sábado, 15 de marzo de 2014

LA REDISTRIBUCIÓN DEL INGRESO (26-11-2016)

LA REDISTRIBUCIÓN DEL INGRESO

Este post es la reedición de uno anterior (que ya no veo en la red), corregido ligeramente, en las estadísticas y en la presentación. También he agregado algunos matices, que no desvirtúan la idea central: cifrar la mejoría de las condiciones de vida de la mayor parte de la población en la redistribución del ingreso es engañarse, habitualmente con buena fe pero escasa información. Pretendo que los destinatarios de estas líneas sean quienes tienen un pensamiento opuesto al mío, y que siguen lo que es una opinión inmeditada pero generalizada, aceptada por casi todas las corrientes políticas en Argentina: la redistribución de ingresos es una de esas frases que fácilmente coloca a su emisor en la vereda del "bien", y a sus impugnantes, en la del "mal". Quien ose controvertir ese erróneo consenso acerca de la pretendida necesidad de redistribuirlo como una vía para el mejoramiento del nivel económico de la mayoría de la población,  no puede ser sino un malvado indiferente a las penurias de los más pobres, sospechado de "neoliberal", lo que al parecer es peor aún que la maldad o la indiferencia, porque significa la suma incorrección política y el pecado social. Pese a que lo evidente es que el bienestar en los países más ricos no se debe fundamentalmente a una distribución más igualitaria del ingreso, sino a mayores ingresos, se sigue insistiendo en un esquema de "suma cero": la forma de mejorar a los pobres, sería quitar mucho a los comparativamente ricos.

No es que sea indiferente a las penurias de los más pobres. Todas las noches, al salir de mi oficina, siento un desgarro al ver a niños cartoneros, arrastrando precarios carritos cargados de desperdicios y material reciclable (su número ha aumentado en la "década ganada"). Pero el dolor no debe nublar nuestra capacidad de análisis, ni llevarnos a propugnar políticas que no resuelven los problemas, sino en todo caso calman la conciencia de quienes creen que las soluciones surgen mágicamente de una difusa preocupación, en que no se pone una cabeza fría al servicio de un corazón caliente.

Mi rechazo a la redistribución del ingreso como supuesta panacea obedece a la convicción de que no es un medio idóneo para la mejora permanente del nivel económico de la generalidad del pueblo, y que por el contrario, en el vano intento de hacerlo se sacrifican las garantías individuales y el derecho de propiedad, acentuándose, para colmo la pobreza que se quiere combatir.

Lo anterior no significa que las organizaciones privadas o el Estado se desentiendan de las situaciones de miseria y marginalidad extremas, o de los que, sin culpa, no pueden acceder a niveles mínimos de alimentación o salud. Pero discrepo con la redistribución generalizada de ingresos como solución para la pobreza.

La distribución del ingreso es desigual, pero expresar una realidad nada dice sobre la idoneidad de las medidas para modificarla. Si el termómetro indica que un paciente tiene fiebre, eso no significa que la medida adecuada para reducirla sea introducirlo en una cámara frigorífica. Más allá del corto plazo –en el que quitar a Juan para dar a Pedro alivia pasajeramente la situación de Pedro- la única solución para todos es el crecimiento de la economía. Este por lo general, es inicialmente desequilibrado, porque hay sectores, actividades o regiones de mayor productividad o cuyos bienes o servicios tienen más demanda, que crecen, y otros permanecen relativamente estancados. Cuando un país ofrece oportunidades, es altamente probable que atraiga inmigrantes –provenientes de países o zonas con menores ingresos medios- y esa afluencia de personas relativamente más pobres aumente la desigualdad en la distribución, sin que esa circunstancia sea repudiable desde el punto de vista ético o económico. Argentina en su época de vigoroso crecimiento fue un país de inmigración, y con seguridad más desigual que el territorio yermo y vacío que era en 1853. Pero, para quienes venían de países devastados por la miseria, las guerras o la persecución política, religiosa o racial (judíos que huían de los pogroms de la Rusia zarista, italianos y españoles que venían a "hacer la América", cuando sus respectivos países no les ofrecían posibilidades de progreso; sirios y libaneses con pasaportes turcos; armenios, franceses, galeses, irlandeses), era una tierra de promisión. Los inmigrantes no buscaban igualdad, sino oportunidades de progreso, y normalmente las personas, cuando la ideología, el odio y el resentimiento no desfigura su percepción, se alegran de sus mejoras individuales, de su familia y de sus allegados, aunque otros mejoren aún más.

En el extremo, una cárcel es probablemente el lugar donde el ingreso se distribuye en forma más pareja; las economías precapitalistas o socialistas son más igualitarias, pero en la miseria. Decididamente, la reducción de la desigualdad no mejora la situación de la mayoría de la población, si la economía como un todo no crece y si la sociedad no progresa. Salvo que se vea como virtud moral la igualación en la miseria –a costa de la supresión de libertades y de la propiedad- es evidente que igualar hacia abajo no mejora a los más pobres. Los socialismos que a lo largo del siglo 20 y en la primera década del siglo 21 han fracasado y continuarán fracasando, tienen probablemente una distribución más uniforme del ingreso (entre otras cosas, porque los realmente ricos, cuando el país les resulta inhabitable, procuran emigrar aun a costa de la pérdida de sus bienes locales o de sus ocupaciones).
La comparación entre el sudeste de Asia y África subsahariana es elocuente, pues hace pocas décadas eran similarmente pobres. Ni Corea del Sur, ni Singapur, ni Taiwán –ni recientemente China e India- han progresado económicamente en base a políticas en gran escala de redistribución, sino por el contrario, de acumulación. La pobreza se redujo, en un marco inequívocamente capitalista. No es que todo sea maravilloso en esos países. Particularmente China conserva los vicios del partido único –el partido comunista- así como el brutal cercenamiento de las libertades políticas y civiles, y ha cometido gravísimas violaciones a los derechos fundamentales de gran parte de sus habitantes. Pero aún con todas esas lacras, la situación económica y también las libertades no económicas de sus habitantes han mejorado respecto de la época del comunismo maoísta, que tanta admiración provocó en las décadas del 60 y 70 entre la juventud que ignoraba la dolorosa realidad que allí se vivía.

Según datos que obtuve del sitio web http://www.nationmaster.com/graph/eco_dis_of_fam_inc_gin_ind-distribution-family-income-gini-index, la desigualdad del ingreso –medida por el coeficiente de Gini- varía entre los distintos países, desde el más igualitario que según la tabla que allí puede consultarse sería Dinamarca (0,247), hasta el más desigual, que sería Namibia (0,707). Las diferencias de desigualdad de ingreso entre los países son de algo menos que tres veces (0,7007/0,247), muy inferiores a las diferencias en los valores absolutos del ingreso de aquéllos. En otras palabras, es mucho más lo que se puede hacer por el crecimiento, que por la igualdad.

El cuadro comparativo que reproduzco -suponiendo que las estadísticas sean fiables- evidencia que la mayor igualdad no es un indicador de prosperidad ni de bienestar. Uzbekistán (coeficiente de Gini 0,268) es más igualitario que Finlandia (0,269); en Albania –que no es un dechado de prosperidad, y cuyos pobres emigrantes se distribuyen por el resto de Europa- la renta se reparte o se repartía en forma más pareja que en Alemania (0,282 vs. 0,283). Ruanda (0,289) y Ucrania (0,290) presentan mayor igualdad en la distribución que Austria, esta última acompañada por Etiopía (0,3); Rumania y Mongolia (0,303) superan en igualdad a los Países Bajos (0,309). Bangladesh (0,318) y la India (0,325) son más parejos en ese aspecto que Francia (0,327), Canadá (0,331) y Suiza (0,331). Los yemenitas pueden sentirse felices, porque en su país el coeficiente de Gini (0,334) muestra una distribución más uniforme que Polonia (0,341); los habitantes de Egipto (0,344) deben estar muy contentos, pues gozan de mayor igualdad que España (0,347), Australia (0,352), Israel (0,355), Irlanda (0,359), Reino Unido (0,36), Italia (0,36) y Nueva Zelanda (0,36). Jordania (0,364), Nepal (0,367), Vietnam (0,37) y Laos (0,37) son países en los que impera mayor igualdad que en Jamaica (0,379), y ambos superan a Portugal (0,385) y a Estados Unidos (0,408). El lector de estas líneas que privilegie la igualdad por sobre otras consideraciones, puede optar por Uzbekistán, Albania, Ruanda, Etiopía, Rumania y Mongolia, Bangladesh y la India, en vez de emigrar a países más desiguales como Francia, Canadá, o Suiza (0,331). El menú contempla como variantes a Yemen o Egipto, sin duda preferibles a España, Australia, Israel, Irlanda, Reino Unido, Italia, Nueva Zelanda o Estados Unidos.

Las tendencias migratorias muestran, en cambio, que la igualdad atrae más desde el punto de vista ideológico que de las decisiones vitales. Llegado el momento de emigrar, la gente se guía por su ansia de progreso y libertad, no por el deseo de igualdad, y por algo las personas no hacen cola en las embajadas de los países socialistas.

La desigualdad es enfocada generalmente desde dos ángulos distintos: como causa autónoma de inmiseración –"mientras los ricos se hacen más ricos, los pobres son cada vez más pobres"- y como patología ética de una sociedad, con prescindencia del mejoramiento en las condiciones de vida. Inclusive los aumentos absolutos de la brecha –inevitables, pues a igualdad de incrementos porcentuales, los más ricos incrementan más su ingreso absoluto que los relativamente más pobres[1]- son presentados, equivocadamente, como signos de empeoramiento de la desigualdad. Se habla sin conocimiento de la redistribución del ingreso, como si fuera tarea fácil, y no afectara el ahorro, la inversión y los incentivos para el trabajo, la innovación y la creación de riquezas. Otras voces, más extremas, claman por la redistribución de los patrimonios (pues las diferencias de riqueza son más pronunciadas que las de ingresos, al no contabilizarse usualmente dentro de la riqueza el propio capital humano).
                       
El énfasis puesto en la redistribución de la riqueza –y no en su generación- desconoce u olvida que:

* La desigualdad no es una causa de aumento de la pobreza absoluta, y no es cierto que de la mayor riqueza de algunos derive la pobreza del resto.

* Los niveles de desigualdad dado un determinado nivel de ingresos no difieren tan marcadamente como los niveles de ingresos obtenibles mediante el crecimiento, siendo éstos en definitivo los que tienen mayor gravitación en la pobreza o en la riqueza.

* El crecimiento, a la vez, depende de los incentivos para ahorrar, invertir, trabajar, producir e innovar, todos los cuales se ven reducidos y hasta aplastados –según los alcances de la redistribución- por las políticas redistributivas.

* Las desigualdades de ingresos provienen de las desigualdades del capital humano y no humano. Redistribuir los altos ingresos de personas que viven de su trabajo, pero que han acumulado "capital humano" a través de su capacitación o condiciones naturales, a favor de otras personas, trabajadoras o no, de bajos ingresos reduce los incentivos para trabajar; y redistribuir los altos ingresos del capital provoca el éxodo de capitales, salvo en el corto plazo, para los activos físicos que no pueden ser sacados del país ni convertidos fácilmente en dinero. En el largo plazo, la desinversión se traducirá en un empeoramiento de las condiciones de vida de todo el mundo.

* Finalmente, aunque no es lo menos importante, la redistribución generalizada presupone un modelo constitucional de Estado altamente autoritario y no evitaría las injusticias, sino que provocaría otras.  

1. La desigualdad no es causa de la pobreza absoluta

Los países más pobres –casi todos los del África subsahariana, la mayor parte de los de Latinoamérica, o ciertas áreas de ellos- son los de de menor ingreso per cápita, y aunque comiencen a crecer, requerirán muchas décadas para alcanzar niveles de vida similares a los de los países o regiones de ingresos medios, para no hablar de los de altos ingresos. Dentro de nuestro país, el noroeste y el noreste tienen niveles de ingreso por persona o por familias –según la forma que se practique la medición- más cercanos a los del resto de América Latina, que las otras regiones de la Nación.

Supongamos que, en la situación actual, el ingreso promedio comenzara a crecer persistentemente, y los de ingresos superiores incrementaran sus ingresos más que los estratos inferiores. Evidentemente, mientras mejoren en términos absolutos los de niveles más bajos, aunque sea en proporciones inferiores a los sectores medios y de altos ingresos, no habría un empobrecimiento de aquéllos.

Esa situación se ha repetido a lo largo de la historia en muchos países. El crecimiento, por lo general, es inicialmente desequilibrado, porque hay sectores o regiones de mayor productividad o cuyos bienes o servicios tienen más demanda, que crecen, y otros permanecen relativamente estancados. Cuando un país ofrece oportunidades, es altamente probable que atraiga inmigrantes –provenientes de países o zonas con menores ingresos- y esa afluencia de personas relativamente más pobres aumente la desigualdad en la distribución, sin que esa circunstancia sea mala. ¿Qué ocurriría si los países desarrollados abrieran por completo sus fronteras hacia los flujos migratorios? Con seguridad, la afluencia masiva de inmigrantes tornaría más desparejas las rentas en los países receptores, lo que, visto desde la perspectiva de sus sectores sindicalizados o xenófobos, sería presentado como un mal, olvidando que simultáneamente se reduciría la desigualdad de los ingresos mundiales.            

2. La distribución del ingreso no es independiente de su generación

En términos generales, los ingresos constituyen la retribución de los factores de producción, y que son remunerados conforme con su productividad marginal, es decir, lo que contribuyen a incrementar la producción total. Dejamos de lado el sector público, en que los ingresos se asignan en forma política o al menos conforme a criterios discrecionales.

El ingreso no es una bolsa común, de la que se "apropian" algunos individuos o sectores, sino la contrapartida de la producción y venta de bienes o servicios. Si los que producen ven reducida su retribución y cercenadas sus posibilidades de ahorrar, disminuirán y en el extremo eliminarán la oferta de sus bienes o servicios, empobreciéndose así la colectividad.

 Las propuestas redistributivas suponen que, en gran medida, los ingresos más altos son rentas de factores específicos, que no tienen la alternativa de reducir su oferta; en otras palabras, que su oferta es inelástica. Eso es un craso error: pocos se resignan a ver reducidos sus ingresos y mantienen inalterables sus actitudes económicas. Los que puedan, venderán sus activos fijos y sacarán sus capitales del circuito económico. Los más grandes, poderosos y ricos, y aquellos cuyo capital humano –conocimientos, capacitación, laboriosidad, juventud,  inventiva o aptitud empresaria- sea demandado en otros países del mundo, emigrarán sus capitales o sus personas.

Otros no abandonarán su patria, pero se reducirá el ahorro, pues la redistribución supone privar de una parte considerable de sus ingresos a los sectores con mayor propensión al ahorro y a la inversión, entregárselos al Estado, que luego de sacar una jugosa tajada para su burocracia –conformada por individuos y familias que consumirán probablemente más que los expoliados, dado que sus ingresos son más seguros- distribuirá una parte de lo sacado a los sectores de mayores ingresos, y probablemente mayor productividad y mayores ahorros, entre personas de menores ingresos y mayor propensión marginal al consumo. Esos menores niveles de ahorro y de productividad se traducirán en menor inversión –es decir, menor creación neta de capital- y como tendencia general, en menores salarios.

La redistribución, si se realiza en gran escala, provoca éxodo de capitales. Esa salida aumenta el tipo de cambio real, que depende de la relación entre los precios de los bienes comercializables internacionalmente –que tienden a ser similares en todo el mundo- y los no comercializables internacionalmente, fundamentalmente los servicios que no tienen mercado fuera del país, entre ellos, los servicios productivos brindados por el trabajo. En otras palabras, la emigración de capitales reduce los salarios reales y los ingresos de quienes no producen para la exportación, o no tienen la posibilidad de ofrecer sus bienes y servicios en el exterior (la mayoría de la población).

Si no se entiende que las economías en las que los asalariados tienen mayores retribuciones son las que cuentan con mayor dotación de capital per capita y tecnología más avanzada, no se conoce nada del funcionamiento de los sistemas económicos. Ese desconocimiento produce trágicos errores y pobreza generalizada, aunque con las mejores intenciones se procuren los fines más elevados.

2. Los niveles de desigualdad dado un determinado nivel de ingreso promedio per capita no difieren tanto como los niveles de ingreso obtenibles mediante el crecimiento

A Vilfredo Pareto, economista y sociólogo del siglo XX (1848-1923), le llamó la atención que las desigualdades en la distribución del ingreso no diferían marcadamente en los distintos países, y concluyó que existía una tendencia a la constancia a lo largo del tiempo. Basándose en estadísticas –en esa época, no muy fiables- de distintos países, postuló la inoperancia de las políticas redistributivas, pues opinaba que ocasionan fuerzas que restauran la distribución primaria.

El Estado puede en alguna medida atenuar las desigualdades, pero el éxito posible de la actuación estatal es mucho más limitado de lo que se cree, porque la desigualdad responde no sólo a diferencias heredadas de patrimonio ni a disparidades actuales de ingresos, sino a distinciones individuales de educación, de capacitación, de aptitudes, de espíritu emprendedor y empresario, y también de suerte. Aunque se igualen provisoriamente los resultados emergentes de esas disimilitudes, las causas subyacentes de ellas subsistirán, y con el transcurso del tiempo se tenderá a regresar a situaciones de desigualdad.
Un análisis de los niveles de ingreso per capita de los distintos países del orbe, y su comparación con la desigualdad, patentiza que son mucho mayores las diferencias de los primeros que la segunda. Los países desarrollados son entre treinta y cuarenta veces más ricos que los países más pobres –y sus desigualdades se deben a la cantidad  significativa de personas muy ricas y a la afluencia de inmigrantes pobres- pero no hay países que sean cuarenta veces más igualitarios.

Según Samuelson-Nordhauss[2], en 1995 el 5% de los hogares estadounidenses de renta superior recibía el 21% de la renta total; el quintil superior –es decir, el 20% más rico- captaba el 48,7% de la renta total. La distribución de la renta no era muy diferente de la de Gran Bretaña y Suecia (obra citada, pág. 350), y la distribución de la riqueza –es decir, no de los ingresos, sino de los patrimonios- era menos desigual en Estados Unidos que en Gran Bretaña. Recientes estadísticas (fuente www.census.gov) arrojan resultados similares: en 2006, el 5% de ingresos superiores obtuvo el 22,3% de la renta; correspondió al quintil superior el 50,5%. Esos guarismos están referidos al ingreso disponible, es decir, ya deducidos los impuestos directos e indirectos, y los subsidios a los sectores más pobres se suman a aquél.

3. Dificultades de definición e instrumentación

Suponiendo que, a partir de una situación de desigualdad, se considerara un objetivo indiscutible la redistribución (así suele ser planteado), surgen muchos interrogantes que no se suelen formular los redistribuidores: 1) ¿en qué punto se detendría?; 2) ¿a favor de quiénes se haría?, ¿del decil más pobre, del quintil más pobre o de sectores más amplios?; 3) ¿cómo se la instrumentaría?; 4) ¿cuáles serían los costos en términos de incentivos, y de administración de la propia redistribución?; 4) ¿cómo se evitaría el incentivo para la subdeclaración de ingresos?; 5)¿qué resultados se obtendrían?; 6) ¿serían realmente deseables esos resultados?

 Dado que la permanente igualación de los ingresos suprimiría todo aliciente para la creación de riqueza, los redistribuidores más moderados se limitan a procurar menores niveles de desigualdad. ¿Cuál es entonces el nivel tolerable? En la mayor parte de los países, los principales contribuyentes del impuesto a las ganancias son las sociedades de capital. La fijación de alícuotas mayores alentaría la radicación de capitales en países con menores niveles de tributación, como de hecho está ocurriendo. Pero dejemos de lado por ahora esa dificultad, y nos concentremos en las personas físicas. Habitualmente, las de más elevados ingresos son las que tienen mayores posibilidades de salir del país y buscar otros con gobiernos más amigables. Imaginemos, sin embargo, que eso no ocurre, y que buenamente los más ricos aceptan mayor imposición (dentro de ciertos niveles, ya lo han hecho). ¿Dónde se detiene la redistribución? Muchas buenas almas que la propician piensan que a ellos no les tocaría, sino solamente a los más ricos (siempre definidos en niveles de ingresos superiores a los propios).
    
Gran parte de los entusiastas redistribuidores suponen que no estarán dentro del grupo de los "redistribuidos". Una política redistributiva –suponiendo que fuera deseable- no puede limitarse a un pequeño porcentaje de la población, como por ejemplo, el 5% de mayores ingresos (que en Estados Unidos obtiene el 22% del ingreso), pues aunque se los privara del 100 % de sus ingresos –dejando de lado la iniquidad de hacerlo, y que sus ingresos ya están recortados por los impuestos- sólo se lograría mejorar un 22 % del ingreso y por una sola vez a los restantes grupos, algunos de ellos de niveles comparativamente altos de rentas.

La política de redistribución debe, forzosamente, fijar un porcentaje de la población que "aportará" y otro que "recibirá". Mientras más grande sea el grupo de los receptores, mayor tendrá que ser también el de los aportantes. Para que tenga algún efecto –suponiendo que pueda tenerlo- los sujetos gravados tendrían que ser cada vez más numerosos, abarcando a buena parte de la clase media, dentro de la cual se encuentran casi todos los entusiastas ideológicos de la redistribución. Distribuir únicamente los ingresos de los millonarios no mejoraría significativamente el bienestar del resto.

4. Los ingresos no son el único indicador de bienestar

Aislando por ahora del análisis que un estado redistribuidor no puede ser federal; que requiere de un poder ejecutivo macrocefálico y de una justicia adicta que no ponga límites al poder fiscal; que la redistribución, si es generalizada, elimina las energías para producir y trabajar, y alienta la fuga de capitales y de personas, tampoco es justo. Un anciano con cáncer de altos ingresos y necesidades mayores, debería aportar a favor de jóvenes sanos de bajos ingresos, en una medida mucho mayor de lo que ya lo hace.

Contrariamente a lo que se afirma en forma errada, los sectores de altos ingresos y las empresas son los únicos que pagan sumas considerables de impuestos directos (a las ganancias, a los bienes personales, a la ganancia mínima presunta; impuestos inmobiliarios; los impuestos a los automotores y rodados más altos). Gravarlos con mayor intensidad requiere de un ejército de nuevos inspectores, mayores arbitrariedades y persecuciones del fisco. Aumentar el "gasto social" –si es empleado con eficiencia- puede (ni siquiera es seguro) reducir los niveles más extremos de pobreza o algunos de sus más lacerantes efectos, pero no hará a los pobres más ricos.

 5. La educación

La educación sí puede disminuir la pobreza, pero eso es algo diferente de la distribución del ingreso. La pobreza no es sólo un problema de bajos ingresos, sino de un reducido valor del "capital humano" (dicho sea esto sin ninguna connotación peyorativa). El problema de los más pobres no son sólo sus bajos ingresos, sino su escasa posibilidad de incrementarlos, porque su productividad es muy baja o nula.

Y la educación pública argentina tampoco aminora la marginalidad, puesto que, cualesquiera sean sus intenciones, no alienta la capacidad, ni el esfuerzo, ni la competencia, ni el mejoramiento, y por el contrario, en su afán de evitar la "expulsión" del sistema, fomenta las conductas destructivas y antisociales, al punto que en una generación, la clase media, que enviaba a sus párvulos a las escuelas públicas en una proporción significativa, ha huido de ellas, aterrada por la inseguridad, la politización, la pérdida de horas de clase y el permanente incentivo a la transgresión, la destrucción y el salvajismo.

6. La redistribución presupone un modelo constitucional de Estado altamente autoritario y no evitaría las injusticias, sino que provocaría otras
  
No es dudoso que los gobernantes deben procurar el bienestar general de la población, y es triste que en uno de los mayores productores de alimentos del mundo, haya casos de desnutrición que conmueven el corazón de una hiena. Pero eso no significa aceptar que los medios propiciados para superar la pobreza resulten adecuados al fin que buscan.  Los países progresan cuando hay seguridad jurídica, que permiten a la iniciativa privada el ahorro, la inversión, la acumulación de capitales, el desarrollo de emprendimientos novedosos y rentables, la incorporación de tecnologías y el mejoramiento de la educación. La redistribución, si se la toma en serio, mata todas esas iniciativas, y sus frutos son exiguos.

Argentina es, a nivel de normas, un país con pretensiones de socialdemócrata (más social que demócrata, y más demócrata que republicano, sin ser en definitiva ni social, ni demócrata ni republicano). Ya el Estado tiene enormes facultades, lo que en la práctica significa un poder ejecutivo fuerte, a despecho de las críticas verbales que se dirigen contra la acumulación y delegación de poderes. Pretender la redistribución en una medida mayor de lo mucho que intenta hacerlo el sistema impositivo, significaría un estado autoritario, si no totalitario, y opuesto a lo que resta de liberal de la Constitución de 1853. El gobierno nacional debería contar con otras fuentes de ingresos que las que prevé el art. 4 de la Constitución; la garantía de la propiedad (art. 17) quedaría hecha añicos; las políticas nacionales suponen ingresos nacionales, y privar aún más a las provincias de sus fuentes de recursos, que constitucionalmente les corresponden; el Poder Judicial debería convalidar más amplias delegaciones de poderes en el ejecutivo o en dependencias de éste, en violación de la letra y el espíritu del art. 76 de nuestra carta constitucional. Frente a tan altos objetivos, los reparos de orden jurídico serán presentados como cuestionamientos formalistas de abogados del establishment, de –para emplear las palabras del marxismo- "sicofantes de la burguesía". La lógica de las supuestamente ilimitadas potencialidades del Estado para hacer el bien, conduce a que todo lo que estorbe la consecución de esos fines sea primero mirado con disfavor, y luego demonizado. El paso siguiente, y mucho más cercano de lo que se cree, es la persecución de los disidentes.

El discurso totalitario –sea cual fuere su signo ideológico- siempre discurre por similares senderos: nuestros objetivos son tan elevados, que los medios deben ser proporcionados a su consecución; luego, están justificados, sean cuales fueren los obstáculos jurídicos o institucionales, porque fines tan altos justifican medios excepcionales; emprendido ese camino, no se pueden tolerar trabas a tan nobles propósitos, y el que discute los medios en realidad se opone a los fines; el derecho, como la economía, deben estar al servicio del hombre; luego…¡al demonio las garantías constitucionales, en particular la propiedad!

No todos los países siguen ese sendero, pero cuando la garantía de la propiedad y en general las salvaguardas y reglas constitucionales se subordinan a supuestas consideraciones de bien público, no se obtiene éste, pero se sacrifican a aquéllas, sumiéndose al país en el autoritarismo, la pobreza y la decadencia.

7. El dirigismo estatal no asegura una mejor distribución

Creer que una distribución más igualitaria del ingreso puede compensar la menor oferta de bienes y servicios, es una ilusión sin fundamento. Al margen de lo difícil que resulta cambiar esa distribución, tal enfoque adolece de deficiencias analíticas fundamentales:

* Las medidas intervencionistas pueden ser soportadas mejor por las empresas más grandes, que tienen un acceso más fluido al poder político, y disponen de mayores recursos para afrontar las pérdidas o, en casos extremos, abandonar el país. Lo probable es que afecten más acentuadamente a las empresas y actividades pequeñas o medianas, a los relativamente ricos pero no poderosos, y a los consumidores.

* En el largo plazo, el crecimiento de la economía no tiene límites, que sí existen en la distribución del ingreso. Una economía con un ingreso per capita de 500 dólares anuales, por igualitaria que sea, no podrá distribuir más que eso, y siempre será más pobre que otra desigual, con un ingreso per capita de 30.000 dólares anuales. Las distintas experiencias históricas muestran que la tendencia inevitable de los flujos migratorios, es que la gente emigre desde las economías dirigidas, hacia las más libres, aunque las primeras presenten una distribución más pareja del ingreso[3]. Antes de la revolución industrial y en la edad media, probablemente el ingreso se encontraba distribuido en una forma más igualitaria (o menos desigual). Los monarcas y la nobleza tenían poder y riqueza fundiaria, pero sus ingresos eran ínfimos comparados con los de los ricos actuales. Hasta el siglo XVIII la población no aumentó, porque la economía no permitía alimentar y vestir a una población creciente. Como en algunos países que muchos hoy admiran, la miseria estaba distribuida en forma más pareja. ¿Eso queremos para nuestra patria?

En Argentina, los ciclos de desborde del gasto público, emisión de moneda o acumulación de deuda, posteriores devaluaciones e hiperinflaciones con su consiguiente reducción, a la fuerza, del gasto estatal que se había incrementado, empobrecimiento y distribución más desigual del ingreso, son conocidos por todos. ¿Por qué seguir insistiendo en lo que ya ha fracasado?

Las contradicciones en los programas redistributivos

Como son pocas las voces que cuestionan la redistribución, cada propuesta destinada a "eliminar inequidades" no despierta objeciones. No sólo deben redistribuirse los ingresos por personas y por familias, sino por regiones y por provincias[4]. Pero el problema es que las políticas de redistribución regional del ingreso, en muchos casos suponen que los pobres de las regiones más ricas, subsidien a los ricos de las regiones pobres, pues las típicas herramientas "redistributivas" –crédito dirigido, modificaciones en la distribución de recursos impositivos, incentivos fiscales e inversión pública en las regiones postergadas- se suelen traducir en transferencias de recursos hacia industriales y empresarios que invierten en las zonas postergadas, y ven financiada total o parcialmente su inversión con dineros estatales, es decir, extraídas del resto de los contribuyentes.
Hace algún tiempo, leí en los medios de prensa la definición de un programa político:el énfasis en la industrialización y el mercado interno; la redistribución de los ingresos, y un fuerte "perfil" exportador basado en la colocación en los mercados externos de productos con valor agregado. Lo que no se preguntó es si estaban confundiendo fines con medios, y si los fines que propone son compatibles entre sí.

 La “industrialización” –en el sentido artificial que se le suele dar- requiere protección arancelaria, cambiaria o ambas; en cualquier caso, significa reducir los salarios reales y por ende el mercado interno. La redistribución de los ingresos, en ese marco, no podría lograrse, porque la protección cambiaria y arancelaria significa el subsidio del resto de la comunidad hacia industriales ricos o enriquecidos.

Pero supongamos que la redistribución de los ingresos fuera tan amplia y exitosa, que realmente se podaran ingresos de los sectores más pudientes en beneficio del resto. Dada la mayor propensión marginal al consumo de los sectores de más bajos ingresos, y la privación de una parte significativa de sus rentas a los sectores comparativamente más ricos, la demanda global se incrementaría, y a la vez la oferta local de bienes y servicios se reduciría.

Ese incremento de la demanda agregada tendería a generar déficit en la balanza comercial, si no fuera compensado por un aumento del ahorro público (es decir del superávit fiscal). Pero un estado redistribuidor, que procura aumentar el consumo, difícilmente restrinja el gasto público, y hemos supuesto que ya incrementó la tributación para obtener la ansiada redistribución. Una mayor demanda interna, no acompañada de un incremento en la oferta, y un gasto público más elevado provocan a la vez déficit comercial y déficit fiscal, que en el mediano plazo se resuelven en inflación y devaluación –reduciendo nuevamente, en valores reales, los salarios, los ingresos y la absorción interna- y pauperizando a los más pobres.



[1] Un 10% de 100 es 10, y un 10% de 10 es 1. Suponiendo una situación –bastante frecuente- en que las mejoras porcentuales sean parejas para ambos sectores, los partidarios de la redistribución harán notar que los "ricos" incrementaron su ingreso en 10, y los pobres, sólo en 1.
[2] Economía, decimosexta edición, 6ª edición en español, Mc Graw-Hill Interamericana de España, 1999, capítulo 19, páginas 349-350.)
[3] Ese fenómeno se da incluso entre países desarrollados: Francia está sufriendo el éxodo de sus profesionales y empresarios, hacia otros países con menores controles e impuestos.
[4] El art. 75, inciso 2 de la Constitución Nacional, al regular la coparticipación dispone que "será equitativa, solidaria y dará prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional". 


3 comentarios:

Agustín Eugenio Acuña dijo...

A ver si entendí y lo traduje bien:

No se debe dividir la torta de otra forma. Lo que se debe hacer es agrandar la torta.

¿Es correcto?

Agustín Eugenio Acuña dijo...

A ver si entendí y lo traduje bien:

No se debe dividir la torta de otra forma. Se debe agrandarla.

¿Estoy en lo correcto?

Julio Rougès dijo...

Es muy probable, aunque no seguro, que agrandar la torta conduzca más allá del corto plazo a una distribución más pareja de ella, y en cualquier caso, a un mayor bienestar general.
Los determinantes del aumento de los salarios reales son: el incremento del capital per cápita (pues hace comparativamente más escaso al trabajo) posibilitado por el ahorro y la inversión; el progreso tecnológico (no es necesario que la tecnología sea propia, basta con que la economía sea receptiva a su incorporación); el aumento del capital humano (educación); y un fortalecimiento del capital social (reglas colectivas de comportamiento honesto y de cumplimiento de las obligaciones legales, contractuales y morales) que hagan al país más atractivo para propios y extraños. Para todo lo anterior, es necesario crear un ambiente de seguridad jurídica y física que no ahuyente a las personas y a las inversiones.
En otro post lo desarrollaré con más amplitud