martes, 24 de marzo de 2009

LOS FRACASOS DEL SOCIALISMO

1. Introducción

Es llamativo, y una muestra de la estupidez, ignorancia o mala fe de la mayoría de los medios de prensa, que la actual crisis haga pensar a muchos que la alternativa es el socialismo. En algunos -los más jóvenes- porque no vivieron el estrepitoso derrumbe del comunismo soviético y de sus países satélites; en otros, porque su ideología es inmune a los azotes de la realidad; y en una mayoría, porque repiten como loros lo que ven por la televisión, y muy pocos leen lo que no pueden conseguir por internet, en particular libros de alguna antigüedad.

A pocos llama la atención la mal disimulada conversión china al capitalismo –manteniendo las características totalitarias de su sistema político- la suscripción por Vietnam de tratados de libre comercio con Estados Unidos; y la elocuencia de las comparaciones entre Corea del Sur y Corea del Norte, entre Taiwán y Hong Kong y la propia China comunista; entre Alemania Occidental y lo que fue Alemania Oriental. Hace 20 años, tras la caída del Muro de Berlín, casi nadie discutía que el socialismo estaba acabado, al punto que Robert Heilbroner, quien siempre simpatizó con el socialismo, dijo: "Menos de 75 años después de haber comenzado, la contienda entre capitalismo y socialismo ha concluido: el capitalismo ganó. La Unión Soviética, China y Europa del Este nos han dado la más clara prueba de que el capitalismo organiza los asuntos materiales de la humanidad más satisfactoriamente que el socialismo[1].

2. La ineficiencia de la planificacion central.

Como destacaban Mises y Hayek, los socialistas más competentes, serios y estudiosos ya habían descartado en las décadas del 20 y del 30 del siglo pasado que fuera eficiente una economía de planificación central. En particular Oskar Lange, dedicaba sus afanes argumentativos a demostrar que es posible compatibilizar el socialismo con el mercado, lo que resulta enteramente imposible, pues no se concibe el funcionamiento del mercado sin auténticos empresarios, que son algo muy diferente de los gerentes de empresas estatales, carentes de todo incentivo para actuar minimizando costos, y buscando nuevas tecnologías, métodos de producción y mercados, o lisa y llanamente abandonando la producción de los bienes que ya no sean demandados, e inclusive cerrando la empresa.

Los esquemas socialistas, aun los que procuran una imposible coexistencia con el mercado, presuponen una economía estática, en la que no existan cambios en la demanda, en la tecnología y en los modos de producción, y en la que los gerentes de las empresas estatales dispongan de la información previa, suponiendo que no se modificará. Como lo puso de manifiesto Ludwig von Mises, la información sólo se crea o se descubre si el empresario tiene un incentivo, que es el beneficio; y si el empresario, por no reconocerse el derecho de propiedad, no puede lograrlo, no tiene ningún aliciente para mejorar o cambiar el statu quo económico, ni para realizar un auténtico cálculo económico.

No es posible separar el mercado de la propiedad privada de los medios de producción. Es decir, si se la elimina, los gerentes no podrán actuar como empresarios, pues no son empresarios, ni siquiera en una economía capitalista. La actividad empresaria no se reduce a la mera gestión de los recursos disponibles, sino que se procura aumentarlos, cambiarlos, eventualmente incursionar en otras ramas de la actividad económica o incluso cesar en algunas o todas ellas, lo que sería impensable para un gerente socialista.

Los sectores de la actividad económica van cambiando a través del tiempo: hace tres décadas, la soja tenía una importancia marginal en la agricultura, y hoy es el cultivo de mayor expansión en nuestro país. La computación personal no existía, y pocos previeron que llegaría a constituir un bien de uso corriente en los hogares. La producción a bajo costo del aluminio recién se desarrolló en el siglo XX, así como los plásticos y los derivados de hidrocarburos. La aviación comercial no tenía el desarrollo que ahora tiene, como consecuencia en gran medida de la desregulación aérea a partir de 1977 ("Samuelson-Nordhauss, "Economía", decimosexta edición, 1999, Mc Graw Hill/Interamericana de España, pág. 315).

Un gerente estatal honrado y razonablemente eficiente podría haber gestionado el statu quo económico existente en una fecha dada, pero no podría incursionar en nuevas actividades, ni desarrollar nuevas tecnologías, ni prestar distintos servicios.

Uno de los problemas centrales del socialismo es que, abolida la propiedad privada de los medios de producción, no es posible generar un mercado de ellos, y al no existir éste, no hay precios que sirvan para evaluar la eficiencia, ni un mercado de capitales para asignar los fondos a las actividades más beneficiosas. En la economía capitalista, el empresario que carece de recursos propios suficientes, puede endeudarse o buscar socios que provean de capital, tarea imposible para un órgano burocrático estatal, que previsiblemente no financiará nuevas actividades de otros burócratas, por buenas que sean sus intenciones, y por originales y creativas que resulten sus iniciativas.

Dicen Samuelson-Nordhauss (obra citada, páginas 544-545) "en una economía de mercado, las decisiones comerciales sobre los libros se toman principalmente en función de los beneficios y las pérdidas. En la Unión Soviética, como los beneficios eran un tabú, los planificadores usaban objetivos cuantitativos. El primer incentivo gerencial era recompensar a las empresas de acuerdo con el número de libros producidos, por lo que los editores imprimían miles de libros pequeños que no se leían. Ante el claro problema de incentivos, los planificadores cambiaron de criterio, estableciendo uno basado en el número de páginas, a lo que los editores respondieron publicando gordos libros utilizando papel cebolla y grandes caracteres. Los planificadores adoptaban entonces como criterio el número de palabras, a lo que los editores respondían imprimiendo enormes volúmenes con pequeños caracteres. En todos esos sistemas, no se pensaba nunca en el beneficiario último del libro, que era el lector".

El mismo problema se presentaba con otras ramas de la producción. Los vehículos soviéticos eran, ora grandes y pesados, cuando los objetivos de producción se formulaban en toneladas; o más pequeños (como el Lada, una adaptación del viejo Fiat 1600), cuando los objetivos se establecían en unidades; pero en todos los casos, de muy baja calidad y tecnológicamente obsoletos.

Las palabras de Michael Voslensky ("La nomenklatura. Los privilegiados en la URSS", Editorial CREA S.A., 1981, Buenos Aires, impreso en España por Chimenos S.A.) –quien algo conocía de la burocracia soviética por haberla integrado- son ilustrativas de la deprimente realidad que se vivía en ese sistema, y que ahora –después de su implosión- algunos miran con nostalgia y muchos otros desconocen:

"La economía burocrática planificada es fundamentalmente hostil al progreso técnico…La actitud frente al progreso técnico –en los hechos, que no en los discursos- es exactamente la inversa de la que tiene el capitalismo. Cuando se produce un descubrimiento científico, el capitalismo debe resolver el problema del espionaje industrial, y el "socialismo real" el de la "introducción". Pero existen también otros signos de esta tendencia a la reducción del desarrollo de las fuerzas productivas. Por ejemplo, la mala calidad de la producción en las empresas soviéticas…La razón profunda reside en que la producción planificada tiene en cuenta sobre todo la cantidad, expresada en unidades o en valor. Esos son los términos en que el plan debe ser cumplido…La mala calidad de la producción es una de las formas de simplificación del trabajo observadas en el cumplimiento de los objetivos fijados por el plan…" (pág. 143).

"Otra forma de esta limitación –menos inmediatamente evidente, pero familiar para los consumidores soviéticos- es ésta: cuando el plan no ha sido expresado cuantitativamente, sino sobre una base financiera, la fábrica se esfuerza por producir variantes caras del mismo producto. Esto le permite fabricar menos, y al mismo tiempo satisfacer los imperativos del plan…Que la mercadería encuentre o no compradores importa muy poco" (pág. 144).

En realidad, sin un sistema de precios de mercado mundial que orientaba medianamente a los planificadores, los errores habrían sido aún más groseros. Sin embargo, los resultados del experimento colectivista fueron desastrosos. Alemania Occidental y Alemania Oriental comenzaron con niveles de productividad y estructuras industriales similares, a final de la segunda guerra mundial. En 1989, la productividad de Alemania Oriental era entre un cuarto y un tercio de la productividad de Alemania Occidental y además, el crecimiento estaba orientado a la producción de bienes intermedios no valorados por los consumidores (Samuelson-Nordhauss, obra citada, pág. 545). Similares comparaciones se pueden hacer entre Corea del Norte (comunista) y Corea del Sud (capitalista), China Comunista (pese a su notable crecimiento en las últimas décadas) y Taiwán u Hong Kong.

4. Los inspiradores de los índices "K" de Moreno

Es notoria la benignidad con que los autores occidentales trataban la economía y la sociedad soviéticas, y su predisposición a aceptar las estadísticas, siempre infladas, sobre su crecimiento. En contraposición, Voslensky decía:

"…la falsificación de las estadísticas continúa bajo Kruschev; él mismo las denuncia durante el pleno del Comité central realizado en enero de 1961; sin embargo, las falsificaciones siguen hoy a la orden del día" (pág. 146).

"Porque la Nomenklatura se sirve de las falsificaciones estadísticas para paliar la tendencia a la reducción de las fuerzas productivas. Contra esta reducción, de la que hemos visto que se trata de una consecuencia de la planificación, no existe más que un remedio: inventar cifras imaginarias" (pág. 146).

5. El socialismo real y la pobreza

Para quienes atribuyen la miseria -a la que a veces añaden el curioso adjetivo de "digna"- de Cuba al "bloqueo" -es decir, al embargo- estadounidense (que, por la triangulación a la que obliga, equivale a una restricción a las importaciones que sería altamente elogiada por nuestros proteccionistas, pues supuestamente defienden a la industria nacional), sería bueno que recordaran idénticas calamidades en los países que abrazaron el "socialismo real":

"Los clásicos del marxismo-leninismo predijeron que el socialismo provocaría un salto adelante del nivel de vida del pueblo…Al contrario de estas promesas, en los últimos 60 años se ha comprobado claramente que el nivel de vida de las poblaciones del "socialismo real" es inferior al de los países capitalistas" (pág. 162).

"En el curso de este medio siglo, la historia nos ha proporcionado laboratorios; en ellos, las comparaciones son posibles. La disparidad entre las condiciones de vida de las dos Coreas o de las dos Alemanias es tan llamativa, que ni la propaganda de la Nomenklatura, ni siquiera ella, intenta negarla. Bajo la monarquía de los Habsburgo y durante el período entre las dos guerras, se consideraba que Bohemia tenía un nivel de vida sensiblemente superior al de Austria. Cuando la propaganda sobre el "florecimiento de la Checoslovaquia socialista" debió cesar, durante la Primavera de Praga, la dirección del Partido Comunista checoslovaco se propuso, abiertamente, la tarea de acercarse al nivel de vida de Austria" (pág. 163).

"¿Qué ha sucedido en Corea del Norte, en Checoslovaquia, en la Alemania del Este, en Berlín Este? ¿Han sucedido catástrofes naturales, terremotos, epidemias? Nada de eso; en esos países, simplemente, se ha establecido el "socialismo real" (pág. 163).

6. La pérdida de libertades

Quizás se responda que la Unión Soviética fue un accidente histórico, una desviación de los ideales socialistas. Pero los mismos males económicos y no económicos se repiten en todos los países que han ensayado el socialismo. Pérdida de las libertades, pobreza, retraso tecnológico, falsificación de las estadísticas, burocratización. Especial escozor ha provocado siempre, en las dictaduras socialistas, la libertad de salir del país, que en nuestra Constitución es una garantía explícita (art. 14) y que forma parte de la mejor tradición de Occidente. Teniendo en cuenta el creciente prestigio del socialismo en nuestro país, no parece inadecuado recordar los alambres de púas, los muros, las casamatas o, con menor intensidad, las restricciones burocráticas al otorgamiento de visas de salida, que han signado siempre a los experimentos socialistas (y si no, que se lo pregunten a Hilda Molina, cuya prohibición de salir del país no desvela a nuestros actuales gobernantes y no parece tener relación con los derechos humanos).

Decía Voslensky:

"…La clase de los nomenklaturistas sabe que muchos de sus súbditos sueñan con huir: ¿cuál es su actitud al respecto? En la época de Stalin, el simple deseo de abandonar la Unión Soviética pasaba por ser el mayor de los crímenes contra la seguridad del Estado. El tristemente célebre parágrafo 58 del Código Penal de la República Socialista Federada Soviética de Rusia estipulaba que la fuga al extranjero o la negativa a volver eran asimilables a actos de alta traición" (pág. 287).

"Resulta horriblemente complicado abandonar la Unión Soviética de manera definitiva o sea para un viaje de unos pocos días. La Nomenklatura está persuadida de que cualquiera de sus súbditos, si consigue escapar aunque no sea más que por unos minutos a su dominio, está dispuesto –cualquiera sea su edad- a abandonar a sus parientes, a sus amigos, su apartamento, su empleo y sus bienes para permanecer en un país independiente de la Nomenklatura y rehacer allí su vida. El sistema de atribución de visas de salida para los países aque no forman parte del bloque oriental, por consiguiente, persigue en su conjunto el único objetivo de impedir toda fuga" (pág. 289)…evitar que los ciudadanos soviéticos huyan del dominio de la Nomenklatura" (pág. 303).


[1] The Newyorker, 23 de enero de 1989. Véase también el artículo de Heilbroner «Analysis and Vision in the History of Modern Economic Thought», Journal of Economic Literature, volumen XXVIII, septiembre 1990, pp. 1.097-1.114, y en especial las páginas 1097 y 1110-1111.

domingo, 15 de marzo de 2009

LOS CUESTIONAMIENTOS MORALES A LA LIBERTAD DE EMPRESA

Así como en un post reciente me referí a los límites de la libertad por la moral y supletoriamente el derecho, ha llegado la hora de abordar el problema opuesto: el cuestionamiento global a la libertad de mercados y de empresa, al "afán de lucro", a la sociedad egoísta, en contraposición a la solidaridad que debería prevalecer en las relaciones humanas, según los impugnadores de lo que –al menos desde Marx- se denomina capitalismo.


Salvo estudios de James Buchanan sobre el comportamiento político –de los electores y de los funcionarios- la mayor parte de los que adscriben al socialismo o a las distintas variantes de estatismo –e inclusive economistas que en términos generales consideran beneficiosa la libre empresa, como Samuelson- presuponen implícitamente que los gobernantes, legisladores y funcionarios son una suerte de "déspotas ilustrados", omniscientes, e incontaminados, a diferencia de los repudiables burgueses, que actúan movidos por el vituperable móvil del lucro. La complejidad de la psicología humana, las contradictorias tendencias al bien y al mal propias del hombre, los actos de generosidad y desprendimiento que pueden realizar empresarios –e inclusive algún empresario corrupto como Schindler- y a la inversa, los extremos de maldad a que pueden llegar funcionarios que invoquen en el interés público para llenar sus bolsillos o simplemente para ejercer el poder sobre los semejantes, no fueron analizados.



En mi adolescencia, viví con particular fuerza esa impugnación ética a la burguesía, pues muchos de mis amigos detestaban "el sistema" no sólo porque en su concepción, la pobreza de muchos era causada por la riqueza de pocos, sino porque –alguna vez me dijo un muchacho a quien tuve mucho afecto- el sistema era a la vez hijo y engendrador de burgueses despreciables, explotadores o cómplices por omisión en la explotación.



También a lo largo de las décadas del 60 y 70, gran parte de los movimientos eclesiásticos consideraban un deber de los cristianos la "denuncia profética" de situaciones de injusticia y explotación. Los grupos juveniles católicos cantaban "somos hombres que queremos un mundo nuevo de amor", pues estaban cansados de las injusticias. En aquella época, era muy difícil para adolescentes con sensibilidad, sustraerse a la corriente ideológica predominante. Si la sociedad capitalista era intrínsecamente opresora, ¿qué relevancia podía tener si adoptaba formas democráticas –como en Uruguay, durante mucho tiempo- o autoritarias, como en Argentina? La democracia burguesa era meramente formal, una engañifa para que los desposeídos siguieran en su estado de postración.


Esa radical impugnación de las sociedades capitalistas, en hijos de empresarios, profesionales acaudalados, rentistas o pertenecientes a círculos sociales destacados, no podía sino atraer hacia el socialismo a una proporción sustancial de dicha generación. Asumían con culpa su posición económica, su educación y los colegios a los que asistían, y denostaban la riqueza, prestigio o poder de sus padres o parientes. Algunos tomaron las armas, y en otros persiste hasta el presente la culpa por no haber caído en la lucha[1].


De otro lado, se sabía que los países del bloque soviético no eran paraísos de libertad ni de prosperidad, y el Muro de Berlín –que los habitantes de Berlín Oriental no podían atravesar sin ser abatidos a balazos- mostraba que no todos estaban felices de permanecer en esas sociedades asfixiantes. La invasión de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968 por las tropas del Pacto de Varsovia –lo que era un eufemismo para decir el conjunto de naciones satélites de la Unión Soviética- fue aprobada por casi todos los partidos comunistas occidentales.


Para quienes seguían pensando que el socialismo marxista era un ideal traicionado, la Unión Soviética y los países que integraban el COMECON no constituían, en realidad, auténticos socialismos sino "capitalismos de estado", quedaban como faros de luz que iluminaban el porvenir, China comunista, Cuba y Yugoslavia.


La China de Mao Tse Tung estuvo de moda durante la década del 60. En los librerías de Punta del Este, sus veraneantes consumían como pan caliente "El libro rojo" de Mao. ¡Ese era un auténtico socialismo, antiburocrático, sustentado en el campesinado, y que procuraba la "revolución permanente! Realmente, ese socialismo era "in"[2], a diferencia de la Unión Soviética, "capitalismo de Estado" o "socialimperialismo". Lástima que todo eso fuera una inmensa mentira. El maoismo resultó mucho más opresivo y salvaje, porque era más radical, menos burocrático, más fanático que la envejecida "nomenklatura" soviética.


[1] Curiosamente, al menos durante los primeros años de la década de 1970 se repetían con pocas o ningunas restricciones temas contestatarios ("Marcha de la bronca", de Pedro y Pablo, "Hoy te queremos cantar", de Alma y Vida)
[2] Para quienes no conocen el argot de aquella época, lo "in" era para los snobs, lo paquete, lo cheto, la moda.

miércoles, 4 de marzo de 2009

LUGARES COMUNES Y MENTIRAS SOBRE LA EDUCACIÓN

En las economías modernas el trabajo no calificado –es decir, el que no tiene agregados estudios formales o capacitación formal o informal- es el que soporta más bajas retribuciones. A la inversa, el trabajador educado obtiene mayores niveles de ingreso, porque su productividad es superior, puede utilizar las nuevas tecnologías y mantenerse actualizado en su aprovechamiento. Consecuentemente, la educación puede disminuir la pobreza, puesto que ésta no es sólo un problema de bajos ingresos, sino de un reducido valor del "capital humano" (dicho sea esto sin ninguna connotación peyorativa). El problema de los más pobres no son sólo sus bajos ingresos, sino su escasa posibilidad de incrementarlos, porque su productividad es muy baja o nula.


Pese a lo anterior, lo mejor que puede hacer el Estado no es el lugar común de –como se suele repetir acríticamente en Argentina- dar al gobierno una fuerte injerencia en la materia. Llevamos décadas de predicar la importancia de la educación, y de asimilarla con el gasto público en esa materia, y cada década se obtienen resultados más pobres en materia educativa. Una de las explicaciones es que las políticas para el sector han privilegiado lo ideológico, o se han traducido en políticas y normas las concepciones de ciertos funcionarios respecto de la "equidad", lo que significa no castigar al alumno agresivo, violento, indisciplinado o reacio a adecuarse a pautas de comportamiento civilizadas- ni premiar al que estudia y se ajusta a aquéllas.


La educación pública argentina -sobre todo en el nivel secundario- nada ha hecho por aminorar la marginalidad, ya que no alienta la capacidad, ni el esfuerzo, ni la competencia, ni el mejoramiento, y por el contrario, en su afán de evitar la "expulsión" del sistema, fomenta las conductas destructivas y antisociales, al punto que en una generación, la clase media, que enviaba a sus párvulos a las escuelas públicas en una proporción significativa, ha huido de ellas, aterrada por la inseguridad, la politización, la pérdida de horas de clase y el permanente incentivo a la transgresión, la destrucción y el salvajismo.


En los hechos, muchos aspectos de nuestra educación –no sólo la pública, sino la privada- están estatizados: los planes de estudio son trazados por los ministerios de educación; los "contenidos mínimos obligatorios" conforman una abrumadora mayoría de las horas de clase que se dictan; la ideología de los funcionarios y burócratas de la educación –casi sin excepciones, hostil al capitalismo- prima sobre los derechos e intereses de los padres. Las instituciones privadas de enseñanza tienen muy limitada su libertad de brindar contenidos nuevos, distintos, o que contravengan la "religión oficial". Bajo el alero de una ideología colectivista, la ley 26.206 concibe a la educación, no como un derecho individual (art. 14 de la Constitución Nacional), sino como "un bien público y un derecho personal y social" (art. 2), como si el carácter de "público" tuviese un valor ético superior a lo individual; "el Estado Nacional fija la política educativa y controla su cumplimiento" (art. 5); "el Estado garantiza el financiamiento del Sistema Educativo Nacional… el presupuesto consolidado del Estado Nacional, las Provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires destinado exclusivamente a educación, no será inferior al seis por ciento (6 %) del Producto Interno Bruto" (como si una generación de ágrafos, pese a los crecientes presupuestos educativos, no fuera un indicador de que las falencias no provienen de la insuficiencia de recursos, sino en la prevalencia de la ideología y el sindicalismo); "el Estado Nacional no suscribirá tratados bilaterales o multilaterales de libre comercio que impliquen concebir la educación como un servicio lucrativo o alienten cualquier forma de mercantilización de la educación pública" (art. 10)[1]; "el Sistema Educativo Nacional tendrá una estructura unificada en todo el país" (art. 15). Excede el propósito de estas líneas desmenuzar la ley nacional de educación. Lo que no es verba ampulosa e inútil, es ideología socializante y "políticamente correcta".



El derecho de enseñar, conjugado con la libertad de empresa (ambos reconocidos por el art. 14 de la Constitución Nacional) suponen la licitud de obtener una ganancia (¡horror de los horrores, un lucro!) con institutos educativos. Pero la intención y el sentido de la ley nacional de educación, más allá de su difusa fraseología, está claro: no es cuestión de que empresas capitalistas extranjeras se instalen en el país para competir con la educación estatal o digitada por el Estado. La preservación de la ideología estatista, y su monopolio de la educación, se tienen que asegurar de cualquier modo. La educación privada es un mal, y si proviene del extranjero, peor.




Ya es lejana en el tiempo la polémica acerca de la educación católica en las escuelas públicas. Se ha considerado, con toda razón, que no se puede imponer una determinada creencia a los que tienen otras, o carecen de ellas. Pero nunca se piensa que imponer como contenido obligatorio las ideas o ideologías de los funcionarios del Ministerio de Educación es también una forma de "enseñanza religiosa". Una religión agnóstica o atea y muchas veces antirreligiosa, pero con sus dogmas, sus excomulgados, sus satanes y sus "vade retro", que se impone a los niños y adolescentes sin importar las creencias o ideas de los padres.


La pretensión de uniformar ideológicamente a los jóvenes; el aliento a la agresividad, el conflicto y la indisciplina, lejos de fomentar la igualdad, provocan el efecto contrario: los padres que puedan financiar estudios en la también deficiente educación privada (deficiencias atribuibles a las pretensiones de uniformidad impuestas desde el gobierno) lo harán, y si pueden, huirán como de la peste de la politización de la escuela estatal (en el nivel secundario ya la toma del Colegio Nacional Carlos Pellegrini se ha convertido en un hecho reiterado y que no llama la atención). Los más pobres y la baja clase media se ven sacrificados por la ideología de los funcionarios de los ministerios de educación, y condenados a la carencia de estudios suficientes para insertarse en el mercado laboral; carencia que es el camino seguro hacia la desocupación o a los trabajos con bajos salarios. ¡Y todo ese cuadro de desastres, rindiendo homenaje meramente verbal –típico de Argentina- a principios igualitarios!




Muchos de los funcionarios públicos enquistados durante años en el presupuesto -con el gobierno que sea, desde Grosso en la ciudad autónoma de Buenos Aires, hasta con Jorge Rodríguez, jefe de gabinete de Menem, continuando en el Frente para la Victoriia - son marxistas, como Daniel Filmus. Y desde el marxismo no se concibe la educación sólo como enseñanza, sino como adoctrinamiento. Basta leer a los "padres fundadores" del marxismo, y su empeño en destruir la propiedad privada y el mercado, pero también la religión, la familia, cambiar la historia y modificar el sentido de las palabras. Hay que crear un "hombre nuevo", pero para eso es necesario que la publicidad sea monolíticamente igual, constante, uniforme y martilleante. No puede admitirse un pensamiento alternativo; toda idea distinta es "contrarrevolucionaria" y por ello, no sólo inadmisible sino peligrosa, cuando no signo de una enfermedad mental (algo de eso supieron los disidentes soviéticos).


Por eso, los pregonados éxitos de la "revolución cubana" en materia educativa, en el contexto de un pueblo sometido a una orwelliana uniformidad ideológica, no son tales. Dentro de los proyectos de ingeniería social, la eliminación del analfabetismo es una herramienta de la politización y uniformación de la sociedad. Lenin decía que "el analfabeto se encuentra excluido de la política, y por ello necesita aprender a leer y escribir"[2]. Eso es cierto, pero la "alfabetización" que va acompañada por el lavado de cerebros no hace a los destinatarios de aquélla seres más libres. Enseñar a leer y escribir, y a continuación vedar la difusión de ideas y conocimientos contrarios o distintos a la ideología oficial, es propagar la ignorancia semialfabetizada.


[1] Además de la imprecisión de los términos, lo que está claro es que no se pueden firmar tratados de libre comercio con países capitalistas, y ni siquiera socialdemócratas, si en ellos la educación no es centralizada ni estatizada (en Suecia han tenido gran éxito, para horror de los progresistas, los "vouchers" educativos, que confieren a las familias mayor libertad de elección



[2] Michael Heller, "El hombre nuevo soviético", edición en Argentina de Ed. Sudamericana-Planeta, 1985, pág. 42.

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