sábado, 26 de noviembre de 2016

LA REDISTRIBUCIÓN DEL INGRESO 26-11-2016


LA REDISTRIBUCIÓN DEL INGRESO

Este post es la reedición de uno anterior (que ya no veo en la red), corregido ligeramente, en las estadísticas y en la presentación. También he agregado algunos matices, que no desvirtúan la idea central: cifrar la mejoría de las condiciones de vida de la mayor parte de la población en la redistribución del ingreso es engañarse, habitualmente con buena fe pero escasa información. Pretendo que los destinatarios de estas líneas sean quienes tienen un pensamiento opuesto al mío, y que siguen lo que es una opinión inmeditada pero generalizada, aceptada por casi todas las corrientes políticas en Argentina: la redistribución de ingresos es una de esas frases que fácilmente coloca a su emisor en la vereda del "bien", y a sus impugnantes, en la del "mal". Quien ose controvertir ese erróneo consenso acerca de la pretendida necesidad de redistribuirlo como una vía para el mejoramiento del nivel económico de la mayoría de la población,  no puede ser sino un malvado indiferente a las penurias de los más pobres, sospechado de "neoliberal", lo que al parecer es peor aún que la maldad o la indiferencia, porque significa la suma incorrección política y el pecado social. Pese a que lo evidente es que el bienestar en los países más ricos no se debe fundamentalmente a una distribución más igualitaria del ingreso, sino a mayores ingresos, se sigue insistiendo en un esquema de "suma cero": la forma de mejorar a los pobres, sería quitar mucho a los comparativamente ricos.

No es que sea indiferente a las penurias de los más pobres. Todas las noches, al salir de mi oficina, siento un desgarro al ver a niños cartoneros, arrastrando precarios carritos cargados de desperdicios y material reciclable (su número ha aumentado en la "década ganada"). Pero el dolor no debe nublar nuestra capacidad de análisis, ni llevarnos a propugnar políticas que no resuelven los problemas, sino en todo caso calman la conciencia de quienes creen que las soluciones surgen mágicamente de una difusa preocupación, en que no se pone una cabeza fría al servicio de un corazón caliente.

Mi rechazo a la redistribución del ingreso como supuesta panacea obedece a la convicción de que no es un medio idóneo para la mejora permanente del nivel económico de la generalidad del pueblo, y que por el contrario, en el vano intento de hacerlo se sacrifican las garantías individuales y el derecho de propiedad, acentuándose, para colmo la pobreza que se quiere combatir.

Lo anterior no significa que las organizaciones privadas o el Estado se desentiendan de las situaciones de miseria y marginalidad extremas, o de los que, sin culpa, no pueden acceder a niveles mínimos de alimentación o salud. Pero discrepo con la redistribución generalizada de ingresos como solución para la pobreza.

La distribución del ingreso es desigual, pero expresar una realidad nada dice sobre la idoneidad de las medidas para modificarla. Si el termómetro indica que un paciente tiene fiebre, eso no significa que la medida adecuada para reducirla sea introducirlo en una cámara frigorífica. Más allá del corto plazo –en el que quitar a Juan para dar a Pedro alivia pasajeramente la situación de Pedro- la única solución para todos es el crecimiento de la economía. Este por lo general, es inicialmente desequilibrado, porque hay sectores, actividades o regiones de mayor productividad o cuyos bienes o servicios tienen más demanda, que crecen, y otros permanecen relativamente estancados. Cuando un país ofrece oportunidades, es altamente probable que atraiga inmigrantes –provenientes de países o zonas con menores ingresos medios- y esa afluencia de personas relativamente más pobres aumente la desigualdad en la distribución, sin que esa circunstancia sea repudiable desde el punto de vista ético o económico. Argentina en su época de vigoroso crecimiento fue un país de inmigración, y con seguridad más desigual que el territorio yermo y vacío que era en 1853. Pero, para quienes venían de países devastados por la miseria, las guerras o la persecución política, religiosa o racial (judíos que huían de los pogroms de la Rusia zarista, italianos y españoles que venían a "hacer la América", cuando sus respectivos países no les ofrecían posibilidades de progreso; sirios y libaneses con pasaportes turcos; armenios, franceses, galeses, irlandeses), era una tierra de promisión. Los inmigrantes no buscaban igualdad, sino oportunidades de progreso, y normalmente las personas, cuando la ideología, el odio y el resentimiento no desfigura su percepción, se alegran de sus mejoras individuales, de su familia y de sus allegados, aunque otros mejoren aún más.

En el extremo, una cárcel es probablemente el lugar donde el ingreso se distribuye en forma más pareja; las economías precapitalistas o socialistas son más igualitarias, pero en la miseria. Decididamente, la reducción de la desigualdad no mejora la situación de la mayoría de la población, si la economía como un todo no crece y si la sociedad no progresa. Salvo que se vea como virtud moral la igualación en la miseria –a costa de la supresión de libertades y de la propiedad- es evidente que igualar hacia abajo no mejora a los más pobres. Los socialismos que a lo largo del siglo 20 y en la primera década del siglo 21 han fracasado y continuarán fracasando, tienen probablemente una distribución más uniforme del ingreso (entre otras cosas, porque los realmente ricos, cuando el país les resulta inhabitable, procuran emigrar aun a costa de la pérdida de sus bienes locales o de sus ocupaciones).

La comparación entre el sudeste de Asia y África subsahariana es elocuente, pues hace pocas décadas eran similarmente pobres. Ni Corea del Sur, ni Singapur, ni Taiwán –ni recientemente China e India- han progresado económicamente en base a políticas en gran escala de redistribución, sino por el contrario, de acumulación. La pobreza se redujo, en un marco inequívocamente capitalista. No es que todo sea maravilloso en esos países. Particularmente China conserva los vicios del partido único –el partido comunista- así como el brutal cercenamiento de las libertades políticas y civiles, y ha cometido gravísimas violaciones a los derechos fundamentales de gran parte de sus habitantes. Pero aún con todas esas lacras, la situación económica y también las libertades no económicas de sus habitantes han mejorado respecto de la época del comunismo maoísta, que tanta admiración provocó en las décadas del 60 y 70 entre la juventud que ignoraba la dolorosa realidad que allí se vivía.

Según datos que obtuve del sitio web http://www.nationmaster.com/graph/eco_dis_of_fam_inc_gin_ind-distribution-family-income-gini-index, la desigualdad del ingreso –medida por el coeficiente de Gini- varía entre los distintos países, desde el más igualitario que según la tabla que allí puede consultarse sería Dinamarca (0,247), hasta el más desigual, que sería Namibia (0,707). El sitio ha actualizado y cambiado los guarismos, que pude rescatar de http://hdr.undp.org/sites/default/files/reports/265/hdr_2004_complete.pdf. Las diferencias de desigualdad de ingreso entre los países son de algo menos que tres veces (0,7007/0,247), muy inferiores a las diferencias en los valores absolutos del ingreso de aquéllos. En otras palabras, es mucho más lo que se puede hacer por el crecimiento, que por la igualdad.

El cuadro comparativo que reproduzco -suponiendo que las estadísticas sean fiables- evidencia que la mayor igualdad no es un indicador de prosperidad ni de bienestar. Uzbekistán (coeficiente de Gini 0,268) es más igualitario que Finlandia (0,269); en Albania –que no es un dechado de prosperidad, y cuyos pobres emigrantes se distribuyen por el resto de Europa- la renta se reparte o se repartía en forma más pareja que en Alemania (0,282 vs. 0,283). Ruanda (0,289) y Ucrania (0,290) presentan mayor igualdad en la distribución que Austria, esta última acompañada por Etiopía (0,3); Rumania y Mongolia (0,303) superan en igualdad a los Países Bajos (0,309). Bangladesh (0,318) y la India (0,325) son más parejos en ese aspecto que Francia (0,327), Canadá (0,331) y Suiza (0,331). Los yemenitas pueden sentirse felices, porque en su país el coeficiente de Gini (0,334) muestra una distribución más uniforme que Polonia (0,341); los habitantes de Egipto (0,344) deben estar muy contentos, pues gozan de mayor igualdad que España (0,347), Australia (0,352), Israel (0,355), Irlanda (0,359), Reino Unido (0,36), Italia (0,36) y Nueva Zelanda (0,36). Jordania (0,364), Nepal (0,367), Vietnam (0,37) y Laos (0,37) son países en los que impera mayor igualdad que en Jamaica (0,379), y ambos superan a Portugal (0,385) y a Estados Unidos (0,408). El lector de estas líneas que privilegie la igualdad por sobre otras consideraciones, puede optar por Uzbekistán, Albania, Ruanda, Etiopía, Rumania y Mongolia, Bangladesh y la India, en vez de emigrar a países más desiguales como Francia, Canadá, o Suiza (0,331). El menú contempla como variantes a Yemen o Egipto, sin duda preferibles a España, Australia, Israel, Irlanda, Reino Unido, Italia, Nueva Zelanda o Estados Unidos.

Las tendencias migratorias muestran, en cambio, que la igualdad atrae más desde el punto de vista ideológico que de las decisiones vitales. Llegado el momento de emigrar, la gente se guía por su ansia de progreso y libertad, no por el deseo de igualdad, y por algo las personas no hacen cola en las embajadas de los países socialistas.

La desigualdad es enfocada generalmente desde dos ángulos distintos: como causa autónoma de inmiseración –"mientras los ricos se hacen más ricos, los pobres son cada vez más pobres"- y como patología ética de una sociedad, con prescindencia del mejoramiento en las condiciones de vida. Inclusive los aumentos absolutos de la brecha –inevitables, pues a igualdad de incrementos porcentuales, los más ricos incrementan más su ingreso absoluto que los relativamente más pobres[1]- son presentados, equivocadamente, como signos de empeoramiento de la desigualdad. Se habla sin conocimiento de la redistribución del ingreso, como si fuera tarea fácil, y no afectara el ahorro, la inversión y los incentivos para el trabajo, la innovación y la creación de riquezas. Otras voces, más extremas, claman por la redistribución de los patrimonios (pues las diferencias de riqueza son más pronunciadas que las de ingresos, al no contabilizarse usualmente dentro de la riqueza el propio capital humano).
                       
El énfasis puesto en la redistribución de la riqueza –y no en su generación- desconoce u olvida que:

* La desigualdad no es una causa de aumento de la pobreza absoluta, y no es cierto que de la mayor riqueza de algunos derive la pobreza del resto.

* Los niveles de desigualdad dado un determinado nivel de ingresos no difieren tan marcadamente como los niveles de ingresos obtenibles mediante el crecimiento, siendo éstos en definitivo los que tienen mayor gravitación en la pobreza o en la riqueza.

* El crecimiento, a la vez, depende de los incentivos para ahorrar, invertir, trabajar, producir e innovar, todos los cuales se ven reducidos y hasta aplastados –según los alcances de la redistribución- por las políticas redistributivas.

* Las desigualdades de ingresos provienen de las desigualdades del capital humano y no humano. Redistribuir los altos ingresos de personas que viven de su trabajo, pero que han acumulado "capital humano" a través de su capacitación o condiciones naturales, a favor de otras personas, trabajadoras o no, de bajos ingresos reduce los incentivos para trabajar; y redistribuir los altos ingresos del capital provoca el éxodo de capitales, salvo en el corto plazo, para los activos físicos que no pueden ser sacados del país ni convertidos fácilmente en dinero. En el largo plazo, la desinversión se traducirá en un empeoramiento de las condiciones de vida de todo el mundo.

* Finalmente, aunque no es lo menos importante, la redistribución generalizada presupone un modelo constitucional de Estado altamente autoritario y no evitaría las injusticias, sino que provocaría otras.  

1. La desigualdad no es causa de la pobreza absoluta

Los países más pobres –casi todos los del África subsahariana, la mayor parte de los de Latinoamérica, o ciertas áreas de ellos- son los de de menor ingreso per cápita, y aunque comiencen a crecer, requerirán muchas décadas para alcanzar niveles de vida similares a los de los países o regiones de ingresos medios, para no hablar de los de altos ingresos. Dentro de nuestro país, el noroeste y el noreste tienen niveles de ingreso por persona o por familias –según la forma que se practique la medición- más cercanos a los del resto de América Latina, que las otras regiones de la Nación.

Supongamos que, en la situación actual, el ingreso promedio comenzara a crecer persistentemente, y los de ingresos superiores incrementaran sus ingresos más que los estratos inferiores. Evidentemente, mientras mejoren en términos absolutos los de niveles más bajos, aunque sea en proporciones inferiores a los sectores medios y de altos ingresos, no habría un empobrecimiento de aquéllos.

Esa situación se ha repetido a lo largo de la historia en muchos países. El crecimiento, por lo general, es inicialmente desequilibrado, porque hay sectores o regiones de mayor productividad o cuyos bienes o servicios tienen más demanda, que crecen, y otros permanecen relativamente estancados. Cuando un país ofrece oportunidades, es altamente probable que atraiga inmigrantes –provenientes de países o zonas con menores ingresos- y esa afluencia de personas relativamente más pobres aumente la desigualdad en la distribución, sin que esa circunstancia sea mala. ¿Qué ocurriría si los países desarrollados abrieran por completo sus fronteras hacia los flujos migratorios? Con seguridad, la afluencia masiva de inmigrantes tornaría más desparejas las rentas en los países receptores, lo que, visto desde la perspectiva de sus sectores sindicalizados o xenófobos, sería presentado como un mal, olvidando que simultáneamente se reduciría la desigualdad de los ingresos mundiales.            

2. La distribución del ingreso no es independiente de su generación

En términos generales, los ingresos constituyen la retribución de los factores de producción, y son remunerados conforme con su productividad marginal, es decir, lo que contribuyen a incrementar la producción total. Dejamos de lado el sector público, en que los ingresos se asignan en forma política o al menos conforme a criterios discrecionales.

El ingreso no es una bolsa común, de la que se "apropian" algunos individuos o sectores, sino la contrapartida de la producción y venta de bienes o servicios. Si los que producen ven reducida su retribución y cercenadas sus posibilidades de ahorrar, disminuirán y en el extremo eliminarán la oferta de sus bienes o servicios, empobreciéndose así la colectividad.

 Las propuestas redistributivas suponen que, en gran medida, los ingresos más altos son rentas de factores específicos, que no tienen la alternativa de reducir su oferta; en otras palabras, que su oferta es inelástica. Eso es un craso error: pocos se resignan a ver reducidos sus ingresos y mantienen inalterables sus actitudes económicas. Los que puedan, venderán sus activos fijos y sacarán sus capitales del circuito económico. Los más grandes, poderosos y ricos, y aquellos cuyo capital humano –conocimientos, capacitación, laboriosidad, juventud,  inventiva o aptitud empresaria- sea demandado en otros países del mundo, emigrarán sus capitales o sus personas.

Otros no abandonarán su patria, pero se reducirá el ahorro, pues la redistribución supone privar de una parte considerable de sus ingresos a los sectores con mayor propensión al ahorro y a la inversión, entregárselos al Estado, que luego de sacar una jugosa tajada para su burocracia –conformada por individuos y familias que consumirán probablemente más que los expoliados, dado que sus ingresos son más seguros- distribuirá una parte de lo sacado a los sectores de mayores ingresos, y probablemente mayor productividad y mayores ahorros, entre personas de menores ingresos y mayor propensión marginal al consumo. Esos menores niveles de ahorro y de productividad se traducirán en menor inversión –es decir, menor creación neta de capital- y como tendencia general, en menores salarios.

La redistribución, si se realiza en gran escala, provoca éxodo de capitales. Esa salida aumenta el tipo de cambio real, que depende de la relación entre los precios de los bienes comercializables internacionalmente –que tienden a ser similares en todo el mundo- y los no comercializables internacionalmente, fundamentalmente los servicios que no tienen mercado fuera del país, entre ellos, los servicios productivos brindados por el trabajo. En otras palabras, la emigración de capitales reduce los salarios reales y los ingresos de quienes no producen para la exportación, o no tienen la posibilidad de ofrecer sus bienes y servicios en el exterior (la mayoría de la población).

Si no se entiende que las economías en las que los asalariados tienen mayores retribuciones son las que cuentan con mayor dotación de capital per capita y tecnología más avanzada, no se conoce nada del funcionamiento de los sistemas económicos. Ese desconocimiento produce trágicos errores y pobreza generalizada, aunque con las mejores intenciones se procuren los fines más elevados.

2. Los niveles de desigualdad dado un determinado nivel de ingreso promedio per capita no difieren tanto como los niveles de ingreso obtenibles mediante el crecimiento

A Vilfredo Pareto, economista y sociólogo del siglo XX (1848-1923), le llamó la atención que las desigualdades en la distribución del ingreso no diferían marcadamente en los distintos países, y concluyó que existía una tendencia a la constancia a lo largo del tiempo. Basándose en estadísticas –en esa época, no muy fiables- de distintos países, postuló la inoperancia de las políticas redistributivas, pues opinaba que ocasionan fuerzas que restauran la distribución primaria.

El Estado puede en alguna medida atenuar las desigualdades, pero el éxito posible de la actuación estatal es mucho más limitado de lo que se cree, porque la desigualdad responde no sólo a diferencias heredadas de patrimonio ni a disparidades actuales de ingresos, sino a distinciones individuales de educación, de capacitación, de aptitudes, de espíritu emprendedor y empresario, y también de suerte. Aunque se igualen provisoriamente los resultados emergentes de esas disimilitudes, las causas subyacentes de ellas subsistirán, y con el transcurso del tiempo se tenderá a regresar a situaciones de desigualdad.
Un análisis de los niveles de ingreso per capita de los distintos países del orbe, y su comparación con la desigualdad, patentiza que son mucho mayores las diferencias de los primeros que la segunda. Los países desarrollados son entre treinta y cuarenta veces más ricos que los países más pobres –y sus desigualdades se deben a la cantidad  significativa de personas muy ricas y a la afluencia de inmigrantes pobres- pero no hay países que sean cuarenta veces más igualitarios.

Según Samuelson-Nordhauss[2], en 1995 el 5% de los hogares estadounidenses de renta superior recibía el 21% de la renta total; el quintil superior –es decir, el 20% más rico- captaba el 48,7% de la renta total. La distribución de la renta no era muy diferente de la de Gran Bretaña y Suecia (obra citada, pág. 350), y la distribución de la riqueza –es decir, no de los ingresos, sino de los patrimonios- era menos desigual en Estados Unidos que en Gran Bretaña. Recientes estadísticas (fuente www.census.gov) arrojan resultados similares: en 2006, el 5% de ingresos superiores obtuvo el 22,3% de la renta; correspondió al quintil superior el 50,5%. Esos guarismos están referidos al ingreso disponible, es decir, ya deducidos los impuestos directos e indirectos, y los subsidios a los sectores más pobres se suman a aquél.

3. Dificultades de definición e instrumentación

Suponiendo que, a partir de una situación de desigualdad, se considerara un objetivo indiscutible la redistribución (así suele ser planteado), surgen muchos interrogantes que no se suelen formular los redistribuidores: 1) ¿en qué punto se detendría?; 2) ¿a favor de quiénes se haría?, ¿del decil más pobre, del quintil más pobre o de sectores más amplios?; 3) ¿cómo se la instrumentaría?; 4) ¿cuáles serían los costos en términos de incentivos, y de administración de la propia redistribución?; 4) ¿cómo se evitaría el incentivo para la subdeclaración de ingresos?; 5)¿qué resultados se obtendrían?; 6) ¿serían realmente deseables esos resultados?

 Dado que la permanente igualación de los ingresos suprimiría todo aliciente para la creación de riqueza, los redistribuidores más moderados se limitan a procurar menores niveles de desigualdad. ¿Cuál es entonces el nivel tolerable? En la mayor parte de los países, los principales contribuyentes del impuesto a las ganancias son las sociedades de capital. La fijación de alícuotas mayores alentaría la radicación de capitales en países con menores niveles de tributación, como de hecho está ocurriendo. Pero dejemos de lado por ahora esa dificultad, y nos concentremos en las personas físicas. Habitualmente, las de más elevados ingresos son las que tienen mayores posibilidades de salir del país y buscar otros con gobiernos más amigables. Imaginemos, sin embargo, que eso no ocurre, y que buenamente los más ricos aceptan mayor imposición (dentro de ciertos niveles, ya lo han hecho). ¿Dónde se detiene la redistribución? Muchas buenas almas que la propician piensan que a ellos no les tocaría, sino solamente a los más ricos (siempre definidos en niveles de ingresos superiores a los propios).
    
Gran parte de los entusiastas redistribuidores suponen que no estarán dentro del grupo de los "redistribuidos". Una política redistributiva –suponiendo que fuera deseable- no puede limitarse a un pequeño porcentaje de la población, como por ejemplo, el 5% de mayores ingresos (que en Estados Unidos obtiene el 22% del ingreso), pues aunque se los privara del 100 % de sus ingresos –dejando de lado la iniquidad de hacerlo, y que sus ingresos ya están recortados por los impuestos- sólo se lograría mejorar un 22 % del ingreso y por una sola vez a los restantes grupos, algunos de ellos de niveles comparativamente altos de rentas.

La política de redistribución debe, forzosamente, fijar un porcentaje de la población que "aportará" y otro que "recibirá". Mientras más grande sea el grupo de los receptores, mayor tendrá que ser también el de los aportantes. Para que tenga algún efecto –suponiendo que pueda tenerlo- los sujetos gravados tendrían que ser cada vez más numerosos, abarcando a buena parte de la clase media, dentro de la cual se encuentran casi todos los entusiastas ideológicos de la redistribución. Distribuir únicamente los ingresos de los millonarios no mejoraría significativamente el bienestar del resto.

4. Los ingresos no son el único indicador de bienestar

Aislando por ahora del análisis que un estado redistribuidor no puede ser federal; que requiere de un poder ejecutivo macrocefálico y de una justicia adicta que no ponga límites al poder fiscal; que la redistribución, si es generalizada, elimina las energías para producir y trabajar, y alienta la fuga de capitales y de personas, tampoco es justo. Un anciano con cáncer de altos ingresos y necesidades mayores, debería aportar a favor de jóvenes sanos de bajos ingresos, en una medida mucho mayor de lo que ya lo hace.

Contrariamente a lo que se afirma en forma errada, los sectores de altos ingresos y las empresas son los únicos que pagan sumas considerables de impuestos directos (a las ganancias, a los bienes personales, a la ganancia mínima presunta; impuestos inmobiliarios; los impuestos a los automotores y rodados más altos). Gravarlos con mayor intensidad requiere de un ejército de nuevos inspectores, mayores arbitrariedades y persecuciones del fisco. Aumentar el "gasto social" –si es empleado con eficiencia- puede (ni siquiera es seguro) reducir los niveles más extremos de pobreza o algunos de sus más lacerantes efectos, pero no hará a los pobres más ricos.

 5. La educación

La educación sí puede disminuir la pobreza, pero eso es algo diferente de la distribución del ingreso. La pobreza no es sólo un problema de bajos ingresos, sino de un reducido valor del "capital humano" (dicho sea esto sin ninguna connotación peyorativa). El problema de los más pobres no son sólo sus bajos ingresos, sino su escasa posibilidad de incrementarlos, porque su productividad es muy baja o nula.

Y la educación pública argentina tampoco aminora la marginalidad, puesto que, cualesquiera sean sus intenciones, no alienta la capacidad, ni el esfuerzo, ni la competencia, ni el mejoramiento, y por el contrario, en su afán de evitar la "expulsión" del sistema, fomenta las conductas destructivas y antisociales, al punto que en una generación, la clase media, que enviaba a sus párvulos a las escuelas públicas en una proporción significativa, ha huido de ellas, aterrada por la inseguridad, la politización, la pérdida de horas de clase y el permanente incentivo a la transgresión, la destrucción y el salvajismo.

6. La redistribución presupone un modelo constitucional de Estado altamente autoritario y no evitaría las injusticias, sino que provocaría otras
  
No es dudoso que los gobernantes deben procurar el bienestar general de la población, y es triste que en uno de los mayores productores de alimentos del mundo, haya casos de desnutrición que conmueven el corazón de una hiena. Pero eso no significa aceptar que los medios propiciados para superar la pobreza resulten adecuados al fin que buscan.  Los países progresan cuando hay seguridad jurídica, que permiten a la iniciativa privada el ahorro, la inversión, la acumulación de capitales, el desarrollo de emprendimientos novedosos y rentables, la incorporación de tecnologías y el mejoramiento de la educación. La redistribución, si se la toma en serio, mata todas esas iniciativas, y sus frutos son exiguos.

Argentina es, a nivel de normas, un país con pretensiones de socialdemócrata (más social que demócrata, y más demócrata que republicano, sin ser en definitiva ni social, ni demócrata ni republicano). Ya el Estado tiene enormes facultades, lo que en la práctica significa un poder ejecutivo fuerte, a despecho de las críticas verbales que se dirigen contra la acumulación y delegación de poderes. Pretender la redistribución en una medida mayor de lo mucho que intenta hacerlo el sistema impositivo, significaría un estado autoritario, si no totalitario, y opuesto a lo que resta de liberal de la Constitución de 1853. El gobierno nacional debería contar con otras fuentes de ingresos que las que prevé el art. 4 de la Constitución; la garantía de la propiedad (art. 17) quedaría hecha añicos; las políticas nacionales suponen ingresos nacionales, y privar aún más a las provincias de sus fuentes de recursos, que constitucionalmente les corresponden; el Poder Judicial debería convalidar más amplias delegaciones de poderes en el ejecutivo o en dependencias de éste, en violación de la letra y el espíritu del art. 76 de nuestra carta constitucional. Frente a tan altos objetivos, los reparos de orden jurídico serán presentados como cuestionamientos formalistas de abogados del establishment, de –para emplear las palabras del marxismo- "sicofantes de la burguesía". La lógica de las supuestamente ilimitadas potencialidades del Estado para hacer el bien, conduce a que todo lo que estorbe la consecución de esos fines sea primero mirado con disfavor, y luego demonizado. El paso siguiente, y mucho más cercano de lo que se cree, es la persecución de los disidentes.

El discurso totalitario –sea cual fuere su signo ideológico- siempre discurre por similares senderos: nuestros objetivos son tan elevados, que los medios deben ser proporcionados a su consecución; luego, están justificados, sean cuales fueren los obstáculos jurídicos o institucionales, porque fines tan altos justifican medios excepcionales; emprendido ese camino, no se pueden tolerar trabas a tan nobles propósitos, y el que discute los medios en realidad se opone a los fines; el derecho, como la economía, deben estar al servicio del hombre; luego…¡al demonio las garantías constitucionales, en particular la propiedad!

No todos los países siguen ese sendero, pero cuando la garantía de la propiedad y en general las salvaguardas y reglas constitucionales se subordinan a supuestas consideraciones de bien público, no se obtiene éste, pero se sacrifican a aquéllas, sumiéndose al país en el autoritarismo, la pobreza y la decadencia.

7. El dirigismo estatal no asegura una mejor distribución

Creer que una distribución más igualitaria del ingreso puede compensar la menor oferta de bienes y servicios, es una ilusión sin fundamento. Al margen de lo difícil que resulta cambiar esa distribución, tal enfoque adolece de deficiencias analíticas fundamentales:

* Las medidas intervencionistas pueden ser soportadas mejor por las empresas más grandes, que tienen un acceso más fluido al poder político, y disponen de mayores recursos para afrontar las pérdidas o, en casos extremos, abandonar el país. Lo probable es que afecten más acentuadamente a las empresas y actividades pequeñas o medianas, a los relativamente ricos pero no poderosos, y a los consumidores.

* En el largo plazo, el crecimiento de la economía no tiene límites, que sí existen en la distribución del ingreso. Una economía con un ingreso per capita de 500 dólares anuales, por igualitaria que sea, no podrá distribuir más que eso, y siempre será más pobre que otra desigual, con un ingreso per capita de 30.000 dólares anuales. Las distintas experiencias históricas muestran que la tendencia inevitable de los flujos migratorios, es que la gente emigre desde las economías dirigidas, hacia las más libres, aunque las primeras presenten una distribución más pareja del ingreso[3]. Antes de la revolución industrial y en la edad media, probablemente el ingreso se encontraba distribuido en una forma más igualitaria (o menos desigual). Los monarcas y la nobleza tenían poder y riqueza fundiaria, pero sus ingresos eran ínfimos comparados con los de los ricos actuales. Hasta el siglo XVIII la población no aumentó, porque la economía no permitía alimentar y vestir a una población creciente. Como en algunos países que muchos hoy admiran, la miseria estaba distribuida en forma más pareja. ¿Eso queremos para nuestra patria?

En Argentina, los ciclos de desborde del gasto público, emisión de moneda o acumulación de deuda, posteriores devaluaciones e hiperinflaciones con su consiguiente reducción, a la fuerza, del gasto estatal que se había incrementado, empobrecimiento y distribución más desigual del ingreso, son conocidos por todos. ¿Por qué seguir insistiendo en lo que ya ha fracasado?

Las contradicciones en los programas redistributivos

Como son pocas las voces que cuestionan la redistribución, cada propuesta destinada a "eliminar inequidades" no despierta objeciones. No sólo deben redistribuirse los ingresos por personas y por familias, sino por regiones y por provincias[4]. Pero el problema es que las políticas de redistribución regional del ingreso, en muchos casos suponen que los pobres de las regiones más ricas, subsidien a los ricos de las regiones pobres, pues las típicas herramientas "redistributivas" –crédito dirigido, modificaciones en la distribución de recursos impositivos, incentivos fiscales e inversión pública en las regiones postergadas- se suelen traducir en transferencias de recursos hacia industriales y empresarios que invierten en las zonas postergadas, y ven financiada total o parcialmente su inversión con dineros estatales, es decir, extraídas del resto de los contribuyentes.
Hace algún tiempo, leí en los medios de prensa la definición de un programa político:el énfasis en la industrialización y el mercado interno; la redistribución de los ingresos, y un fuerte "perfil" exportador basado en la colocación en los mercados externos de productos con valor agregado. Lo que no se preguntó es si estaban confundiendo fines con medios, y si los fines que propone son compatibles entre sí.

 La “industrialización” –en el sentido artificial que se le suele dar- requiere protección arancelaria, cambiaria o ambas; en cualquier caso, significa reducir los salarios reales y por ende el mercado interno. La redistribución de los ingresos, en ese marco, no podría lograrse, porque la protección cambiaria y arancelaria significa el subsidio del resto de la comunidad hacia industriales ricos o enriquecidos.

Pero supongamos que la redistribución de los ingresos fuera tan amplia y exitosa, que realmente se podaran ingresos de los sectores más pudientes en beneficio del resto. Dada la mayor propensión marginal al consumo de los sectores de más bajos ingresos, y la privación de una parte significativa de sus rentas a los sectores comparativamente más ricos, la demanda global se incrementaría, y a la vez la oferta local de bienes y servicios se reduciría.

Ese incremento de la demanda agregada tendería a generar déficit en la balanza comercial, si no fuera compensado por un aumento del ahorro público (es decir del superávit fiscal). Pero un estado redistribuidor, que procura aumentar el consumo, difícilmente restrinja el gasto público, y hemos supuesto que ya incrementó la tributación para obtener la ansiada redistribución. Una mayor demanda interna, no acompañada de un incremento en la oferta, y un gasto público más elevado provocan a la vez déficit comercial y déficit fiscal, que en el mediano plazo se resuelven en inflación y devaluación –reduciendo nuevamente, en valores reales, los salarios, los ingresos y la absorción interna- y pauperizando a los más pobres.


[1] Un 10% de 100 es 10, y un 10% de 10 es 1. Suponiendo una situación –bastante frecuente- en que las mejoras porcentuales sean parejas para ambos sectores, los partidarios de la redistribución harán notar que los "ricos" incrementaron su ingreso en 10, y los pobres, sólo en 1.
[2] Economía, decimosexta edición, 6ª edición en español, Mc Graw-Hill Interamericana de España, 1999, capítulo 19, páginas 349-350.)
[3] Ese fenómeno se da incluso entre países desarrollados: Francia está sufriendo el éxodo de sus profesionales y empresarios, hacia otros países con menores controles e impuestos.
[4] El art. 75, inciso 2 de la Constitución Nacional, al regular la coparticipación dispone que "será equitativa, solidaria y dará prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional". 


sábado, 16 de mayo de 2015

REFLEXIONES SOBRE EL MERCADO Y EL PODER

                        El mercado como asignador eficiente de recursos
                        Introducción
                        Recientemente, conversando con un apreciado colega, nos enzarzamos en una polémica verbal que –como ocurre casi invariablemente- no conduce a ningún resultado, porque las discusiones, por amables que sean, apuntan a destruir los argumentación opuesta, o porque no existe tiempo para elaborar una demostración y el ocasional contendor a la vez quiere que sus razones sea oídas, o porque en nuestra patria se ha erigido en virtud la intolerancia, santificada con el nombre de  “militancia”. Por lo que fuere, es casi imposible el debate o incluso el abordaje en soledad, de los problemas económicos y sociales, ya que se tiende a creer, aun entre personas cultas, que el desvelo por los fines permite obviar la preocupación por los medios, y que el estudio serio de los mecanismos de la economía es una muestra de materialismo, de rusticidad espiritual, o de indiferencia por los necesitados, cuya suerte al parecer se puede mejorar con buenas intenciones y discursos.
                        La materia del debate era la economía de mercado, y más concretamente, el mercado. El colega –una persona culta e inteligente, pero que amablemente rechaza toda lectura de lo que a priori considera repudiable, y toda palabra en defensa de la economía liberal- no me dio ninguna oportunidad de exponer mi postura, cuyos alcances hasta el presente no conoce. Ya que no pudo o no quiso escucharme, espero de mi amigo que lea estas líneas.
                        II. Los equilibrios del mercado
                        Rara vez se reflexiona sobre los delicados equilibrios que requiere la provisión de bienes y servicios a la población. ¿Cómo es que las mercaderías, producidas en otro país o en regiones alejadas del propio país, elaboradas por terceros que quizás no conocen el mercado consumidor, llegan a todas partes, sin que en general existan problemas de escasez o excedentes no deseados?¿Quién decide las combinaciones entre los factores de producción? ¿No sería necesaria una autoridad planificadora, que decida qué se ha de producir, cuánto se debe producir, cómo producir y entre quiénes se debe distribuir, a nivel personal, geográfico y funcional?
                        Desde el marxismo hasta el corporativismo, gran parte de las corrientes políticas y de opinión consideran que la economía debe ser planificada centralmente, o al menos dirigida políticamente arbitrando entre distintos sectores. Los fracasos del dirigismo estatal –con o sin planificación central- pese a ser invariables, son poco conocidos y por eso, las enseñanzas de la historia y de la ciencia económica se hunden en un mar de ignorancia. Los ignaros de la economía abundan, lamentablemente, entre personas que en otros aspectos exhiben una pulida cultura literaria o aun filosófica.
                        El intento de planificar la economía o simplemente de dirigirla sin planificación central conduce a dificultades insolubles. Para tomar un ejemplo sencillo, el equilibrio entre las cantidades ofrecidas y demandadas de pan y de trigo, dependen de la cantidad ofrecida de trigo; de los distintos precios del trigo, que determinan distintas cantidades ofrecidas; de las cantidades demandadas de trigo, que dependen a la vez de los diversos precios de este bien y de los precios de los bienes sustitutos; de la oferta y demanda de pan –que es demandante del trigo como insumo- y de la oferta y demanda de productos complementarios o sustitutos tanto del producto final (pan), como de los insumos (puede elaborarse pan de cebada, de centeno, y muchas otras variedades). La oferta, a la vez depende de los precios del trigo, de la harina y del propio pan; de los precios de la mano de obra y otros recursos productivos. La demanda, de los ingresos de los consumidores, de los precios de los bienes sustitutos y los bienes complementarios. Los bienes y servicios de la economía se cuentan por millones, y tanto la oferta como la demanda de todos ellos dependen de los precios de los restantes. En algunos –bienes sustitutos o complementarios- la influencia es considerable; en otros, resulta más débil, pero siempre que se destinan más recursos para la producción de un bien, o más dinero para el consumo de éste, se disminuye en alguna medida, aunque sea pequeña, la producción y el consumo de otros.
                        La complejidad de los problemas que puede acarrear la pretensión de planificar globalmente la economía no es ni siquiera abordada como problema en las casas de estudios superiores, particularmente, en las facultades de derecho, semillero de varias generaciones de políticos y dirigentes. Una significativa proporción de lo que allí se estudia, y de lo que forma parte de la sabiduría jurídica convencional, tiene, aunque no lo reconozca y quizás no se lo advierta, inspiración en las teorías marxistas o en el corporativismo, en una forma vulgarizada: el trabajador sería hiperexplotado, de no ser por la intervención estatal y la acción sindical (que sólo ponen límites a la explotación, pero no la impiden); los consumidores son engañados sistemáticamente, o carecen de capacidad de negociación frente a los monopolios u oligopolios, razón por la cual el Estado debe intervenir a favor de los sectores más débiles; el comercio internacional es una fuente de ventajas a favor del "centro", y de desventajas para la "periferia", a través del intercambio desigual. Para compensar esas asimetrías de poder económico, no debemos tener un "estado ausente" (como si en alguna de las últimas décadas eso hubiera ocurrido).
                        Las teorías conspirativas, que gozan de tanto predicamento en la opinión pública de nuestro país son radicalmente falsas. La explicación de la decadencia argentina y del notorio progreso de otros pueblos es una sola: los países que se desarrollaron no pretendieron sustituir masivamente al mercado por los criterios de los funcionarios; no ahogaron la iniciativa privada con regulaciones asfixiantes; mantuvieron los impuestos en niveles razonables; respetaron las inversiones extranjeras y nacionales, y el derecho de propiedad contra los atentados provenientes del poder público y de los propios particulares.
                        Pocos se preguntan qué ocurre en un país o comunidad en que no funciona para nada el sistema de precios. La historia ha demostrado que, en los casos en que así ocurre, se produce el caos económico; igualmente, ha evidenciado que las economías de mercado son las más dinámicas, las más eficientes y las más compatibles con las libertades no económicas.
                        III. Cómo funciona el sistema de precios, y qué ocurre cuando se perturba su funcionamiento
                        El lector de estos párrafos que simpatice con el socialismo o con lo que en forma más imprecisa y amplia se llama "progresismo" es probable que dé por sentado que el sistema económico capitalista funciona desastrosamente, y eso es por el perverso "neoliberalismo". Si tan desastroso y malvado sistema es el causante de nuestras desdichas, la solución debería ser abandonarlo. Si la libertad de precios y de mercados es la libertad del zorro en el gallinero, ¿qué esperan los políticos esclarecidos para ser los liberadores de las gallinas?
                        La historia es testigo de los invariables fracasos de quienes quisieron abolir el mercado; sobre ese tópico me explayaré luego. Por ahora, pido a los cuestionadores que tengan la paciencia de seguir estas líneas sin demasiados preconceptos, o admitiendo la posibilidad de cambiar sus ideas ante la demostración de que son equivocadas.
                        IV. La escasez
                        La realidad omnipresente en la economía –monetaria o no monetaria- es la escasez de recursos frente a necesidades y deseos ilimitados. Sin escasez, no existiría la economía ni la necesidad de economizar. Los bienes libres –el aire, y hasta hace poco el agua- son tan abundantes, que no tienen precio. Tampoco el sistema jurídico ha considerado necesario ni conveniente asignar derechos de propiedad sobre el aire. Pero los bienes económicos tienen un precio. ¿Por qué? ¿es justo, es lógico, o es únicamente una categoría contingente, histórica, derivada de un sistema económico determinado?
                        Desarrollaré en los párrafos siguientes la demostración de que la libertad de precios no solamente es eficiente, sino necesaria para el funcionamiento de la economía.
                        La escasez de recursos productivos determina que todo aumento de producción de determinados bienes o servicios, suponga el sacrificio de la producción de otros bienes o servicios; y que, dado un presupuesto –de los productores y consumidores- todo incremento en el consumo de ciertos artículos o en la producción de determinados bienes implique una reducción en el consumo o producción de otros.
                        El tiempo es otro recurso limitado: el día tiene 24 horas, y el año 365 días; de modo que dedicar tiempo de trabajo a determinada tarea, envuelve necesariamente disponer de menos tiempo para otras, o para el ocio.
                        El ocio viene a ser, así, un bien. No sólo lo saben los filósofos, sino todos nosotros cuando pagamos por nuestras vacaciones. La industria del turismo y su considerable expansión en las últimas décadas, tienen por fundamento último que la gente valora cada vez más el descanso y el esparcimiento, los precios de los viajes y del alojamiento se han reducido, y los ingresos reales de gran parte de la humanidad se han incrementado.
                        La escasez del tiempo y de los recursos se traduce en que la contemplación y la especulación metafísica, son un lujo de quienes disponen del tiempo o de los recursos económicos para hacerlo. "Primum vivere, deide filosofare" es una máxima que refleja esa inexorable realidad.
                        Pues bien, ante la omnipresente escasez, ¿cómo funciona el sistema de precios?
                        La escasez de un bien –escasez frente a los deseos de quienes tienen el dinero para demandarlo, de una oferta que inicialmente no ha cambiado-  se traduce, caeteris paribus[1], en que inicialmente no alcanzan los bienes existentes, para satisfacer la demanda monetaria de quienes están dispuestos a pagar por ellos. Los productores aumentarán los precios, hasta "limpiar" el mercado: los precios aumentarán todo lo que sea necesario, para que todos aquéllos que dispongan del dinero para comprar ese bien escaso, puedan hacerlo, siempre que paguen los precios que se piden por él. En la primera etapa, la oferta de los bienes es "rígida" o inelástica"[2]. Pero refrenemos nuestra indignación, y la sustituyamos provisoriamente por el análisis causal.
                        Los precios altos son una señal de la escasez, como el termómetro lo es de la fiebre. ¿Cómo reaccionan los empresarios y productores?
                        Los precios altos permiten obtener inicialmente beneficios extraordinarios –es decir, que exceden de un beneficio ordinario o normal, que está dado por la retribución del trabajo personal del propio empresario- y más allá de lo inmediato, aumentará la producción del bien que se ha tornado comparativamente más caro, por dos razones:
                        * Los que ya estaban produciendo el bien, aumentarán la oferta de éste, destinando recursos (mano de obra, materias primas, tierras, bienes de capital que no sean específicos) que estaban dirigidos a elaborar otros bienes. Como los rendimientos son finalmente decrecientes, los costos se irán incrementando, pero el aumento de precios justifica el incremento de producción.
                        * Además, otros empresarios encontrarán beneficioso ingresar en la actividad que se ha tornado más rentable.
                        De esta forma, la cantidad ofertada de la industria o sector aumentará, hasta que los beneficios en ese sector se igualen con los de otros sectores. Los precios altos provocados por la escasez, tienden a reducirla.
                        Cuando un bien abunda, tiende a bajar su precio, y se produce el fenómeno inverso: algunos empresarios abandonan la actividad, y el proceso continuará hasta que los beneficios de ese sector sean normales.  Por cierto que una tendencia no impide que, en un momento dado, las tasas de beneficios de las distintas actividades sean distintas. Justamente el empresario realiza beneficios buscando y encontrando nuevas actividades más beneficiosas, o reduciendo costos, o incrementando la demanda de lo que produce[3].
                        La economía es la ciencia de la escasez, y la escasez es una realidad inexorable a la que no podemos sustraernos, con o sin ciencia. Los recursos son escasos frente a las necesidades y deseos de la gente.
                        Los recursos humanos y no humanos, el propio tiempo, todo lo que contribuye a la producción de bienes materiales e inmateriales, son limitados: si quiero escribir un libro, debo sacrificar mi tiempo al ejercicio de la profesión, a la familia, al sueño, a los deportes o a la recreación; Robinson Crusoe en la isla desierta, debe optar entre dedicar sus horas a la caza, a la pesca, o a la fabricación de implementos para las dos primeras. Todo incremento de la producción de uno o varios bienes supone, salvo que existan recursos desempleados y aptos, la reducción de la producción de otros. El sacrificio de la producción de un bien, para aumentar la producción de otro es el costo alternativo.
                        Los textos de economía grafican el problema económico con las llamadas curvas de transformación o de posibilidades de producción o fronteras de sustitución[4], que muestran, sobre ejes de abscisas y ordenadas, las posibilidades de producción de una economía determinada –puede ser nacional, local, empresaria o personal- sobre la base de un modelo con dos bienes[5]:
                        Conforme la economía va creciendo, la curva de transformación se expande hacia arriba y hacia la derecha, pero siempre existen límites a las posibilidades de producción, y en todos los casos, aumentar la producción de ciertos bienes comporta el sacrificio de la producción de otros.
                        Las demandas de los distintos bienes y servicios son variadas y cambiantes, pues los gustos, los deseos y las necesidades son distintos. El sistema económico deberá asignar una cantidad limitada de bienes y servicios, producida con una cantidad igualmente finita de recursos, a distintos demandantes
                        ¿Cómo lo hace el sistema de mercado?
                        Por lo pronto, la mayor escasez relativa de algunos bienes –por su escasa oferta, o por su fuerte demanda- hace que su precio sea comparativamente elevado. Ese precio alto provoca una serie de efectos:
                        * La cantidad demandada tiende a ser menor, si las demás circunstancias se mantienen idénticas, mientras mayor sea su precio[6].
                        * Inversamente, las cantidades ofertadas tienden a ser mayores, con los mayores precios.
                        * Los recursos que estaban destinados a otras producciones, parcialmente se trasladan a la producción del bien que se ha tornado más rentable.
                        * Otros recursos que estaban sin emplear, se tornan empleables, con el precio superior. Las reservas de petróleo y de gas, que en la década del 70 se consideraban invariables y decrecientes, aumentaron con la suba del precio del petróleo, pues los mayores precios alentaron la perforación a profundidades superiores, las exploraciones en el mar, y la introducción de mejoras tecnológicas.
                        * Los mayores precios del bien que se ha vuelto comparativamente caro, así como desalientan el consumo de éste, alientan la demanda –y con ella la producción- de bienes sustitutos.
                        * Igualmente, el mayor costo relativo del bien encarecido fomenta el desarrollo de tecnologías que ahorren o lisa y llanamente sustituyan su uso.
                        Un ejemplo histórico –ciertamente no el único- es el del petróleo: las tecnologías ahorradoras de petróleo tuvieron un fuerte aliciente a partir del aumento del precio del crudo, en el año 1973. Inicialmente, el precio se duplicó y luego se cuadruplicó, lo que significó un incremento del precio de los combustibles, y además en los costos de producción de numerosos bienes derivados del petróleo, como lo son los plásticos. Mucho antes de que se hayan acabado las reservas de petróleo y de gas, los mayores precios habrán fomentado tecnologías alternativas, de menor costo. Es lo que ocurrió con el carbón, fuente de la energía industrial en el siglo XIX.
                        Ya se están estudiando sustitutos del petróleo –como en su momento éste suplantó a la hulla- que serán económicamente viables y muy rentables, si los precios del crudo se elevan [7].
                        En síntesis: la escasez y los mayores precios que conlleva, generan fuerzas que tienden precisamente a la reducción de aquélla. Si las autoridades pretenden actuar sobre lo que es un síntoma, lo probable es que causen mayores problemas que los que quieren solucionar: los precios controlados desaniman la producción y fomentan la demanda, provocando mayor carestía y, en el largo plazo, precios más altos, impidiendo el desarrollo de actividades competitivas.
                        En el mercado, los precios altos y las ganancias extraordinarias son el termómetro que tiende a orientar la producción hacia los bienes y servicios más demandados; de igual forma, las ganancias reducidas o las pérdidas, y la caída de la demanda de ciertos artículos, indican que las preferencias de los consumidores han cambiado, haciendo que se produzca menos o se abandone la producción de lo que ya no es requerido.
                        V. La escasez y el arbitraje en el espacio
                        Si dentro de dos regiones de un mismo país –o dos países distintos- hay precios diferentes, porque un mismo artículo escasea en un lugar y no en otro, o porque es comparativamente más demandado en uno de ellos, mientras esas diferencias de valores sean mayores a los costos de transporte (incluidos seguros y riesgos no asegurables) habrá un fuerte incentivo para adquirir los bienes en la localidad o región más barata, y venderlos en la más cara.
                        Como consecuencia de esa actuación de los empresarios interesados en obtener ganancias, la oferta en la zona más barata disminuirá, y aumentará en la más cara, hasta que los precios -descontados los costos de fletes y seguros, más los riesgos no asegurables, más las costos de información- sean iguales. Los precios en la zona más cara disminuirán, y probablemente aumenten en la zona más barata.
                        A la larga, la información se difunde, y únicamente subsisten las diferencias de precios iguales o menores al costo de transporte.
                        VI. La escasez y el arbitraje en el tiempo
                        La especulación es motivo de denuesto generalizado por los políticos y el público, pese a que no es otra cosa que comprar algo comparativamente barato en un momento dado, y venderlo más caro en otro momento; en otras palabras, es un arbitraje a través del tiempo. En un sentido lato, siempre la compra y la venta de una misma mercancía, cuando no ocurren al mismo tiempo, constituyen especulación[8]. Así como existe un costo de transporte de los bienes a través del espacio, hay una suerte de "costo de transporte" en el tiempo, dado que la sola demora entre el momento de la adquisición y de la venta entraña costos de almacenaje, costos de oportunidad[9] o explícitos[10] en concepto de intereses, con el costo adicional de la incertidumbre acerca del precio futuro.
                        Sin embargo, cuando los productos son perecederos o de producción estacional, en principio el bien abundará en ciertas épocas del año, y escaseará en otras. En ausencia de especulación, las diferencias de precios y de cantidades en existencia serían grandes: un precio muy bajo después de la cosecha, y muy elevado cuando está próxima a agotarse. Pero el especulador encuentra beneficioso comprar cuando la oferta es abundante, asumir los costos de almacenamiento, y vender cuando sea más reducida[11], con lo que tiende a que no sea tan abundante –ni los precios tan bajos- en el período inicial, ni tan escasa en el período "final" (antes de la próxima cosecha). La especulación, de esa manera, no solamente ocasiona una tendencia a igualar los precios en las distintas épocas del año, sino propende a estabilizar la oferta de los productos a lo largo del tiempo. Siempre que se obtengan beneficios superiores a los costos de almacenamiento e intereses, se comprará cuando los precios sean relativamente más bajos, se almacenará y se venderá cuando estén más elevados, tendiendo esa acción especulativa a reducir las diferencias estacionales de precios y también a estabilizar la oferta en el tiempo.
                        Puede producirse el fenómeno inverso: si los especuladores prevén una cosecha excepcional y unos precios también excepcionalmente reducidos en el futuro, venden futuros, disminuyendo los precios actuales, aumentando el consumo del bien de que se trate, y disminuyendo las cantidades acopiadas.
                        Los especuladores pueden brindar cobertura contra riesgos mediante el desarrollo del mercado de futuros. Los productores u ofertantes de un determinado producto venden a futuro un determinado bien, del que no se tiene stock en el momento, por un precio también futuro. Si el precio de mercado vigente en la fecha de entrega fijada en el contrato es superior al que se pactó, el ofertante pierde en relación con el precio que habría obtenido, esperando a cosechar el bien, y vendiéndolo en ese momento. Pero el productor o vendedor ha querido cubrirse del riesgo de que el precio sea más bajo en el futuro; en cambio, el que compró a futuro, especuló con un precio superior, y si en el momento pactado para recibir el bien –por ejemplo, el cereal- el precio de mercado es inferior, habrá sufrido una pérdida.

                        Los derechos de recepción en el futuro son negociados en una forma parecida a las acciones en la bolsa, pero eso no significa que la totalidad del negocio sea aleatorio: si hay un mercado de futuros, es porque existen quienes desean especular con las fluctuaciones de precios, y otros que quieren cubrirse de esas fluctuaciones, vendiendo a precios y fechas predeterminados.     
                        Los mercados de futuros mejoran la eficiencia, y permitan negociar a quienes no quieren correr riesgos, con aquellos cuyo negocio es la asunción de tales riesgos. Son un resultado de la inventiva de los empresarios, y los sistemas dirigidos no han podido crear mecanismos institucionales que tengan su agilidad y eficacia.
                             VII. La oferta y la demanda son realidades cuya existencia es independiente de nuestras propias concepciones. Las consecuencias de la fijación estatal de precios
                        Muchas buenas gentes creen que basta negar el mercado, o consideran que si el Estado impone regulaciones, las fuerzas que determinan la oferta y la demanda dejarán de existir.
                        Ese equivocado concepto ha ocasionado, cuando el prejuicio popular es compartido en la esfera del gobierno, los más lamentables yerros en la política económica. El común de las personas suele opinar: si la carne, las verduras, frutas, lácteos o el pan están caros, ¡fijemos entonces precios máximos para esos productos![12] Si los precios para los "productores" son muy bajos, ¡establezcamos precios sostén! El ideal que abrazan muchos, es el de un Estado que controle gran parte de los precios de la economía, si no todos. Pero los gobernantes deben situarse en un nivel de conocimientos mayor que el de la generalidad de sus gobernados, y no cometer inexcusables errores, que terminan pagando aquellos a quienes se quiere proteger.
                        Los mayores o menores precios siempre provocan reacciones del lado de la oferta y de la demanda. Un precio máximo incentiva el consumo y reduce la oferta, conduciendo a una mayor escasez, que es la fuente de los precios altos que se procura combatir. A la inversa, los precios mínimos –hoy en día menos frecuentes- provocan incrementos de la cantidad ofertada de los productos subsidiados y una paralela reducción de las cantidades demandadas, generando sobrantes que obligan, o a cupificar la oferta –algo de eso supimos los tucumanos con los cupos de producción de azúcar- o a que el Estado compre los excedentes (como ha sido la política agrícola de naciones desarrolladas), haciendo recaer sobre los consumidores y el erario público –es decir, sobre los bolsillos del resto de la comunidad- el costo de esas medidas.
                        Si, ante los precios altos, el gobierno fija valores máximos, introduce una profunda distorsión al enviar señales equivocadas al sistema económico: los precios artificialmente bajos –bajos en relación con el nivel de equilibrio, aunque puedan ser altamente gravosos para muchos consumidores- determinan, como expresé, una divergencia insoluble entre la oferta y la demanda; en definitiva, provocan más escasez que es la que determina los precios elevados que el gobierno intenta evitar. Esa extremada carestía, como lo saben todos los que han estudiado algo de historia económica, ha caracterizado el funcionamiento de las economías colectivistas, generando perversos círculos viciosos, a los que se intenta conjurar con la policía, los municipios, o el "control popular": más penurias, surgimiento de un mercado negro, denuncias de corrupción por el funcionamiento de ese mercado negro, requisas de bienes en depósitos, menos incentivos para producir u ofrecer el bien con el precio controlado. Descartado el sistema de precios como racionador, comienza el racionamiento a través de los tristemente célebres "cupones" o "tarjetas" de racionamiento, que se entregan a los amigos, y se retacean a los "enemigos" del régimen.         
                        Y aun en los casos que el gobierno sea democrático, tolerante y pluralista, y no incurra en arbitrariedades, lo indudable es que los sistemas dirigistas ponen en manos de la autoridad estatal poderes discrecionales sumamente desaconsejables, e incompatibles con las libertades económicas y no económicas.
                        No en todos los casos el "descensus averni" continúa hasta el final. Los gobiernos suelen autorizar finalmente los aumentos de precios, y la comunidad, ante el aumento, no dejará de culpar a los empresarios, a los "especuladores", a los "intermediarios". Los poderes políticos siempre tendrán como aliados de su mala praxis, la ignorancia económica generalizada de la comunidad, y lamentablemente la oposición, infectada de los mismos sentimientos y prejuicios antiempresarios –salvo cuando son empresarios amigos- procurará obtener réditos electorales, criticando al gobierno no por el control de precios, sino por su falta de energía en combatir a los despreciables y antisociales productores o comerciantes.
                        VIII. Los efectos perniciosos del control de precios se dan aunque sus destinatarios sean empresas monopólicas
                        Algunas personas objetan a lo anterior, reconociendo que "todo eso está muy bien en teoría, pero no funciona en la práctica porque al mercado lo manejan los monopolios".  
                        Una primera observación es de índole epistemológica: si una teoría "no funciona" en la práctica, por definición es errónea o insuficiente, pues no ha contemplado todas las variables significativas, o lisa y llanamente el esquema, al apartarse de la realidad, resulta falso. Siendo la economía una ciencia social, si las elaboraciones teóricas no se ajustaran a los hechos, no debería ni siquiera reconocérseles que "eso está muy bien".
                        La segunda observación es que los casos de monopolio –que no son tan frecuentes, y cuando existen, se basan normalmente en privilegios legales- no invalidan el análisis anterior. La empresa monopolística tiene un cierto poder de control sobre los precios, tanto mayor cuanto más inelástica sea la demanda (es decir, cuanto menor sea la reducción de la cantidad demandada a los aumentos de precios, o menor sea su aumento frente a las reducciones de aquéllos). Establecerá los precios en el nivel que se igualen el costo marginal y el ingreso marginal esperado[13], y mientras más inelástica sea la demanda, mayor será la divergencia entre el ingreso marginal[14] y el precio.
                        Por cierto que el precio de monopolio perjudica a los consumidores y es ineficiente –ya que la empresa monopolista produce menor cantidad que en un mercado de competencia, limitando su producción al punto que se igualan el costo marginal y el ingreso marginal, y no el costo marginal con el precio- pero la fijación administrativa del precio en un nivel inferior, conducirá a los mismos resultados: la empresa monopólica limitará su producción, y los consumidores demandarán más, que si el precio no estuviera sometido a un tope. La brecha entre cantidad demandada y cantidad ofertada existirá como consecuencia del precio máximo, aunque será menor, mientras más empinada sea la curva de costo marginal, y más rígida sea la demanda.
                        IX. El dirigismo estatal en la Argentina
                        Desde la década de 1930, y en especial desde 1943, la economía de nuestro país ha sido muy dirigida por el Estado. A partir de la crisis de fines del año 2001 y desde 2002, estamos viviendo una experiencia cada vez más dirigista, cuyo fracaso era previsible: invariablemente han fracasado los intentos estatales por controlar la economía según los humores, ideologías o criterios arbitrarios de funcionarios electos o no. Llegado el momento, se atribuirán las culpas del fracaso a errores humanos o corrupción; siempre se estará en la búsqueda del déspota iluminado y puro cuyo estatismo no esté contaminado. Pocos repararán que los hechos de corrupción son un sub-producto casi inevitable de la excesiva injerencia del Estado en la economía.
                        Tomemos dos casos paradigmáticos: la política en materia de energía y de servicios públicos y la lucha contra el aumento de los precios de la canasta familiar (se empezó por el precio de la carne, hoy es un problema generalizado):
                        * Desde el año 2002, se han mantenido tarifas de servicios públicos, de gas, electricidad, agua, transporte urbano, combustibles, peajes y servicios esenciales, congeladas o con ajustes muy inferiores a la devaluación del peso, a los costos internos y a los precios internacionales. Al margen de la antijuridicidad de la ruptura de los contratos, la consecuencia ha sido la desinversión en esas áreas.
                        Para que el precio de la nafta y el gas oil sean bajos –ya no lo son tanto- el gobierno ha fijado retenciones móviles sobre las exportaciones de petróleo crudo, a fin de evitar que las diferencias entre el precio internacional y el precio en el mercado interno conduzcan a las empresas petroleras a exportar y reducir, consecuentemente, la oferta doméstica de petróleo y sus derivados. Pero el mundo es amplio, y las empresas, si obtienen mayores beneficios en otros países, no realizarán inversiones para vender a un precio inferior al internacional. 
                        Además, el petróleo y sus derivados son insumos imprescindibles para el funcionamiento de las usinas termoeléctricas; el gas es necesario para la producción industrial, y la brecha entre cantidad demandada y cantidad ofertada la está cubriendo el gobierno mediante la importación –a precios internacionales- de fuel oil, gas, y todo lo que en Argentina no se puede vender a los precios que paga el gobierno en sus compras externas de dichos combustibles. De esa forma, las empresas petroleras no invertirán dentro del país, si no pueden obtener al menos iguales beneficios que en otros países que no imponen esas restricciones. Migrarán sus inversiones hacia destinos más propicios. 
                        El control de precios del gas domiciliario o con destino a la producción de energía ha causado una brecha entre la oferta y la demanda, sembrando así las semillas de una crisis energética autoprovocada. El gobierno ha importado hidrocarburos de Venezuela, y gas de Bolivia, a precios superiores a los del mercado interno, subsidiando la diferencia. ¿Cuánto tiempo puede durar un esquema irracional, que prohíbe a los productores locales vender a precios que no hesita en pagar por producciones extranjeras? Es una curiosa muestra de nacionalismo, que legitima aberraciones, siempre que los negocios se hagan con gobiernos "amigos".
                        La política de precios en materia de carnes y luego de productos de primera necesidad es igualmente irrazonable, además de violatoria del derecho de propiedad. Esta actitud miope, que solamente busca réditos electorales y no piensa en las consecuencias más allá del corto plazo ha causado una aguda crisis de oferta, que se reflejará en mayores precios en el futuro. La mecánica inexorable del dirigismo estatal es provocar más problemas, que a la vez se pretenden solucionar con más dirigismo: ¿cuáles son las soluciones que se idearán cuando los acuerdos de precios con supermercados y con empresas líderes –que fracasaron- revelen su patética ineficiencia; cuando los controles de precios se hayan generalizado, y el pueblo comience a sentir el desabastecimiento de los productos esenciales?
                        Las políticas dirigistas, que procuran solucionar un problema causando dos, se asemejan a las del conductor de un automóvil que apriete simultáneamente el acelerador, el freno, y compense los volantazos hacia la izquierda, con bruscos giros hacia la derecha. En el mejor de los casos, el auto avanzará en zigzag y a bajo promedio; en el peor, se saldrá de la carretera y volcará o chocará.
                        Las políticas de precios administrados, por otra parte, son un manantial inagotable de prácticas corruptas y de un curioso sistema de premios y castigos en que a veces se maltrata a las empresas, a veces se les otorgan subsidios, y en otros casos, nos hallamos con una particular mezcla de ataques verbales y subsidios. Los empresarios se acostumbran a los maltratos verbales o para la tribuna, en la búsqueda afanosa de tratamientos sectoriales de privilegio. Ese doble juego convierte a muchos empresarios en cortesanos, conscientes de que su subsistencia no depende de su capacidad para proveer con eficiencia de bienes y servicios al público, sino de la cercanía con el poder de turno[15].
                        X. Las tendencias del mercado hacia el equilibrio dinámico
                        Lo que no advierten los detractores del mercado o quienes no conocen su funcionamiento, es que la oferta y la demanda son fuerzas que operan, sea cual fuere la política económica que adopten los gobiernos, e incluso con independencia del sistema político imperante. Aun en las economías socialistas florece una economía subterránea, porque la gente demanda bienes o servicios que no se ofrecen en los mercados estatales.
                        Ya que esas tendencias actúan siempre, y en forma opuesta como las hojas de  una tijera –puesto que las cantidades ofertadas aumentan con mayores precios y disminuyen con menores precios, mientras que las cantidades demandadas disminuyen con mayores precios y aumentan con menores precios- esa sola circunstancia genera una fuerte dirección hacia el equilibrio. Lo mejor que pueden hacer los funcionarios gubernamentales encargados del control, es dormir un profundo y reparador sueño, y dejar que el mercado se las arregle solo. El segundo paso debería ser la supresión de todas las dependencias gubernamentales dedicadas a esos absurdos menesteres.
                        Gráfica y matemáticamente, se suele presentar a la oferta como una función directa del precio y a la demanda como una función inversa, ambas sobre un eje de coordenadas cartesianas, en que el precio figura en las ordenadas y la cantidad en las abscisas. Forzosamente, en esas condiciones, existirá un precio que iguale las cantidades demandadas y las cantidades ofertadas, y cualquier precio diferente de ese valor de equilibrio, suscitará tendencias a llegar a él. Si el precio excede del de equilibrio, las cantidades ofrecidas serán mayores que las demandadas; y al revés, si el precio es más bajo, las cantidades demandadas serán mayores que las ofrecidas. En el primer caso, el exceso de cantidad ofertada presionará los precios a la baja, y en el segundo caso, el exceso de cantidad demandada tenderá a que suban.
                        Si bien las funciones de oferta y demanda y su representación gráfica son ayudas útiles para el análisis, el equilibrio es una tendencia, no una realidad siempre presente. La economía se encuentra en permanente desequilibrio, y son las interacciones de consumidores y ofertantes los que las llevan en dirección hacia el equilibrio, lo que no significa que siempre se alcance, ni que todos los mercados estén siempre equilibrados. Pero lo seguro es que la intervención estatal causará profundas y permanentes distorsiones.
                        El hecho de que las cantidades ofrecidas y demandadas dependan –en relación directa e inversa, respectivamente- con los precios, hace que el sistema de mercado, por sí mismo, apunte hacia el equilibrio[16]; un equilibrio dinámico que tiende a modificarse, cuando cambian las circunstancias.
                        XI. El mercado es el resultante de la interacción libre
                        El sistema de precios, si bien asigna los recursos con eficiencia, no es el resultante de una acción dirigida a ese propósito, sino de la interacción de las personas, las familias y las empresas. Muchas de las críticas al mecanismo del mercado parecen considerarlo una fuerza que se impone a la libertad de los individuos. No deja de ser paradójico que un acompañante necesario de su destrucción, sea el incremento de la coacción estatal (más normas, más funcionarios y más policías) y la consecuente reducción de la libertad de productores y consumidores, que parece no suscita reparos en los espíritus exquisitos que denuestan la "tiranía" del mercado.
                        Un ejemplo histórico
                        En 1584, la ciudad de Amberes estaba sitiada por el ejército del duque de Parma y, ante el sitio y la reducción de la oferta, los precios de los alimentos ascendieron. Las autoridades hicieron lo que probablemente haría todo gobernante con sensibilidad social y "sentido común": fijaron precios máximos para los alimentos, bajo draconianas sanciones.
                        El sentido común puede ser una guía excelente para la adopción de decisiones sencillas, pero no es una herramienta que supla el conocimiento y los principios económicos y jurídicos. El sentido común dice a la gente que la tierra es plana, que los objetos más pesados caen más rápidamente porque son más pesados, y también que si los precios suben, han que controlarlos.
                        El sentido común precipitó la caída de Amberes. Los precios topes y los riesgos duplicados de sufrir la muerte en manos de las tropas asediantes o de las autoridades de la ciudad asediada; o al menos de sufrir el decomiso de sus mercaderías, disuadieron de eludir el bloqueo a los comerciantes de la ciudad sitiada y de otras ciudades: ¿para qué arriesgarse a hacerlo, si no podían vender sus productos a precios superiores a los de sus sitios de origen? 
                        Los precios máximos, al no reflejar la reducida oferta y alentar la demanda de alimentos, generaron lo que siempre provocan: un marcado desabastecimiento que, cuando de alimentos se trata, se traduce en una hambruna generalizada. Amberes finalmente no cayó por el sitio, sino por el hambre.
                        XII. La sustitución del mercado por la utopía
                        Con descorazonadora frecuencia, la defensa de la propiedad privada, de la libertad de transacciones y su correlato que son los mercados, aparece para sus cuestionadores como una defensa de todas las relaciones humanas y sociales insatisfactorias, y a la vez, se cree que la sustitución de la "tiranía del mercado" por una sociedad "más justa y solidaria" sería el resultado de la acción consciente, inteligente y guiada por altos objetivos éticos, de unos gobernantes sabios y buenos.
                        No se repara que el sustituto de las relaciones voluntarias no es la solidaridad, sino el mando; la imposición de la voluntad de los gobernantes a los gobernados siempre se traduce en una reducción de los espacios de libertad, no sólo económica, sino en todos los órdenes. Por eso, en los países en que se impuso el socialismo –no hablemos de la socialdemocracia, que deja subsistente el capitalismo- desaparecieron las libertades de religión y de conciencia; la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad de salir del país. En Cuba, desde internet hasta el teléfono celular no pueden ser utilizados sin autorización estatal, previa constatación de la "confiabilidad" ideológica del usuario, normalmente un funcionario público[17].
                        En una sociedad libre –y hasta ahora, no se han encontrado sociedades libres cuando se socializan los medios de producción- la solidaridad no está vedada; antes bien, las principales obras filantrópicas han provenido siempre de países en los que se da amplio cauce a la iniciativa privada. Los regímenes socialistas no fomentan, por el contrario, la solidaridad, sino pretenden subrogarla por la acción gubernamental. Como tanto los que gobiernan como los gobernados son individuos, con las mismas pasiones, debilidades, falencias y vicios que el común de los mortales, lo seguro es que el otorgamiento de amplios poderes a los gobernantes –que es el acompañante necesario de la solidaridad que se quiere imponer "a palos"- no se traduzca en mayores virtudes, sino en más hipocresía: los individuos no dejan de perseguir el propio beneficio, sino que lo hacen en la clandestinidad, sometidos a restricciones, penalidades y persecución (los gobernados), o aprovechando las oportunidades –no necesariamente de enriquecimiento personal- que les da el poder (con frecuencia los gobernantes).
                        Algunos socialistas –sobre todo socialistas cristianos- han dicho que eso será así, mientras no haya un "hombre nuevo". En la década del 60, en mi adolescencia, era muy amigo de un grupo de jóvenes de corazón puro y nobles sentimientos, sinceros cristianos que en esa época pensaban que estaba necesariamente asociado al socialismo, y con fervor cantaban: "Mundo nuevo, mundo nuevo, somos hombres que queremos un mundo nuevo de amor". El amor cristiano, admirable cuando no quiere imponerse coactivamente al resto de la sociedad, cuando es captado por el socialismo, puede conducir a sociedades totalitarias, que repriman todo apartamiento de ese ideal.
                        La Unión Soviética y los países que integraban el bloque del COMECON –en Europa del Este- actualmente Cuba y Corea del Norte, en su momento China, intentaron moldear a un hombre nuevo, y como el Golem del Rabino de Praga del cuento de Borges, engendraron un monstruo. Marx consideraba que el ser social determina a la conciencia –en otras palabras, la infraestructura económica constituida por los modos y las relaciones de producción determinan la "superestructura ideológica" de religión, creencias e instituciones- de forma tal que al modificarse el sistema económico, el hombre nuevo emergería automáticamente de la sociedad socialista, despojado de esos lastres. Sus seguidores no se contentaban con esa pretendida automaticidad, y se empeñaron en una gigantesca y teratológica misión de ingeniería social: destruir la propiedad privada, pero también la religión, la familia, cambiar la historia y modificar el sentido de las palabras.
                        Para crear un "hombre nuevo", es necesario que la publicidad sea monolíticamente igual, constante, uniforme y martilleante. No puede admitirse un pensamiento alternativo; toda idea distinta es "contrarrevolucionaria" y por ello, no sólo inadmisible sino peligrosa, cuando no signo de una enfermedad mental. Dentro de los proyectos de ingeniería social, la eliminación del analfabetismo pasó a ser una herramienta de la politización y uniformación de la sociedad. Lenin decía que "el analfabeto se encuentra excluido de la política, y por ello necesita aprender a leer y escribir"[18]. Eso es cierto, pero la "alfabetización" que va acompañada por el lavado de cerebros no hace a los destinatarios de aquélla seres más libres. Enseñar a leer y escribir, y a continuación vedar la difusión de ideas y conocimientos contrarios o distintos a la ideología oficial, es propagar la ignorancia alfabetizada.
XIII.     La sustitución del mercado por los criterios de funcionarios
                        Cuando los políticos que profesan la fe dirigista deciden suplantar –por lo menos en vastas áreas de la economía- al mercado por las decisiones de los funcionarios, la consecuencia no es la sustitución de la anarquía por la racionalidad, sino por la discrecionalidad y la contradicción.
                        Mucha gente propugna una fuerte intervención del Estado en la economía, cada vez que el actual estado de cosas no le resulta deseable. A diferencia del ámbito de la naturaleza y de las ciencias naturales, respecto de las cuales se tiene la certeza de que existen restricciones impuestas por aquéllas, se suele creer que la felicidad de los hombres depende de la voluntad política de los gobiernos y, a la inversa, el actual estado de la sociedad –en el país y en el mundo- responde a designios perversos de centros de poder ajenos a nosotros.
                        Pero cuando se pasa de las generalidades a lo que se considera que debería ser función del Estado garantizar, fomentar, obligar o prohibir, los acuerdos son menos pacíficos. Muchos agricultores querrían que el Estado garantice precios sostén y refinancie deudas con los bancos oficiales, a tasas preferenciales o con tasas de interés negativas; muchos consumidores o asociaciones de consumidores, que se impongan precios máximos o fijos, o que se prohíba la exportación de determinados productos; los ganaderos, que se den créditos blandos para fomentar la producción pecuaria. A diferencia del progresismo de las décadas del 60 y 70, el gobierno quiso un tipo real de cambio alto –que significa necesariamente salarios bajos- para fomentar la exportación, pero cuando los precios de los productos exportables siguieron la tendencia del dólar alto respecto de los salarios, se prohibieron las exportaciones de algunos productos, o se impusieron fuertes retenciones (impuestos) a la exportación. La "protección de la industria nacional" contra las importaciones significa permitir que sus precios sean superiores a los que resultarían de un mercado libre; pero cuando los precios suben –lo que un dirigista medianamente racional debería saber que es una consecuencia de su política- se amenaza con sanciones a quienes hicieron lo que se promovió. Los novísimos desvelos por la ecología son poco compatibles con el perfil "industrialista" que se busca o al menos se proclama. Si aumenta la producción industrial, con bienes de capital que en general no se renuevan desde la década del 90 –puesto que las restricciones a la importación y la inseguridad jurídica no fomentan la incorporación masiva de nuevas tecnologías, menos contaminantes- también se incrementará la polución ambiental. Si a la vez se quiere disuadir del empleo de tecnologías contaminantes, el Estado se encontrará con uno de los típicos conflictos de objetivos propios del dirigismo, ignorando las restricciones de la economía[19]
                        El gobierno o quienes propician la intervención amplia del Estado en la economía deberían saber que no es posible, a la vez, conjugar dólar y euro altos, con salarios altos: si los primeros son altos, los segundos serán bajos, y viceversa. Salvo que los alquimistas descubran la aleación mágica: tarifas subsidiadas de los consumos básicos. Esa ha sido siempre la pretendida solución en las economías socialistas; ya que no se puede garantizar la cantidad y calidad suficiente de bienes, subsidiar los precios.
                        Pero mantener bajos los precios del gas domiciliario, de los derivados del petróleo, de la energía eléctrica, del agua y del transporte, cuando en el mundo se ha disparado el precio internacional del petróleo, escasea el  agua y la población creciente requiere de proporcionales inversiones en cloacas, entraña generar enormes distorsiones: al fomentarse el consumo y desalentarse la producción y la inversión en los sectores con precios controlados, se genera una brecha entre la oferta y la demanda. Para evitar que se amplíe la escasez, se comienza incumpliendo contratos de exportación a Chile, importando gas de Bolivia, pero con la condición de no reexportarlo a Chile, comprando fuel oil a Venezuela, a precios internacionales, para proveerlos en el mercado interno a los precios fijados por la Secretaría de Energía.
                        ¿Quién cubre tales baches? Para eso, se necesita un poder ejecutivo que disponga de plenos poderes –o "superpoderes"- y asigne los recursos presupuestarios en forma discrecional. El gobierno, para que ese esquema se mantenga, necesita de aliados tácticos, y de "enemigos": las cámaras que aglutinan a empresarios que reciben energía a precios subsidiados, pasan a ser aliados de ocasión del gobierno. Los empresarios del autotransporte y los agricultores quieren gasoil barato; los industriales, gas y energía eléctrica a bajo precio, con cuotas de suministro aseguradas (lo que significa menor cantidad de gas y electricidad para los consumidores).
                        Cuando los precios son libres, el consumo no necesita ser desalentado, sino por el contrario, es una señal del sistema económico que tiende a que se aumente la producción o importación de lo que es demandado. Con precios controlados, el "gap" entre demanda y oferta se procura resolver castigando el consumo "suntuario" o "irracional": se imponen tarifas más elevadas para los altos consumos domiciliarios, y menores para la utilización industrial del mismo producto.
                        A la larga, se sabía qué iba a ocurrir, y se sabe qué sucederá: se autorizarán aumentos de tarifas, siempre rezagados respecto de la realidad. La recuperación de los salarios en la administración pública y de las jubilaciones, erosionará el equilibrio fiscal, y el tipo de cambio real se aproxima a los niveles de la convertibilidad. Se incrementará la presión tributaria, lo que reducirá aún más la competitividad. Ya no será posible culpar de las penurias a gestiones anteriores. Y finalmente, la reducción del gasto público se producirá, pero no como consecuencia de una decisión consciente, sino por una nueva devaluación, que disminuirá el nivel del gasto público en dólares. Si se revierten las bajas tasas de interés en el mundo y los precios elevados de los "commodities", es probable que eso ocurra antes.
                        En el mediano plazo, el estatismo económico tiene la misma eficacia de un carpintero improvisado que pretenda emparejar las patas de una mesa, acortando una de ellas cada vez que la mesa esté desequilibrada: a cada nuevo desequilibrio, le sucederá un corte de otra, hasta que la mesa se quede sin patas.        
                        XIV. El mercado y el crecimiento económico
                        El funcionamiento libre del mercado es una condición necesaria, aunque no suficiente para el crecimiento económico.
                        La economía crece cuando aumenta la dotación de capital –humano y no humano- por trabajador, por el progreso tecnológico –sin que sea lo más relevante si se trata de tecnología "propia" o importada- y la fuerza de trabajo[20]. A la vez, la creación neta de capital depende de la tasa de ahorro, y tanto el ahorro como la inversión, de un ambiente favorable a ellos, ayudado por la seguridad jurídica.
                        En la década del 60, algunos pensaban que los sistemas colectivistas, al imponer coercitivamente una tasa de inversión y restringir el consumo, facilitaban el desarrollo económico y daban herramientas al Estado de las que no disponían las economías de mercado. El fracaso de la Unión Soviética[21] y de los países de Europa del Este, del comunismo chino en su versión maoísta, y de Cuba o de Corea del Norte mostraron que era falso, y que gran parte de sus estadísticas eran distorsionadas con fines propagandísticos, en sociedades cerradas no sólo al intercambio económico sino al libre ingreso y confrontación de culturas, ideas e información.
                        XV. Los salarios y la "plusvalía"
                        La lamentable ignorancia que se ha enseñoreado del discurso público –"progresista" o no- en los últimos años, hace que la referencia a la teoría marxista tenga un regusto a anacronismo. Me complacería que ese gustillo, proviniera del conocimiento de su refutación, y no del desconocimiento generalizado, tanto de la teoría como de sus contradictores.
                        El hecho de que la mayor parte de la izquierda ya no lea a Marx –y tampoco lo conozcan el centro y la derecha- no significa que en las clases cultas –y de allí, a la vulgarización periodística- la esencia del esquema marxista no se haya divulgado: los obreros son explotados por las empresas –sobre todo las grandes empresas- y nuestro país, así como la generalidad de los países desarrollados, es víctima de la codicia del imperialismo. Las concepciones del nacionalismo de derecha, dejando a un costado sus disidencias con el marxismo-leninismo en lo extraeconómico, son, respecto del imperialismo y del rol de los países centrales, muy similares, por no decir idénticas, a las de la izquierda. 
                        Siguiendo a Voslensky, "…Esta teoría es actualmente sometida, en Occidente, a una crítica severa. El valor de una mercancía ¿depende sólo del tiempo de trabajo socialmente necesario para su fabricación, como afirma la teoría del valor? El mismo abrigo de pieles tendrá un precio distinto en siberia y en África, aunque el tiempo de trabajo socialmente necesario para su fabricación no resulte modificado de manera sustancial por el transporte. El valor no depende solamente del trabajo invertido en la mercancía, sino más bien, en apariencia de la demanda. Las firmas capitalistas, que no tienen pretensiones teóricas, han comprendido esto perfectamente. Por eso organizan las ventas de saldos de invierno y de saldos de verano, tan bien conocidas por el lector occidental (aunque no por el soviético)" (pág. 124).
                        "…Marx explica que la plusvalía sólo puede nacer de la fuerza del trabajo humano. Entretanto, la revolución científica y técnica ha mostrado claramente que esta afirmación es falsa. Si no fuera así, el propietario de una empresa capitalizaría menos plusvalía en la medida que mayor intervención tuvieran las máquinas, y en caso de una automatización completa del trabajo, no habría ya plusvalía. Si esto fuese así, el sistema capitalista no utilizaría otra cosa que el trabajo humano" (pág. 124).
                        Voslensky continúa atado al lastre de las concepciones marxistas, pero advierte su insuficiencia. Por mi parte, destacaré algunas de las muchas objeciones que pueden hacerse y que se han hecho a la teoría de la plusvalía:
                        * Aunque no lo formule en esos términos, la teoría presupone que en forma permanente y esencial, el ingreso marginal del trabajo es superior a su costo marginal. En otras palabras, que siempre e indefectiblemente un trabajador adicional –y cada uno de ellos- añade a la empresa más ingresos que el incremento de costos que representa la contratación de una unidad adicional.
                        Eso es falso, tanto desde el punto de vista teórico, como de una simple observación de la realidad. Teóricamente, la firma obtiene su beneficio máximo, cuando el costo marginal (cambio en el costo total) es igual al ingreso marginal (cambio en el ingreso total), no cuando el costo marginal es menor al ingreso marginal. La razón es que, mientras cada unidad proporcione un incremento de los ingresos superior al incremento de los costos, convendrá contratar nuevos trabajadores, hasta que se llegue a la igualdad.
                        Las demostraciones matemáticas son frecuentes[22], pero para la comprensión de este razonamiento no resultan indispensables: aunque la productividad marginal de los trabajadores es finalmente decreciente, y el costo marginal es creciente, siempre que la contratación de una unidad adicional genere mayores ingresos que costos, convendrá contratar más mano de obra –y análogo razonamiento puede hacerse respecto de todos los factores de producción- hasta el punto en que se igualen costo marginal e ingreso marginal.
                        Esta construcción del marginalismo ha sido impugnada por los críticos al capitalismo como artificial –efectivamente, existen muchos casos de indivisión o especificidad de los factores de producción- pero es considerablemente más realista que el esquema marxiano en cuanto a las tendencias fundamentales del sistema económico. La gran aporía del marxismo es que presupone a la vez que la fuerza de trabajo es el único factor de producción que genera un plusvalor –es decir, que genera más ingresos que costos- y sin embargo, en su concepción, esa situación, lejos de ser transitoria, es permanente, y coexiste con un "ejército de reserva" de desempleados; en otras palabras, para la teoría marxista hay una  tendencia estructural en el propio sistema a que un factor de producción sea a la vez barato, productivo y con tendencia a ser sub-utilizado.
                        En la economía no existe ningún factor de producción que reúna permanentemente y en forma simultánea esos caracteres: lo que es barato porque produce en valor más de lo que cuesta, tiende a no sobrar sino a escasear. No puede ser una explicación de las ganancias empresarias –cuando las hay- un fenómeno coyuntural y que la propia dinámica del sistema tiende a eliminar. Ningún factor de producción, ni ningún bien de bajo costo respecto de su productividad o utilidad, tiende a sobrar en el mercado. Eso lo saben no sólo los teóricos de la economía, sino los que tienen alguna experiencia mercantil: para dar un ejemplo, en el mercado inmobiliario, no se encuentran fácilmente los departamentos o fincas rurales de bajo costo y características excepcionales. Puede ocurrir que existan, pero no es la tendencia fundamental del mercado.
                        Si el trabajo generase plusvalía como tendencia inherente al sistema, la desocupación y los despidos masivos en épocas de crisis no tendrían explicación: parece inexplicable que los empresarios prescindan de un factor que por hipótesis siempre produce más de lo que cuesta. Inclusive no se explicaría que las empresas contraten un plantel limitado de trabajadores; el hecho de que lo hagan significa que para la empresa, llega un punto que un trabajador adicional cuesta más que los servicios productivos que añade.
                        * Otra deficiencia del enfoque marxista, es que no analiza ni brinda un marco causal adecuado, a las sustanciales diferencias de retribución de los asalariados. Se consideró como inherente al funcionamiento del capitalismo, que el valor de la fuerza de trabajo fuera estrictamente la suma necesaria para su conservación y reproducción, sin valorar que incluso en el siglo XIX, ya existían asalariados que ganaban importes mayores, y la tendencia fue, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, al aumento de los salarios reales.
                        Una concepción preocupada por la crítica teórica y la demolición práctica del sistema capitalista, jamás tuvo ningún interés en interiorizarse de su funcionamiento. Esa despreocupación descalifica al marxismo como sistema científico, pero la ignorancia de algunos y la auto-censura de otros ha permitido que persista en el vulgo la respetabilidad de las teorías de Marx.
                        El análisis marginalista y de la oferta y la demanda, por el contrario, es mejor herramienta para analizar las diferencias salariales, y para predecir las tendencias de largo plazo. Suelen ser superiores, porque parten de bases metodológicas más firmes, las teorías que intentan desentrañar las relaciones causales entre los fenómenos, a las que procuran meramente cuestionar lo que no analizan a fondo.
                        Eso no significa que se predique la resignación frente a la pobreza, sino que la legítima preocupación –es más, el moralmente plausible desvelo- por los sectores más humildes debe ir acompañada de una disposición mental al análisis lógico y empírico. La medicina estaría en pañales, si se pensara que el estudio de las enfermedades implica conformidad con ellas, pero en  las ciencias sociales no faltan los que identifican la racionalidad económica con frialdad o insensibilidad.
     XVI. La única fuente, en el largo plazo, de aumento de los salarios e ingresos reales de la mayoría
                        Si los salarios reales dependen de la productividad del trabajo –como lo indica el análisis marginal- la única posibilidad de aumentarlos, en el largo plazo, es mediante el incremento de aquélla. Esto es esperanzador, pero la referencia al largo plazo no suscitará el entusiasmo de quienes piensan que los problemas económicos y sociales se solucionan rápidamente con una generosa dosis de buenas intenciones, no acompañadas del conocimiento, la mesura y la disposición para emplear una cabeza fría al servicio de un corazón caliente.
                        Un incremento de la productividad marginal del trabajo del 3% anual parece un objetivo modesto, pero si se lo hubiera obtenido en los últimos treinta años, sin "milagros" ni devaluaciones salvajes, sin crecimientos espectaculares ni depresiones, sin hiperinflaciones destructoras de los ahorros ni confiscaciones pseudo legales, los salarios reales se habían duplicado (más exactamente, se habrían multiplicado por 2,093). En un siglo, un incremento del 3% anual significa un crecimiento per cápita de los ingresos y salarios reales promedios, de 16,58 veces[23]. Una tasa de crecimiento de la productividad per cápita del 2% anual significa un incremento del 64% en treinta años, y de 6,56 veces en un siglo. Tampoco son resultados despreciables. Cien años parecen una eternidad, comparada con nuestras expectativas vitales, pero son una fracción de segundo en perspectiva histórica.
                        Una distribución más pareja del ingreso tiene sus límites. Por mucho que se haga en ese sentido, es imposible que se torne 16 veces más igualitaria (o seis veces más igualitaria). La impaciencia por lograrlo es la vía segura para el estancamiento y la frustración de generaciones enteras.
                        Lo anterior no significa propiciar la resignación frente a la pobreza –en la mayor parte de los casos, producto del populismo- sino tener claro que no se la combate con grandilocuentes proclamas, hijas de la ignorancia económica –aunque sus heraldos sean, en otros aspectos, personas de pulida cultura filosófica o literaria- sino alentando el continuo incremento de la productividad del trabajo.
                        ¿De qué depende ese incremento?
                        De la acumulación de capital, humano y no humano.
                        Del progreso tecnológico.
                        De la subsistencia o mejoramiento del capital social.
                        Y eso sólo puede obtenerse en forma continuada, dentro de un marco de libertad económica, seguridad jurídica y protección del derecho de propiedad.
                      La acumulación de capital no humano y el progreso tecnológico
                        El incremento de la dotación de bienes de capital (verbi gratia, maquinarias de producción, equipos de transporte, carreteras, puentes, centrales eléctricas, infraestructura vial, equipos de telecomunicaciones, computadoras) per cápita (es decir, el crecimiento de aquélla en una proporción superior al incremento de la oferta de trabajo derivada del crecimiento vegetativo de la población), hace que el trabajo sea relativamente más escaso, lo que genera tendencias hacia la elevación de su precio relativo.
                        Si no hubiera progreso tecnológico, sino simple adición de cantidades crecientes de bienes de capital, mayores que el incremento de la oferta de trabajo, la ley de la productividad marginal finalmente decreciente haría que el capital obtenga rendimientos menores, mientras los salarios aumentan su participación en la renta nacional[24]. La reducción de la productividad marginal del capital dará lugar a una relación capital-producto mayor[25].
                        El progreso tecnológico aumenta la productividad marginal del trabajo –y por ende su retribución- pero a diferencia de la simple acumulación de capital cualitativamente idéntico, no lo hace a costa de la participación del capital en el ingreso, sino aumentando la productividad marginal del capital en forma paralela. Al decir de Samuelson[26], "…el aumento de los salarios reales en los últimos 100 años ha sido tal, que hace dudar que la presión política y sindical sirva de mucho para explicarlo. Así, por ejemplo, durante la década de 1920-1930 Estados Unidos conoció poca intervención económica procedente del gobierno; los sindicatos eran débiles y los monopolios no perdían terreno, y sin embargo los salarios reales ascendieron fuertemente. Análogamente, Japón y Alemania han mostrado un gran aumento de los salarios reales al tiempo que subía la productividad del trabajo, y ello en momentos en que sus respectivos gobiernos más parecían favorecer a los patronos que a las masas trabajadoras. Con el avance de la técnica y la creciente acumulación de bienes de capital, sería verdaderamente extraño que los salarios reales no fueran subiendo una década tras otra a consecuencia de la misma competencia entre los empresarios por atraer hacia sí la mano de obra. Quien no lo comprenda así es que no entiende los elementos fundamentales de nuestra historia económica, pero de la historia verdadera…".
                        Analizando un gráfico que muestra las tendencias de largo plazo, Samuelson evidencia que "…como el aumento de la producción y del capital ha sido superior al del trabajo, el salario real y la producción por hora trabajada se han elevado juntos, dejando aproximadamente en la misma proporción las fracciones repartidas al trabajo y al capital. El tipo de interés (o de beneficio) no da señales de rendimientos decrecientes, ni la relación capital-producto muestra ascenso duradero".
                        "…La cercanía entre las curvas de producción y de stock de capital nos dice que la relación capital-producto no se ha elevado como en el modelo sencillo de intensificación del capital[27]; por el contrario…la relación capital-producto se ha mantenido muy cercan a los 3 años…".
                        "…Fijémonos ahora en las curvas del salario y del beneficio. El salario real se ha venido elevando paulatinamente, tal como era de esperar visto el aumento de los bienes de capital que cooperan con la mano de obra y vistas las favorables tendencias técnicas imperantes…Los tipos de interés y de beneficio oscilan mucho con el ciclo económico y con la guerra, pero no muestran una tendencia fuerte durante todo el período…los cambios técnicos han compensado exactamente el descenso de los rendimientos" (pág. 850).
                        Resumiendo las seis tendencias básicas del crecimiento económico, expresa Samuelson (en negrilla en el original):
"Tendencia 1. La población ha aumentado, pero en proporción mucho más modesta que el "stock" de capital, lo que equivale a un "intensificación del capital".
"Tendencia 2. Los salarios reales han experimentado una fuerte tendencia alcista".
"Tendencia 3. De acuerdo con lo que a veces se llama la ley de Bowley, las fracciones relativas del PNN repartidas al trabajo y a la propiedad han mostrado considerable estabilidad a largo plazo (aunque quizás con ligeras señales de aumento a favor del trabajo)".
"Tendencia 4. En lugar de presenciar el descenso del tipo de interés o de beneficio, lo que observamos es su oscilación en el ciclo económico, pero sin registrar una decidida tendencia alcista ni bajista en lo que va del siglo".
"Tendencia 5. En lugar de presenciar el constante aumento de la relación capital-producto según la intensificación del capital atrae la ley de rendimientos decrecientes, encontramos que esa relación se ha mantenido más o menos constante en el siglo actual".[28]
                        "…las tendencias 4 y 5 nos avisan que la teoría neoclásica no puede cumplirse en forma estática. El tipo de beneficio constante y la inmutabilidad de la relación capital-producto son incompatibles con la ley, más fundamental, de los rendimientos decrecientes. Nos vemos obligados, pues, a introducir las innovaciones técnicas en nuestro análisis neoclásico estático, si es que queremos explicar estos hechos dinámicos…La tendencia hacia los rendimientos decrecientes queda exactamente compensada por el desplazamiento técnico".
                        Ese esquema teórico, confirmado por la experiencia de los países capitalistas avanzados, incluidos algunos del sudeste asiático que hasta hace pocas décadas eran subdesarrollados (primero Japón, luego Hong Kong, Taiwán, Corea del Sur y Singapur) que conduce a conclusiones optimistas en el largo plazo, si existe creación neta de capital, también explica los círculos viciosos en que puede caer un país, normalmente por los desatinos de sus gobernantes:
                        * Si el incremento de la oferta de trabajo derivado del simple crecimiento demográfico –entre 1,5% y 2% anual- supera a la creación neta de capital –o en otros términos, si se reduce el stock de capital por persona- el trabajo se convertirá en un factor relativamente más abundante, el capital se tornará relativamente más escaso, y los rendimientos decrecientes del trabajo tenderán a reducir su retribución y a aumentar la participación relativa del capital en el ingreso nacional.
                        * El progreso tecnológico, que en el modelo descripto por Samuelson para los países desarrollados ha actuado compensando la intensificación del capital y manteniendo su participación en el ingreso y producto –que de otra forma se habría reducido como consecuencia de su abundancia relativa frente al trabajo- cuando concurre con la escasez de capital y la abundancia de mano de obra, tenderá a reducir la participación del trabajo en la renta nacional, aunque probablemente no los salarios reales.
                        * Si el incremento de productividad derivado del progreso tecnológico no alcanza a compensar el decrecimiento de la dotación de capital per cápita, el país se hará cada vez más pobre, reduciéndose su ingreso per cápita.
                        Los países que consumen su capital y no incorporan nuevas tecnologías –que no necesariamente deben estar generadas por investigadores locales ni producidas en el país- están condenados a la pobreza, aunque ésta se distribuya uniformemente.
                        La escasa relevancia de que la tecnología sea "propia"
                        En el pensamiento económico vulgar, se suele enfatizar la supuesta importancia del desarrollo de una "tecnología propia", sugerencia que va de la mano con su fomento por el Estado, a través de la inversión pública en investigación, y las restricciones o prohibiciones a la importación de tecnología. Pero la idea, partiendo de concepciones falsas, conduce a conclusiones equivocadas y es objetable desde distintos puntos de vista:
                        * En primer lugar, supone que existe una relación mecánica o al menos predecible entre lo que gaste el Estado en investigación, y los resultados que arroje ese gasto. El gobierno –en particular en Argentina- no ha mostrado ser eficiente a la hora de gastar.
                        * Por lo demás, la inventiva no es algo que se desarrolla porque el Estado lo quiera. Los sucesivos gobiernos soviéticos hicieron lo imposible por fomentar el desarrollo de tecnologías "propias" y, cuando se abrió al mundo, se supo que su computación estaba atrasada, su industria automovilística era obsoleta, y que no había desarrollado, salvo en la industria bélica, ningún invento competitivo.
                        * Una tercera objeción es que no está claro qué ventaja diferencial obtendrá el país con las hipotéticas invenciones futuras, respecto de los beneficios que obtendrían las empresas, adquiriendo la tecnología ya existente. Supongamos que, después de 10 años, se desarrolla en Argentina una hipercomputadora, o un vehículo propulsado por alguna ignota fuente de energía que no se esté experimentando en el resto del mundo. Supongamos –y eso es mucho suponer- que ese prodigio es una consecuencia del fomento por el Estado de la investigación y desarrollo de tecnologías propias, y no del azar o de la inventiva de talentos locales. Una vez descubierto, y si es exitoso y rentable, toda empresa de cualquier parte del mundo podrá adquirir esa tecnología, pagando el precio de ella. La evaluación del proyecto debe comparar el valor actual de esas inversiones, con los hipotéticos resultados futuros, y con el valor actual de la adquisición, con los fondos extraídos a los particulares, de la tecnología que les plazca.
                        * Las propuestas parten del supuesto implícito de que, una vez hipotéticamente descubiertas nuevas tecnologías, "permanecerán en el país", es decir que el Estado impedirá su transferencia al exterior. Dejando de lado la inconstitucionalidad de la medida, es imposible: una vez que la tecnología se aplique a la producción de bienes y servicios, nada impedirá que en el exterior se haga uso de ella.
                        * Adquirir tecnología que a otros les ha costado años desarrollar, lejos de ser muestra de una mentalidad dependiente, es lo que hacen los empresarios, agricultores y consumidores racionales. En la economía privada, las personas son más sensatas que en sus opiniones políticas: la gente no se dedica a estudiar odontología, para curar sus propias muelas, y ahorrar así el costo del dentista; no procura mejorar por su cuenta –ni siquiera las grandes empresas- los sistemas operativos de sus redes de computación; adquiere bienes de capital y de consumo, y servicios, brindados por terceros. Si estos terceros lo brindan a un costo menor que las hipotéticas maravillas que obtendrían desarrollando tecnologías o bienes propios, las empresas y los individuos harán lo que hace toda persona medianamente razonable, y que aprecie los beneficios de la división del trabajo aunque no tenga estudios formales: adquirirá esa tecnología pagando su costo.
                        Siguiendo nuevamente a Samuelson-Nordhauss (obra citada, p. 536),
"los países pobres no tienen por qué crear Newtons modernos para descubrir la ley de la gravedad; pueden estudiarla en cualquier libro de física. No tienen que repetir los lentos y tortuosos inventos de la Revolución Industrial; pueden comprar tractores, computadoras y telares automáticos que ni soñar pudieron hacer los grandes comerciantes del pasado…El desarrollo histórico de Japón y Estados Unidos lo muestra claramente. Japón se sumó tarde a la carrera industrial…adoptando tecnologías extranjeras productivas, pasó a ser la segunda economía industrial mayor del mundo, posición que ocupa actualmente. El caso de Estados Unidos constituye un esperanzador ejemplo para el resto del mundo. Los inventos clave de la industria del automóvil tuvieron su origen casi exclusivamente fuera de Estados Unidos. No obstante, Ford y General Motors aplicaron inventos extranjeros y se convirtieron en los líderes de la industria automovilística".
                        Más importante que una tecnología propia, es un empresariado dinámico, e incentivos para el ahorro y la inversión. Argentina ha tenido destacados premios Nobel, así como científicos e investigadores de primer nivel, pero eso no ha mejorado sustancialmente nuestro bienestar. En cambio, como señala Fukuyama –que escribió obras mucho mejores que su divulgada y poco leída "El fin de la historia"- "Canadá, Nueva Zelanda y Dinamarca son países que se han enriquecido a través de la agricultura, las materias primas y otras industrias de baja tecnología. Nada indica que ellos sean menos felices que otros, por no poseer una poderosa industria doméstica de semiconductores o aeroespacial"[29]
                        Subyace en las teorías simplistas sobre la investigación y el desarrollo, la idea de que el gasto en esos rubros genera economías externas, que por hipótesis no serían apropiadas totalmente por los inventores y las empresas que creen o para las cuales trabajen (en otras palabras, que la comunidad obtendría una suerte de "plusvalía" aprovechando el trabajo de sus científicos, investigadores y empresas nacionales que desarrollen nuevos productos, procesos y tecnologías). La ciencia económica más elemental nos dice, por el contrario, que cobrarán por sus servicios el valor del producto marginal que agreguen, y si se respeta el derecho de propiedad del inventor –como lo manda el art. 17 de la Constitución Nacional- el país no se apropiará, a título gratuito, del fruto de la inventiva particular.
                        El hecho de que el Estado financie la investigación no debe confundirnos: los inventos o las mejoras son fruto del trabajo, la imaginación, la inspiración o la suerte de particulares, quienes si obtienen mejores productos o servicios, o incrementan la productividad de los bienes de capital o de la agricultura, beneficiarán en forma indirecta a la comunidad –a través de la reducción de precios o de las mejoras en la cantidad o calidad- pero no sólo a la nuestra, sino a todo el mundo. El efecto directo e inmediato, será una mejora de la retribución de los inventores, investigadores y empresarios, acorde con su incrementada productividad[30].
                        La educación y la salud (el capital humano)
                        En las economías modernas el trabajo no calificado –es decir, el que no tiene agregados estudios formales o capacitación formal o informal- es el que soporta más bajas retribuciones. A la inversa, el trabajador educado obtiene mayores niveles de ingreso, porque su productividad es superior, puede utilizar las nuevas tecnologías y mantenerse actualizado en su aprovechamiento.
                        Sin embargo, lo mejor que puede hacer el Estado no es el lugar común de –como se suele repetir acríticamente- dar al gobierno una fuerte injerencia en la materia. Llevamos décadas de predicar la importancia de la educación, y de asimilarla con el gasto público en esa materia, y cada década se obtienen resultados más pobres en materia educativa. Una de las explicaciones, es que las políticas para el sector han privilegiado lo ideológico, o se han traducido en políticas y normas las concepciones de ciertos funcionarios respecto de la "equidad", lo que significa no castigar al alumno agresivo, violento, indisciplinado o reacio a adecuarse a pautas de comportamiento civilizadas- ni premiar al que estudia y se ajusta a aquéllas.
                        En los hechos, muchos aspectos de nuestra educación –no sólo la pública, sino la privada- están estatizados: los planes de estudio son trazados por los ministerios de educación; los "contenidos mínimos obligatorios" conforman una abrumadora mayoría de las horas de clase que se dictan; la ideología de los funcionarios y burócratas de la educación –casi sin excepciones, hostil al capitalismo- prima sobre los derechos e intereses de los padres. Las instituciones privadas de enseñanza tienen muy limitada su libertad de brindar contenidos nuevos, distintos, o que contravengan la "religión oficial".
                        Ya es lejana en el tiempo la polémica acerca de la educación católica en las escuelas públicas. Se ha considerado, con toda razón, que no se puede imponer una determinada creencia a los que tienen otras, o carecen de ellas. Pero nunca se piensa que imponer como contenido obligatorio las ideas o ideologías de los funcionarios del Ministerio de Educación es también una forma de "enseñanza religiosa". Una religión atea y muchas veces antirreligiosa, pero con sus dogmas, sus excomulgados, sus satanes y sus "vade retro", que se impone a los niños y adolescentes sin importar las creencias o ideas de los padres. Refiriéndose al horrible experimento de ingeniería social que fue la Unión Soviética, decía Albert Camus, que no era precisamente un panegirista del capitalismo[31], "…esta fe activa en los representantes de la verdad es la única que puede salvar al súbdito de los misteriosos estragos de la historia…la utilidad directa de esta noción consiste en impedir la indiferencia en materia de fe. Es la evangelización forzosa…la culpabilidad no está ya en el hecho, sino en la simple ausencia de fe…".
                        Los Grandes Inquisidores del siglo XX, aunque distantes de Torquemada, han sido benévolamente olvidados pues hoy no es políticamente correcto hablar del comunismo. ¿Qué decía de ellos Camus?:
"Los Grandes Inquisidores rechazan orgullosamente el pan del cielo y la libertad y ofrecen el pan de la tierra sin la libertad…" (pág. 61)
                        Por supuesto, los tiempos históricos no permiten –al menos por ahora- el lavado colectivo de cerebros. Pero en la mentalidad de muchos ideólogos de la educación, tanto los credos religiosos como la indiferencia burguesa o el rechazo de los padres a las ideologías de los educadores, son obstáculos a su pretensión de moldear a los jóvenes conforme con sus cosmovisiones filosóficas, ideológicas y políticas.
                       




[1] Caeteris paribus significa, en economía, "si todo lo demás permanece igual". Si bien rara vez todo permanece en idénticas condiciones, así considerarlo es analíticamente indispensable. No sólo en economía, sino en la física y en las ciencias, es necesario aislar determinados elementos y considerarlos provisoriamente invariables o inexistentes, para analizar el comportamiento de las magnitudes que varían.
[2] La elasticidad es una medida de la respuesta de la cantidad ofertada o demandada frente a un aumento o reducción de precios, y matemáticamente se expresa así:
&Q. P.
&P. Q
Cuando el incremento o reducción de Q (cantidad) frente a un aumento o reducción de los precios es pequeño, nos hallamos frente a una oferta (o demanda) rígida.
[3] Marx, que había leído a los clásicos y respetaba especialmente a David Ricardo, conocía la tendencia a la igualación de la tasa de beneficio. Aunque su idea sobre la naturaleza del beneficio hoy se considera superada –pues se basa en la teoría de la plusvalía- acertó en ese aspecto, pese a su fundamentación equivocada. Escuchemos sus palabras: "A consecuencia de la diversa composición orgánica de los distintos capitales invertidos en las distintas ramas de la producción, y a consecuencia, por consiguiente, de la circunstancia que según el distinto porcentaje de la parte variable en un capital total de cantidad determinada, capitales de igual cantidad pondrán en movimiento muy distintas cantidades se trabajo, se apropiarán también de muy distintas cantidades de supertrabajo o producirán también muy distintas masas de plusvalía. En consecuencia, las cuotas de beneficio que imperan en las distintas ramas de la producción son originariamente muy distintas. Estas distintas cuotas de beneficio se compensarán, por medio de la competencia, a una cuota general de beneficio que será el promedio de todas esas cuotas de beneficio distinto" (Carlos Marx, "El Capital", Segunda Sección del Libro III, págs. 1083-1084).
La argumentación deja sin explicar por qué, si según el autor, el beneficio se explica por la plusvalía, y sólo se obtiene plusvalía de lo que él llama "capital variable" (suma destinada al pago de salarios), los capitalistas invertirían en "capital constante" (la parte del capital invertida en medios de producción, es decir, en materia prima, materias auxiliares y medios de trabajo). La mecanización carecería de sentido en ese esquema.
[4] Keneth Boulding, "Análisis económico", 9ª edición española de la cuarta edición norteamericana, 1967, Alianza Editorial S.A., Madrid, 1967, págs. 82-86.
[5] Mc Conell, "Curso básico de economía", Ed. Aguilar, 5ª edición, 1973, Biblioteca de Ciencias Sociales, cap. 2, págs. 36, 37, 39, 40
[6] En economía, "caeteris paribus" es un condicionamiento para separar, al efecto del análisis, los determinantes del movimiento de los precios. Significa, que las restantes condiciones permanezcan invariables, y supone, como todos los modelos, una abstracción de determinados componentes de la realidad. Eso no significa que los modelos no sean realistas, sino que al efecto del análisis, es imprescindible aislar las relaciones causales.
[7] Se está estudiando el automóvil a propulsión con hidrógeno derivado, a la vez, de alcoholes vegetales (ámbito Financiero, suplemento Energía, 30 de marzo de 2006, páginas IV y V).
[8] Keneth Boulding, "Análisis Económico", 9ª edición española de la 4ª edición norteamericana, Edición de Revista de Occidente en Alianza Editorial, pág. 171.
[9] En cuanto la falta de disposición del dinero supone privarse de los intereses de él.
[10] Si el especulador se endeuda para adquirir las mercaderías, pagando un interés.
[11] Boulding, obra citada, págs. 171-173;
[12] Prescindiré por ahora de mi formación jurídica, y de la difícil, si no imposible, concordancia con la Constitución de esas medidas, que requieren necesariamente de un cuerpo de inspectores y de funcionarios que controlen, impongan sanciones, y erijan a la administración en juez y fiscal. Los recursos ante el Poder Judicial, si tienen efecto suspensivo, privan de eficacia al control administrativo, y si no lo tienen, son inconstitucionales.
[13] En el capítulo anexo explicaré con más detalles la mecánica de la fijación de precios de monopolio.
[14] Es decir, el cambio en el ingreso total como consecuencia de vender una unidad adicional. Al enfrentar una demanda inelástica, para vender más, tendría que reducir el precio, con lo que el ingreso marginal será siempre menor que el precio. Consecuentemente, el punto de igualación del costo marginal y el ingreso marginal será de un precio mayor y una cantidad menor, que en un régimen de competencia perfecta.
[15] Y lo que no están arrimados al poder se acostumbran a la violación de las normas, con una consecuencia extraeconómica deletérea: inicialmente, se las viola para subsistir, pero la constante transgresión acostumbra a muchos empresarios a incumplir no sólo las leyes injustas, sino también las justas y los contratos. El desprestigio de la ley arrastra al debilitamiento de todos los deberes jurídicos. El empresario que cumple sus obligaciones legales y contractuales se encuentra en desventaja frente al incumplidor, y en tales condiciones, la subsistencia y el éxito ya no dependen de la eficiencia empresaria, sino de la falta de escrúpulos para quebrantar el orden jurídico
[16] Los economistas de la escuela austríaca –seguidores de Ludwig von Mises y de Friederik von Hayek- han mantenido y mantienen una seria disidencia metodológica con la mayoría de los economistas matemáticos neoclásicos, sea en los análisis de equilibrio parcial de Marshall, o del equilibrio general de Wilfredo Pareto. Cuestionan que, en su obsesión por esos inasibles resultados finales, se les escapa lo fundamental que son los procesos dinámicos que apartan a la economía de ese equilibrio.
Volveré sobre la cuestión, una vez que mis lectores se hayan adentrado en el análisis de los procesos de mercado.
[17] A la fecha de publicación de este post la situación ha variado en Cuba, pero el hecho de que la situación descripta se haya mantenido por tanto tiempo, y que libertades tan elementales sean motivo de comentarios periodísticos, muestra el ahogo de las libertades individuales que vivió y que sigue viviendo la perla del Caribe.
[18] Michael Heller, "El hombre nuevo soviético", edición en Argentina de Ed. Sudamericana-Planeta, 1985, pág. 42.
 [19] Jan Tinbergen (citado por Juan Carlos de Pablo, "Macroeconomía", 1ª edición, 1991, Fondo de Cultura Económica, pág. 799) es autor del teorema de que –en el mejor de los casos, no existiendo incertidumbre, y cuando se persiguen metas fijas de política económica- el logro simultáneo de determinadas metas independientes de política económica requiere el empleo de igual número de instrumentos de política económica.
En condiciones de incertidumbre, y cuando se persiguen metas distintas y variables de política económica, se necesitan más instrumentos que objetivos (obra citada, p. 800).
[20] Samuelson-Nordhauss, obra citada, capítulo 27, págs. 523 y ss.
[21] Samuelson-Nordhauss (obra citada, pág. 525) dicen: "En conjunto, el ritmo estimado de crecimiento de la productividad total de los factores de la Unión Soviética en los cincuenta años anteriores a su caída fue más lento que el de Estados Unidos y otras grandes economías de mercado. La capacidad del gobierno central para obligar a dedicar una parte de la producción a inversión (y por lo tanto, detraerla del consumo), compensa la ineficiencia del sistema".
[22]  Las curvas de ingreso marginal y de costo marginal son las derivadas de las curvas de costo total e ingreso total, y en el punto en que mayor es la distancia entre ambas curvas –es decir, cuando el beneficio es máximo- coinciden sus pendientes o, en otras palabras, el costo marginal es igual al ingreso marginal (Alpha Chiang, Métodos fundamentales de economía matemática", McGraw-Hill, traducción española de la 3ª edición de inglés, pág. 251: "Una de las primeras cosas que un estudiante de económicas aprende es que, en orden a maximizar el beneficio, una empresa debe igualar el coste marginal al ingreso marginal…").
[23] La fórmula del crecimiento es (1 + r)n, siendo r la tasa de crecimiento anual, y n el número de períodos. Como el crecimiento es exponencial –pues todo incremento se produce respecto del incremento anterior- los resultados que arroja un crecimiento a tasas nominalmente modestas son espectaculares.
Esos resultados en el largo plazo nos deben alentar y alertar: alentar, porque basta con crecer a tasas normales, para mejorar las condiciones de vida de la mayoría; y porque cuando se parte de niveles más bajos, es probable obtener tasas de crecimiento superiores. Pero nos deben alertar sobre los frecuentes fraudes estadísticos, de naciones cuyos gobernantes se las arreglan siempre para que figuren en las estadísticas de la contabilidad nacional, crecimientos "a tasas asiáticas", inconsistentes con los pobres o nulos resultados que se advierten en el largo plazo.
[24] Paul Samuelson, "Curso de Economía Moderna", decimosexta edición, cuarta reimpresión, edición española de Aguilar S.A., 1971, págs. 598, 603 y 845; Campbell Mc Conell, "Curso Básico de Economía", Ed. Aguilar, Biblioteca de Ciencias Sociales, 2ª edición española, 1975, pág. 702
[25] Paul Samuelson, obra citada, pág. 845
[26] Obra citada, pág. 847.
[27] Es decir, un modelo con acumulación de capital sin cambios cualitativos en su composición tecnológica.
[28] En otras palabras, el progreso técnico compensó exactamente el efecto erosivo que la ley de rendimientos decrecientes habría tenido, de lo contrario, sobre el rendimiento del capital.
[29] Francis Fukuyama, "Confianza. Las virtudes sociales y la capacidad de generar prosperidad", Editorial Atlántida, Buenos Aires, 1995,  pág. 374.
[30] E.J. Mishan, "Falacias económicas populares", traducción al castellano de Ediciones Orbis S.A., 1984, págs. 195 y ss.
[31] "El hombre rebelde", Editorial Losada, Buenos Aires, Biblioteca Clásica y Contemporánea, 14ª edición, pág. 226-227