carrera entre la oferta agregada nominal de moneda y los precios, siempre es ganada por éstos, razón por la cual la cantidad real de moneda es cada vez menor.
                        Los efectos destructivos de la inflación, no sólo de la economía, sino de todo el tejido social, son innumerables. Para los de corta edad, de corta memoria, o que nos los conocen, lo recuerdo someramente:
                        * En primer lugar, es evidente que la inflación no crea recursos. Si como consecuencia de ella, algunos salen ganando, es porque otros pierden. Al disminuir el poder adquisitivo de quienes tienen ingresos que no incrementan su monto nominal en forma inmediata y paralela al alza de los precios, y suponiendo, para la economía global, un ingreso real constante, la disminución de los ingresos reales de algunos supone el incremento de los ingresos de otros. Es decir, que en principio perjudica a los asalariados, a los desocupados, a los cuentapropistas, a los profesionales, y beneficia a los que incrementan sus ingresos más que sus costos.
                        * En segundo término, perjudica a los acreedores en moneda nacional, y más aún si –como en Argentina- se les prohíbe indexar sus acreencias. Nuestro sistema legal reconoce parcialmente la libertad para incrementar los precios (por mayor demanda, por mayores costos, o por lo que fuere), pero no permite a los afectados reflejar pasivamente, a través de índices de ajuste, esos incrementos que han sufrido.
                        Los acreedores en moneda nacional son comparativamente más "débiles" que sus deudores, pues el sistema jurídico no los protege. Los acreedores de indemnizaciones, los asalariados, los jubilados, entre muchos otros, son víctimas de la desvalorización de la moneda.
                        Ese sesgo en contra de los acreedores, y en especial los acreedores en moneda nacional, redistribuye el ingreso en contra de los más pobres. Una de las tragedias de nuestro país es que gran parte de los sectores que siempre se consideraron progresistas, y abogados de los más necesitados, hayan propiciados políticas económicas que, al producir inflación, son empobrecedoras de los más pobres. Y no es que lo hagan por innata maldad, sino por supina ignorancia.
                        * Alienta el incumplimiento de las obligaciones en moneda nacional, pues la inflación, más las normas legales que vedan la indexación, favorecen al moroso. Litigar se torna económicamente "rentable" en vez de pagar, atiborrándose artificialmente los tribunales de pleitos.
                        * Los beneficios y perjuicios simultáneos ocasionados por la inflación, envenenan las relaciones sociales, fomentan el resentimiento, y acentúan las contradicciones de clases. Desatado el potro de la inflación, los niveles absolutos y relativos de ingresos dependen, en gran medida, de las presiones sectoriales para que se permita aumentar los precios –en los sectores con precios controlados- o de la "capacidad de movilización" de los gremios. Esa situación alienta la discordia en las relaciones laborales, reduce la productividad de la economía, fomenta las actitudes destructivas[4] y la violencia inclusive en las relaciones extraeconómicas. La hiperinflación alemana de 1923, que empobreció a la mayoría y enriqueció a unos pocos, alimentó a la vez a la bestia del nazismo.
                        * Disminuye, y en los casos extremos elimina por completo, los incentivos para el ahorro y la inversión productiva.  Gran parte de la población que dispone de ahorros, los vuelca a la compra de bienes de consumo durables, o de viviendas. La construcción y adquisición de viviendas en "countries" o departamentos de lujo –alternativa racional frente al despojo, y que no pretendo criticar- aunque en las estadísticas macroeconómicas figure como "inversión", difícilmente aumente la productividad de la economía.
                        Al aumentar la imprevisibilidad, incrementa las tasas de interés de largo plazo, reduciendo la financiación para la inversión. Ante tasas de inflación de dos dígitos, no se puede contemplar un horizonte temporal dilatado para las  inversiones, y los préstamos de largo plazo en moneda nacional se vuelven imposibles, a menos que se prevea un sistema de indexación.
                        Una tasa de inflación del 4% mensual –que ya hemos tenido en enero y febrero de 2014- significa un 60,10% anual y multiplicar los precios  110 veces en diez años. Con esos guarismos, resulta imposible el uso de la moneda nacional como reserva de valor y unidad de cuenta –salvo para las transacciones del momento- por lo que alienta el empleo de otras monedas, que es justamente lo que las políticas económicas "nacionalistas" quieren desalentar.     
                        * Distorsiona los precios relativos, exacerbando la conflictividad social. En una economía con estabilidad de precios, los valores de cambio relativos de los bienes varían, en función de las variaciones de los costos de producirlos –y consecuentemente de su oferta- y de los cambios en la demanda. Pero la inflación –y sobre todo, cuando su tasa es elevada- determina que los cambios en los precios relativos –y consecuentemente, de los ingresos relativos- sean más marcados: los que aumentan sus ingresos nominales al ritmo de la inflación, simplemente mantienen su ingreso real; quienes los aumentan menos, ven reducida la capacidad adquisitiva de sus salarios, jubilaciones, alquileres, rentas u honorarios; quienes no saben, o por razones fácticas o contractuales no pueden aumentan su retribución nominal, ven reducidos sus salarios e ingresos reales.
                        John Maynard Keynes, en su obra "A tract on monetary reform" describió acertadamente  la inflación como una forma de tributación. Al significar un impuesto sobre las tenencias de dinero, se corrompe el funcionamiento del sistema democrático, pues el Estado obtiene recursos de los más pobres o desprotegidos, por una vía ajena a la Constitución. Además, como todo tributo, quienes lo sufren procuran que respecto de ellos no se verifique el hecho imponible[5] y esa menor demanda lleva –como lo expresé antes- a una reducción de la cantidad real de dinero. La menor cantidad de dinero, significa que el Estado necesitará cada vez más inflación, para recaudar la misma cantidad de "impuesto inflacionario". Si las autoridades pretenden obtener iguales valores que antes, la tasa de inflación deberá aumentar, lo que a la vez estimulará al público a reducir sus tenencias de dinero. Esa dinámica puede conducir a la hiperinflación: una espiral viciosa en que la emisión provoca inflación, la inflación causa la reducción de la demanda de dinero, la reducción de la demanda de dinero disminuye su cantidad real; la recesión provocada por esa circunstancia, motiva al gobierno a emitir más dinero, y así sucesivamente, en un proceso en que la inflación tiende a niveles progresivamente más grandes.
                        Para colmo, esa reducida demanda, y correlativamente escasa cantidad real de dinero, hace que igual déficit fiscal que en países desarrollados o con mayores niveles de monetización (proporción M/PBN), tenga efectos más inflacionarios. Por ejemplo, si la cantidad de dinero es el 10% del producto bruto, un déficit fiscal del 4% que se cubra exclusivamente con emisión monetaria, supone aumentar la base monetaria el 40%. Si la inflación disminuye la demanda de dinero, y su cantidad real se reduce, por ejemplo, al 5% del producto bruto, el mismo déficit fiscal, en términos de porcentaje frente al producto bruto, significa aumentar la base monetaria un 80%.
                        Suponiendo –lo que no es una hipótesis aventurada en situaciones de alta inflación- relaciones de causalidad recíprocas, el epílogo es la hiperinflación: más oferta monetaria y menor demanda de moneda, aparejan mayor inflación; mayor inflación, reduce la demanda de moneda, y con ello, su cantidad real; en esa situación, los déficits fiscales financiados con emisión de dinero tienen efectos más inflacionarios, pues entrañan un aumento porcentualmente mayor de los agregados monetarios, lo que genera más inflación y menor cantidad real de dinero, y así sucesivamente.
                        Se suelen distinguir dos tipos de inflación. Ambas son destructivas, y en sus últimas etapas resultan indistinguibles: la inflación de demanda, y la inflación de costos. Sea cual fuere su impulso inicial, ninguna puede perpetuarse en el tiempo, sin un permanente incremento de la cantidad de moneda.
                        Inflación de demanda
                        En la primera, la causa inicial es el incremento de la oferta monetaria. Así como una superproducción de trigo o de azúcar produce la caída de su precio, la superproducción de moneda provoca su desvalorización. Todo precio es una relación de cambio; como una de las funciones del dinero es ser un medio de intercambio, la reducción de su valor de cambio es el exacto correlato del incremento de los precios.
                        Cuando la gente dispone de más dinero para gastar, y dado que la oferta de bienes sólo puede ser incrementada, en el corto plazo, en pequeña medida (un 10% de incremento del producto bruto es considerado un logro ponderable), frente a aumentos mucho mayores de la oferta monetaria, la consecuencia inevitable, salvo que la demanda de dinero aumente –o lo que es igual, que su velocidad de circulación disminuya- es el alza de los precios.
                        Los modelos macroeconómicos convencionales –sobre todo los neokeynesianos o neoclásicos, muy frecuentes en los manuales de economía- suponen que la brecha entre demanda global –consumo, más inversiones, más gasto público, más saldo neto entre exportaciones e importaciones- y la oferta global, inducen a un alza generalizada de precios. Cuando la inflación proviene fundamentalmente del tirón de la demanda, probablemente el producto bruto se incremente, hasta el límite de la capacidad instalada de la economía. Mientras más cerrada y menos competitiva sea la economía, la mayor demanda se traducirá en mayores precios, pues los productores locales no deberán temer la competencia exterior.
                        Pero ese efecto no es duradero, y sólo subsiste en tanto dure la "ilusión monetaria", es decir, mientras el público piense que el incremento nominal de sus ingresos equivale a un aumento real, pese a que la oferta global de bienes no ha aumentado. En el mediano plazo, esa ilusión se desvanece: los asalariados, al ver erosionados sus ingresos reales por la inflación, demandan aumentos de salarios. Los locadores aumentan los alquileres en los nuevos contratos. Los ahorristas exigen mayores tasas de interés, para mantener sus depósitos en el sistema bancario, o lisa y llanamente los retiran; los prestamistas, bancarios o no, incluyen en la tasa de interés una "prima" que prevé la desvalorización futura de la moneda; al aumentar el costo de oportunidad de mantener en cartera dinero nacional, las personas compran activos que no se desvaloricen (divisas extranjeras, oro, o bienes), como forma de preservar sus ahorros.
                        Una vez pasados los primeros efectos de la emisión monetaria, –activadores de la demanda, y si hay capacidad ociosa, de la producción- si los precios ascienden en igual o mayor medida que la cantidad de dinero emitida, el "efecto riqueza" de los inicialmente mayores saldos monetarios se extingue por completo: en términos reales, la cantidad de dinero se mantiene idéntica –en el mejor de los casos, y si no disminuye la demanda de dinero- o se reduce (si la tasa de incremento de los precios es mayor que el aumento de la oferta monetaria).
                        Una reformulación de la ya conocida identidad cuantitativa lo aclara:
                        Si M.V.= P.Q[6], entonces
                        M = Q
                        P    V
                        M/P es la cantidad real de dinero, que es mayor mientras el cociente Q/V (cantidad real producida dividida en la velocidad de circulación) sea mayor. Dado que en el corto plazo los cambios en la oferta real (Q) son pequeños, la cantidad real de dinero es mayor, mientras menor sea la velocidad de circulación. Como la velocidad de circulación es inversa a la demanda de stocks de dinero, en definitiva la cantidad real de este (M/P= m), depende de esta última variable (la demanda de dinero).
                        La reducida demanda de dinero genera una pequeña cantidad real de dinero, y consecuentemente, de la demanda real de bienes, razón por la cual los efectos pretendidamente reactivantes de una política de expansión monetaria son de muy corto alcance, y perduran el escaso tiempo en que los precios no han aumentado en igual o mayor medida que la cantidad de moneda.
                        Inflación de costos
                        Cuando algunos precios –salarios, tipos de cambio, tarifas de los servicios públicos, impuestos indirectos- tienen una elevada incidencia dentro de la estructura general de costos de las empresas, los aumentos generalizados de aquéllos provocan un aumento en los precios de la economía.
                        Sea cual fuere el impulso inicial, los sectores que ven afectada su posición relativa como consecuencia del incremento de alguno de los precios –los salarios, las tarifas, el tipo de cambio, los impuestos- también aumentan sus propios precios. En el mejor de los casos, una vez finalizado el ciclo de aumentos, los precios relativos se han mantenido, pero para que todos se mantengan, es necesario que aumenten en idénticas proporciones. Supongamos que el impulso inicial provino de los salarios: si los precios aumentan en la misma proporción, los salarios reales se mantienen inmutables. Si subsiste el descontento con los niveles anteriores, se procurará un nuevo aumento, seguido de otras subas de precios.
                        Lo mismo puede decirse del tipo de cambio: transcurrido cierto tiempo, el gobierno no puede manipular su valor real; pero si persiste en el estéril propósito de mantenerlo elevado en términos reales, deberá adecuarlo permanentemente a la tasa de inflación.
                        Afirmar, como lo hace el gobierno, que se pueden simultáneamente aumentar los salarios reales, mantener el nivel real del tipo de cambio, y evitar la inflación, es la misma incongruencia que desear que en un combate ganen ambos contendientes.
                        Como mayores costos, sin un acrecentamiento igual de la demanda, significan menor oferta y menores ventas, ese aumento de precios se produciría una sola vez, sin que signifique un crecimiento persistente del nivel general de precios. Pero, dado que el incremento de costos y precios es recesivo si no va acompañado de una demanda que acompañe a ellos, el gobierno suele adoptar políticas de expansión de la oferta monetaria -y por ende de la demanda de bienes- procurando compensar total o parcialmente los efectos económica y socialmente negativos de aquéllos. Una vez convalidado el aumento de precios –por mayores costos- con una expansión de la demanda nominal, los precios prosiguen su aumento.
                        Si subsisten los factores subyacentes en la economía real que determinaron el aumento inicial, el nuevo nivel de oferta monetaria nominal –y consiguiente demanda de bienes- constituye un nuevo escalón, para ulteriores aumentos de precios, en los que los mayores costos generan la necesidad política de mayor emisión, y la mayor emisión ocasiona nuevos aumentos de precios.
                        La diferencia entre la "inflación de costos", y la "inflación de demanda", es que la primera no produce, ni siquiera temporalmente, ningún efecto activador de la economía. Antes bien, la política monetaria se reduce a convalidar los aumentos de precios; gráficamente se ha dicho que en vez de subir por el "tirón" de la demanda, ascienden por el "empuje" de los costos.
                        Pero, sea cual fuere la causa inicial, no puede haber una suba generalizada y constante de los precios, sin un acrecentamiento correlativo de la cantidad de dinero.
                        Ligado al enfoque "inflación de costos", durante las décadas del 60 y 70, en Argentina y en otros países de Latinoamérica (Brasil, Uruguay y Chile) estuvo en boga el enfoque "estructuralista" –que en esa época se contraponía con el "monetarismo"- de la inflación. Desde sus versiones más extremas –que no asignaban ninguna importancia al fenómeno monetario- hasta las más moderadas –que sólo reconocían a la expansión monetaria el carácter de agente de propagación de presiones inflacionarias ocasionadas por factores no monetarios-[7] coincidían en identificar como "monetaristas" a todas las posiciones que consideraban ortodoxas, incluyendo en éstas a las variantes más moderadas del keynesianismo.
                        Las posturas más radicalizadas carecían de sustento, a poco que se analicen las causas del ascenso de los precios. Partiendo de la identidad cuantitativa –cuyo carácter tautológico impide su cuestionamiento- no puede haber aumentos permanentes del nivel de precios, sin una expansión de la cantidad de moneda:
                        M.V = P.Q
                         Si no se incrementan ni M (cantidad de moneda) ni V (velocidad de circulación)[8], a toda suba de los precios P, corresponderá un descenso de la cantidad ofertada Q.
                        La velocidad de circulación puede aumentar, o lo que es igual, la demanda de dinero disminuir –de hecho, es lo que ha ocurrido desde 1945, y con picos que coinciden con las hiperinflaciones- mas esa reducción tiene sus límites, pues siempre será necesario contar con dinero para las transacciones, y un alza de algunos costos no tiene por qué alterar los elementos monetarios (cantidad de dinero M y velocidad de circulación V) de la ecuación. En tal sentido, la inflación por el empuje de los costos no puede persistir, si no es acompañado por la emisión monetaria (aunque no tenga la misma proporción).
                        Pero el alza de los costos, al reducir la producción, engendra presiones políticas y sectoriales para que el gobierno convalide, con emisión monetaria, la crecida de los precios. Esa secuencia fue la constante en los últimos sesenta años, en nuestro país.
                        La diferencia entre las concepciones de la inflación como "de costos" y "de demanda", se proyecta a la política: cuando se atribuye la inflación al aumento de algunos precios –sean los salarios, las tarifas, o el tipo de cambio; o más recientemente, al alza de los combustibles, o de los precios de los artículos de primera necesidad, atribuyéndolos a conspiraciones monopólicas- el poder público tiende a autoexculparse, o conseguir que lo exculpen vastos sectores de la comunidad. Su paso siguiente son los controles de precios, que además de conformar un avance inconstitucional sobre las garantías individuales[9] han fracasado invariablemente a lo largo de los siglos, pues, lejos de actuar sobre la causa del aumento de los precios –demanda comparativamente alta, frente a una oferta relativamente rígida- acentúan las causas de ese aumento, provocando aumentos de la cantidad demandada, y reducciones de la cantidad ofrecida de bienes.
                        Lo que no advierten los simplistas es que el eventual poder monopólico de grupos empresarios, si bien puede conducir a niveles elevados de precios, no es causa de la inflación. La inflación no es un problema de niveles absolutos de precios[10], sino de tasas de incremento[11], y de cambios de precios e ingresos relativos, más pronunciados mientras mayor sea aquélla.




[1] Valeriano García-Alvaro Saieh, "Dinero, precios y política monetaria", págs. 324-325
[2] De Pablo, "Macroeconomía", pág. 699.
[3] Carlos Brignone "Los destructores de la economía”, Ed. Depalma, 1980, págs. 40-50,
[5] Un arancel aduanero reduce las importaciones; los impuestos a las ventas –como el IVA- reducen las ventas, et caeteris.
[6] M es la cantidad de dinero; V, su velocidad de circulación; P, el nivel general de precios; y Q, la oferta real de bienes.
[7] Julio G.H. Olivera, citado por Valeriano García, "Dinero, Precios y Política Monetaria", Ediciones Macchi, 1985, pág. 322.
[8] Que es inversa a la demanda de dinero.
[9] La primera, es la garantía de la propiedad, aunque tradicionalmente los tribunales los hayan convalidado. Pero además, el efecto de los controles de precios sobre el equilibrio de poderes no suele ser destacado: el control queda en manos de dependencias del Poder Ejecutivo y las sanciones son aplicadas por organismos subordinados a aquél. Aunque se reconozca el derecho a apelar ante los tribunales, la tacha de inconstitucionalidad no se salva. Si el Poder Ejecutivo "en ningún caso" puede ejercer funciones judiciales, la circunstancia de que los afectados puedan recurrir las decisiones ante el Poder Judicial no empece a la invalidez, desde el punto de vista de nuestra Ley Fundamental, de atribuirle esas funciones, no sólo porque los jueces con frecuencia han retaceado sus facultades de control, excluyendo las cuestiones que denominan "de oportunidad, mérito o conveniencia", o expresando que los jueces no pueden conocer de las cuestiones que no hayan sido planteadas en sede administrativa, convirtiendo, así, a los organismos burocráticos en jueces de primera instancia.
[10] Juan Carlos de Pablo, obra citada, pág. 713.
[11] Un gigantón de 2 metros, no es probable que crezca después de los veinte años; el hecho de que su nivel absoluto de altura se elevado, no significa que su crecimiento –tasa de incremento- sea positivo. Un niño de doce años, crecerá más que el gigante adulto, aunque el valor absoluto de su altura sea reducido

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