sábado, 19 de septiembre de 2009

LA INFLACIÓN

Ningún país ha experimentado una tasa de crecimiento de los precios más persistente, continua y elevada, que Argentina desde la década del 40. Desde 1975 y hasta 1991, la inflación fue crónicamente superior a los tres dígitos, con años de hiperinflación.

Desde 1970, en que se cambió nuestro signo monetario por el decreto ley 18.188, suprimiéndose dos ceros, se sucedieron el peso argentino en 1983 (se suprimieron cuatro ceros), el austral en 1985 (se suprimieron tres ceros), el peso convertible en 1991 (se sacaron cuatro ceros), y el actual peso no convertible. Un peso actual equivale a 10 billones de pesos moneda nacional. Pese a que la inflación ha acompañado a nuestra decadencia y a nuestro retroceso relativo frente a otras naciones, hay voces que proclaman que un "poco" de inflación no es negativo. La ex ministra de economía, Felisa Miceli, era una de esas voces, y su voz era la del matrimonio Kirchner, lo que es una muestra preocupante de la falta de cultura económica e histórica de nuestros dirigentes.
Desde Enero de 2002, los precios mayoristas ascendieron 274%, y los precios minoristas, 132%. Pero como, sumada la torpeza en materia económica y el autoritarismo en lo institucional, con una maestría sin par en el manejo de la propaganda política, el kirchnerismo y sus aliados consiguieron atribuir las culpas de lo sucedido a la década del 90, a la convertibilidad y al neoliberalismo, la opinión pública absolvió a quienes gobernaron desde 2002, de las responsabilidades por la recesión y la inflación desatadas en 2002, y dado que en el año 2003 y 2004 el incremento de precios no fue significativo, el tipo de cambio se mantuvo estable –condición necesaria para que la inflación no se dispare, la economía no caiga en recesión y no se deterioren los salarios reales- y los salarios crecieron, el rebrote de la inflación no generó, hasta 2006, mayores preocupaciones a los actuales gobernantes. La coyuntura internacional favorable -bajas tasas de interés, altos precios de los commodities, fuerte demanda mundial de soja- más el sesgo filo-oficialista de los medios de comunicación en aquellos años en que todas las noticias eran buenas, ayudaron al gobierno.

Cualesquiera sean las mediciones que se adopten, la inflación de los años 2005 y 2006 no fue inferior al 25%; la inflación del año 2007 rondó el 20%, y se estima no menos de un 30% en 2008. El poder ejecutivo pudo intervenir impunemente el INDEC y disfrazar las estadísticas de inflación, pero lo que no podía hacer por mucho que lo quisiese, era eliminarla mediante "úkases". Su incremento fue una consecuencia inexorable de lo siguiente:

* Gran parte de la inflación fue un reacomodamiento de precios relativos, que se vieron severamente distorsionados desde la devaluación (los precios mayoristas subieron mucho más que los minoristas). Dado que en el largo plazo no puede haber discordancias significativas entre la inflación mayorista y la inflación minorista, la brecha tendió a reducirse.

El gobierno mantuvo el tipo de cambio elevado (actualmente, alrededor de un dólar por 3,85 pesos), lo que excluye la posibilidad de que los precios mayoristas –más ligados en el corto plazo a la cotización del dólar que los precios al consumidor- desciendan. Y si no descienden los precios mayoristas, serán los precios minoristas los que deberán subir para cubrir la brecha: los salarios y las tarifas serán los factores alcistas en los costos. Además, dado que el gobierno ha excluido como opción la reducción del gasto público, también aumentarán los impuestos y tasas nacionales, provinciales y municipales.

Si bien ya no es posible endilgar la responsabilidad a gobiernos anteriores, siempre habrá villanos de afuera o de adentro a quienes culpar. Los argentinos que hemos vivido con la inflación y la hiperinflación aprendimos a valorar la estabilidad de precios que siguió a la convertibilidad, pero muchos otros parecen creer que todo eso era una ilusión, y ya que todo el mundo está tan feliz, quienes opinamos lo contrario parecemos unos agoreros, que responden a intereses inconfesables o padecen de una incurable necedad.

Así como la despreocupación por las consecuencias del cigarrillo es más probable que conduzca a la adicción, la subestimación de la inflación, en pasadas décadas, ha llevado a inflaciones galopantes. La inflación genera un círculo vicioso perverso, en que el alza de precios provoca una puja distributiva –ningún sector quiere perder su participación en "la torta" (el ingreso total)- y esa puja distributiva, al ser convalidada con cantidades crecientes de moneda, genera más inflación, lo que provoca una nueva lucha por preservar los ingresos reales.

Cuando no existió esa "lucha", es porque determinados sectores fueron "derrotados" y se tuvo la habilidad de culpar de su situación a épocas y personas pretéritas. La devaluación del año 2002 "derrotó" a los acreedores, a los asalariados, a los sectores de menores ingresos. No hubo mayor inflación por la enorme caída de la demanda, porque la eufemísticamente llamada "reprogramación" de los depósitos privó de capacidad adquisitiva inmediata a un importante sector de la población, y porque, salvo los depósitos ajustados por un políticamente dibujado y alejado de la realidad "coeficiente de estabilización de referencia" (CER) –carentes de liquidez- en general no se permitió la indexación.

Pero ese no es un mérito: obviamente, si se reducen los ingresos reales de la mayoría de la población, la caída de la demanda abate temporalmente la inflación, si los factores alcistas de los costos –los salarios, las tarifas y el tipo de cambio- no aumentan, como no aumentaron en los años 2002 y 2003. Ese colosal cambio de precios e ingresos relativos tuvo los mismos efectos empobrecedores que la inflación.

Como es probable –y deseo que sea así- que algunos de los lectores de este blog sean de corta edad, y no hayan vivido o no recuerden las inflaciones galopantes e hiperinflación que signaron la vida económica de nuestro país, es necesario insistir en algunos conceptos elementales.

La inflación es –entre otras cosas- un impuesto a las tenencias de dinero[1], y además, un impuesto regresivo, pues los sectores de menores ingresos son quienes mantienen una proporción más grande de ellos en dinero, y no tienen acceso a activos que preserven su valor de la depreciación de aquél. Su única "defensa" contra la inflación es comprar todo lo que puedan, apenas cobren sus sueldos o perciban sus ingresos.

Como impuesto que es, la población tiende a eludirlo, reduciendo su demanda de dinero y consecuentemente, el valor real de sus tenencias en efectivo. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el circulante más los depósitos en cuenta corriente significaban 120 días del producto bruto argentino, y al comienzo del plan austral –en Junio de 1985- sólo tenían saldos en efectivo para menos de diez días[2].En 1945 los depósitos bancarios representaban un 35 % del PBI, y los billetes y monedas en circulación, un 12,5 %. El M2 ascendía a un 47,5 % del producto bruto interno, contra las despreciables proporciones actuales[3].

Salvo en las primeras etapas de la inflación –cuando la población no está acostumbrada a cubrirse de ella, es decir, cuando la gente todavía sufre la “ilusión monetaria” –que un peso equivale siempre a un peso; y que lo importante son los salarios nominales, no los reales- la reducción de la demanda de dinero significa que cada vez hay menos saldos en efectivo en poder del público. Esa situación tiene efectos recesivos sobre la economía, por lo que las políticas que pretenden activar la demanda global –y con ella la producción agregada- mediante la emisión monetaria no logran ese objetivo. Cuando hay expectativas inflacionarias, la carrera entre la oferta agregada nominal de moneda y los precios siempre es ganada por éstos, razón por la cual la cantidad real de moneda es cada vez menor.

Los efectos destructivos de la inflación, no sólo de la economía, sino de todo el tejido social, son innumerables. Para los de corta edad, de corta memoria, o que nos los conocen, lo recuerdo someramente:

* En primer lugar, es evidente que la inflación no crea recursos. Si como consecuencia de ella, algunos salen ganando, es porque otros pierden. Al disminuir el poder adquisitivo de quienes tienen ingresos que no incrementan su monto nominal en forma inmediata y paralela al alza de los precios, y suponiendo, para la economía global, un ingreso real constante, la disminución de los ingresos reales de algunos supone el incremento de los ingresos de otros. Es decir, que en principio perjudica a los asalariados, a los desocupados, a los cuentapropistas, a los profesionales, y beneficia a los que incrementan sus ingresos más que sus costos.

* En segundo término, perjudica a los acreedores en moneda nacional, y más aún si –como en Argentina- se les prohíbe indexar sus acreencias. Nuestro sistema legal reconoce parcialmente la libertad para incrementar los precios (por mayor demanda, por mayores costos, o por lo que fuere), pero no permite a los afectados reflejar pasivamente, a través de índices de ajuste, esos incrementos que han sufrido.

Los acreedores en moneda nacional son comparativamente más "débiles" que sus deudores, pues el sistema jurídico no los protege. Los acreedores de indemnizaciones, los asalariados, los jubilados, entre muchos otros, son víctimas de la desvalorización de la moneda.

Ese sesgo en contra de los acreedores, y en especial los acreedores en moneda nacional, redistribuye el ingreso en contra de los más pobres. Una de las tragedias de nuestro país es que gran parte de los sectores que siempre se consideraron progresistas, y abogados de los más necesitados, hayan propiciados políticas económicas que, al producir inflación, son pauperizadoras de los ya empobrecidos sectores de bajos ingresos.

* Alienta el incumplimiento de las obligaciones en moneda nacional, pues la inflación, más las normas legales que vedan la indexación, o que pesificaron las deudas contraidas en moneda extranjera, favorecen al moroso. Litigar se torna económicamente "rentable" en vez de pagar, atiborrándose artificialmente los tribunales de pleitos.

* Los beneficios y perjuicios simultáneos ocasionados por la inflación, envenenan las relaciones sociales, fomentan el resentimiento, y acentúan las contradicciones de clases en mayor medida aún que la desocupación. Desatado el potro de la inflación, los niveles absolutos y relativos de ingresos dependen, en gran medida, de las presiones sectoriales para que se permita aumentar los precios –en los sectores con precios controlados- o de la "capacidad de movilización" de los gremios. Esa situación alienta la discordia en las relaciones laborales, reduce la productividad de la economía, fomenta las actitudes destructivas y la violencia inclusive en las relaciones extraeconómicas. La hiperinflación alemana de 1923, que sumió en la miseria a la mayoría y enriqueció a unos pocos, alimentó a la vez a la bestia del nazismo.

* Disminuye, y en los casos extremos elimina por completo, los incentivos para el ahorro y la inversión productiva. Si bien se han autorizado en nuestro país los depósitos indexados –una de las pocas excepciones a la veda general del reajuste por depreciación monetaria- la escasa confiabilidad del poder público y de los índices manipulados determinaron que gran parte de la población que dispone de ahorros, los vuelque a la compra de inmuebles. La construcción y adquisición de viviendas en "countries" o departamentos de lujo –alternativa racional frente al despojo, y que no pretendo criticar- aunque en las estadísticas macroeconómicas figure como "inversión", no incrementa la productividad de la economía.

Al aumentar la imprevisibilidad, la inflación eleva las tasas de interés de largo plazo, reduciendo la financiación para la inversión. Ante una inflación con guarismos de dos dígitos anuales no se puede contemplar un horizonte temporal dilatado para las inversiones, y los préstamos de largo plazo en moneda nacional se vuelven imposibles, a menos que se prevea un sistema de indexación por precios, actualmente prohibido (artículos 7 y 10 de la ley 23.928, previstos para un contexto de convertibilidad; ratificada su vigencia por la ley 25.561 del duhaldismo).

Una inflación del 12% anual significa un considerable incremento de los precios en el largo plazo: en 6 años, casi se duplican (suben 97,38%) en 10 años, se triplican (supone multiplicar los precios por 3,10); y en 20 años, casi se decuplican (aumentan 9,64 veces). Con esos indicadores, resulta imposible el uso de la moneda nacional como reserva de valor y unidad de cuenta –salvo para las transacciones del momento- por lo que alienta el empleo de otras monedas, que es justamente lo que las políticas económicas "nacionalistas" quieren desalentar.

* Distorsiona los precios relativos, exacerbando la conflictividad social. En una economía con estabilidad de precios, los valores de cambio relativos de los bienes varían, en función de las variaciones de los costos de producirlos –y consecuentemente de su oferta- y de los cambios en la demanda. Pero la inflación –y sobre todo, cuando su tasa es elevada- determina que los cambios en los precios relativos –y consecuentemente, de los ingresos relativos- sean más marcados: los que aumentan sus ingresos nominales al ritmo de la inflación, simplemente mantienen su ingreso real; quienes los aumentan menos, ven reducida la capacidad adquisitiva de sus salarios, jubilaciones, alquileres, rentas u honorarios; quienes por razones fácticas o contractuales no pueden aumentan su retribución nominal, ven reducidos sus salarios e ingresos reales.

Supongamos un nivel general de precios de 100, con desviaciones respecto del promedio, de 30% hacia arriba y hacia abajo. También supondremos, por razones de simplicidad analítica, que los mayores niveles de precios equivalen a mayores niveles de ingresos nominales[5], y que la población se divide en tres sectores: 1/3 tiene niveles de precios e ingresos 30% inferiores a la media; 1/3 con precios e ingresos iguales a la media; y un tercio, gana un 30% más que la media, con precios superiores en esa proporción.

Una inflación del 20%, pero en que la variación no sea idéntica, aumentará la dispersión de los precios y de los ingresos. En la hipótesis de que los que están en el escalón inferior no puedan aumentar los precios de sus bienes, servicios o prestaciones en el 20%, sino, por ejemplo, el 10%, ganarán 77[6]; los que están en el tramo superior, aumentan el 30%; y los del nivel medio, incrementan el 20% sus precios, con lo que simplemente mantienen su nivel real de ingresos.

Después de esa inflación del 20%, hay una tercera parte de la población con precios de $ 77; una tercera parte con precios de $120[7]; y una tercera parte, con precios de $169[8]. La dispersión entre los niveles de precios e ingresos se ha incrementado.

John Maynard Keynes, en su obra "A tract on monetary reform" describió acertadamente la inflación como una forma de tributación. Al significar un impuesto sobre las tenencias de dinero, se corrompe el funcionamiento del sistema democrático, pues el Estado obtiene recursos de los más pobres o desprotegidos, por una vía ajena a la Constitución. Además, como todo tributo, quienes lo sufren procuran que respecto de ellos no se verifique el hecho imponible[9] y esa menor demanda lleva a una reducción de la cantidad real de dinero. La menor cantidad de dinero, significa que el Estado necesitará cada vez más inflación, para recaudar la misma cantidad de "impuesto inflacionario". Si las autoridades pretenden obtener iguales valores que antes, la tasa de inflación deberá aumentar, lo que a la vez estimulará al público a reducir sus tenencias de dinero. Esa dinámica puede conducir a la hiperinflación: una espiral viciosa en que la emisión provoca inflación, la inflación causa la reducción de la demanda de dinero, la reducción de la demanda de dinero disminuye su cantidad real; la recesión provocada por esa circunstancia, motiva al gobierno a emitir más dinero, y así sucesivamente, en un proceso en que la inflación tiende a niveles progresivamente más grandes.

Para colmo, esa reducida demanda, y correlativamente escasa cantidad real de dinero, hace que igual déficit fiscal que en países desarrollados o con mayores niveles de monetización (proporción M/PBN), tenga efectos más inflacionarios. Por ejemplo, si la cantidad de dinero es el 10% del producto bruto, un déficit fiscal del 4% que se cubra exclusivamente con emisión monetaria, supone aumentar la base monetaria el 40%. Si la inflación disminuye la demanda de dinero, y su cantidad real se reduce, por ejemplo, al 5% del producto bruto, el mismo déficit fiscal, en términos de porcentaje frente al producto bruto, significa aumentar la base monetaria un 80%.

Suponiendo –lo que no es una hipótesis aventurada en situaciones de alta inflación- relaciones de causalidad recíprocas, el epílogo es la hiperinflación: más oferta monetaria y menor demanda de moneda, aparejan mayor inflación; mayor inflación, reduce la demanda de moneda, y con ello, su cantidad real; en esa situación, los déficits fiscales financiados con emisión de dinero tienen efectos más inflacionarios, pues entrañan un aumento porcentualmente mayor de los agregados monetarios, lo que genera más inflación y menor cantidad real de dinero, y así sucesivamente.

Se suelen distinguir dos tipos de inflación. Ambas son destructivas, y en sus últimas etapas resultan indistinguibles: la inflación de demanda, y la inflación de costos. Sea cual fuere su impulso inicial, ninguna puede perpetuarse en el tiempo, sin un permanente incremento de la cantidad de moneda.

Inflación de demanda

En la primera, la causa inicial es el incremento de la oferta monetaria, sea por déficit fiscal, por aumento de los activos externos o por redescuentos al sistema financiero. Así como una superproducción de trigo o de azúcar produce la caída de su precio, la superproducción de moneda provoca su desvalorización. Todo precio es una relación de cambio; como una de las funciones del dinero es ser un medio de intercambio, la reducción de su valor de cambio es el exacto correlato del incremento de los precios.

Cuando la gente dispone de más dinero para gastar, y dado que la oferta de bienes sólo puede ser aumentada, en el corto plazo, en pequeña medida (un 10% de incremento del producto bruto es considerado un logro ponderable), frente a un crecimiento mucho mayor de la oferta monetaria, la consecuencia inevitable, salvo que la demanda de dinero aumente –o lo que es igual, que su velocidad de circulación disminuya- es el alza de los precios.

Los modelos macroeconómicos convencionales –sobre todo los neokeynesianos o neoclásicos, muy frecuentes en los manuales de economía- suponen que la brecha entre demanda global –consumo, más inversiones, más gasto público, más saldo neto entre exportaciones e importaciones- y la oferta global, inducen a un alza generalizada de precios. Cuando la inflación proviene fundamentalmente del tirón de la demanda, probablemente el producto bruto se incremente, hasta el límite de la capacidad instalada de la economía. Mientras más cerrada y menos competitiva sea la economía, la mayor demanda se traducirá en mayores precios, pues los productores locales no deberán temer la competencia exterior.

Pero ese efecto no es duradero, y sólo subsiste en tanto dure la "ilusión monetaria", es decir, mientras el público piense que el incremento nominal de sus ingresos equivale a un aumento real, pese a que la oferta global de bienes no ha aumentado. En el mediano plazo, esa ilusión se desvanece: los asalariados, al ver erosionados sus ingresos reales por la inflación, demandan aumentos de salarios. Los locadores aumentan los alquileres en los nuevos contratos; los prestamistas, bancarios o no, incluyen en la tasa de interés una "prima" que prevé la desvalorización futura de la moneda; al aumentar el costo de oportunidad de mantener en cartera dinero nacional, las personas compran activos que no se desvaloricen (divisas extranjeras, oro, o bienes), como forma de preservar sus ahorros.

Una vez pasados los primeros efectos de la emisión monetaria –activadores de la demanda, y si hay capacidad ociosa, de la producción- si los precios ascienden en igual o mayor medida que la cantidad de dinero emitida, el "efecto riqueza" de los inicialmente mayores saldos monetarios se extingue por completo: en términos reales, la cantidad de dinero se mantiene idéntica –en el mejor de los casos, y si no disminuye la demanda de dinero- o se reduce (si la tasa de incremento de los precios es mayor que el aumento de la oferta monetaria).

Una reformulación de la conocida identidad cuantitativa lo aclara:

Si M.V.= P.Q, donde M es la oferta monetaria; V, la velocidad de circulación; Q, la cantidad de bienes producidos; y P, los precios, entonces

M/P = Q/V

M/P es la cantidad real de dinero, que es mayor mientras el cociente Q/V (cantidad real producida dividida en la velocidad de circulación) sea mayor. Dado que en el corto plazo los cambios en la oferta real de bienes y servicios son pequeños, la cantidad real de dinero es mayor, mientras menor sea la velocidad de circulación. Como la velocidad de circulación es inversa a la demanda de stocks de dinero, en definitiva la cantidad real de éste (M/P= m), depende de esta última variable (la demanda de dinero).

La reducida demanda de dinero genera una pequeña cantidad real de dinero, y consecuentemente, se reduce la demanda real de bienes, razón por la cual los efectos pretendidamente reactivantes de una política de expansión monetaria son de muy corto alcance, y perduran el escaso tiempo en que los precios no han aumentado en igual o mayor medida que la cantidad de moneda.

Inflación de costos

Cuando algunos precios –salarios, tipos de cambio, tarifas de los servicios públicos, impuestos indirectos- tienen una elevada incidencia dentro de la estructura general de costos de las empresas, los aumentos generalizados de aquéllos provocan un aumento en los precios de la economía.

Sea cual fuere el impulso inicial, los sectores que ven afectada su posición relativa como consecuencia del incremento de algunos de los precios –los salarios, las tarifas, el tipo de cambio, los impuestos- también aumentan sus propios precios. En el mejor de los casos, una vez finalizado el ciclo de aumentos, los precios relativos se habrán mantenido, pero para que todos se mantengan, es necesario que aumenten en idénticas proporciones. Supongamos que el impulso inicial provino de los salarios: si los precios aumentan en la misma proporción, los salarios reales se mantienen inmutables. Si subsiste el descontento con los niveles anteriores, se procurará un nuevo aumento, seguido de otras subas de precios.

Lo mismo puede decirse del tipo de cambio: transcurrido cierto tiempo, el gobierno no puede manipular su valor real; pero si persiste en el estéril propósito de mantenerlo elevado en términos reales, deberá adecuarlo permanentemente a la tasa de inflación. Salvo que la desconfianza y la fuga de capitales provoquen un tipo de cambio real elevado -es decir, que el precio de las divisas extranjeras suba más que los precios internos- en un contexto de relativa normalidad y de reflujo de capitales, el tipo de cambio real tiende a descender, cuando se ha elevado en forma desmesurada, como ocurrió en el año 2002.

Afirmar, como lo hacen algunos economistas "heterodoxos" simpatizantes o no del actual gobierno, que se pueden simultáneamente aumentar los salarios reales, mantener el nivel real del tipo de cambio, y evitar la inflación, es la misma incongruencia que desear que en un combate ganen ambos contendientes.

Como mayores costos, sin un acrecentamiento igual de la demanda, significan menor oferta y menores ventas, ese aumento de precios se produciría una sola vez, sin que signifique un crecimiento persistente del nivel general de precios. Pero, dado que el incremento de costos y precios es recesivo si no va acompañado de una demanda nominal que los acompañe, el gobierno adopta políticas de expansión de la oferta monetaria, procurando compensar total o parcialmente los efectos económicamente negativos de aquéllos. Una vez convalidado el aumento de precios –por mayores costos- con una expansión de la demanda nominal, los precios prosiguen su escalada.

Si subsisten los factores subyacentes en la economía real que determinaron el incremento inicial, el nuevo nivel de oferta monetaria nominal –y consiguiente demanda de bienes- constituye un nuevo escalón para ulteriores aumentos de precios, en los que los mayores costos generan la necesidad política de mayor emisión, y la mayor emisión ocasiona nuevos aumentos de precios.

La diferencia entre la "inflación de costos", y la "inflación de demanda", es que la primera no produce, ni siquiera temporalmente, ningún efecto activador de la economía. Antes bien, la política monetaria se reduce a convalidar los aumentos de precios; gráficamente se ha dicho que en vez de subir por el "tirón" de la demanda, ascienden por el "empuje" de los costos.

Pero, sea cual fuere la causa inicial, no puede haber una suba generalizada y constante de los precios, sin un acrecentamiento correlativo de la cantidad de dinero.

Ligado al enfoque "inflación de costos", durante las décadas del 60 y 70, en Argentina y en otros países de Latinoamérica (Brasil, Uruguay y Chile) estuvo en boga el enfoque "estructuralista" –que en esa época se contraponía con el "monetarismo"- de la inflación. Desde sus versiones más extremas –que no asignaban ninguna importancia causal a la emisión de moneda- hasta las más moderadas –que sólo reconocían a la expansión monetaria el carácter de agente de propagación de presiones inflacionarias ocasionadas por factores no monetarios-[10] coincidían en identificar como "monetaristas" a todas las posiciones que consideraban ortodoxas, incluyendo en éstas a las variantes más moderadas del keynesianismo.

Las posturas más radicalizadas eran torpes e inconsistentes, a poco que se analicen las causas del ascenso de los precios. Partiendo de la identidad cuantitativa –cuyo carácter tautológico impide su cuestionamiento- no puede haber aumentos permanentes del nivel de precios, sin una expansión de la cantidad de moneda:

M.V = P.Q
Si no se incrementan ni M (cantidad de moneda) ni V (velocidad de circulación)[14], a toda suba de los precios P, corresponderá un descenso de la cantidad ofertada Q.

La velocidad de circulación puede aumentar, o lo que es igual, la demanda de dinero disminuir –de hecho, es lo que ha ocurrido desde 1945, y con picos que coinciden con las hiperinflaciones- mas esa reducción tiene sus límites, pues siempre será necesario contar con dinero para las transacciones, y un alza de algunos costos no tiene por qué alterar los elementos monetarios (cantidad de dinero M y velocidad de circulación V) de la ecuación. En tal sentido, la inflación por el empuje de los costos no puede persistir, si no es acompañado por la emisión monetaria (aunque no crezca en la misma proporción).

Pero el alza de los costos, al reducir la producción, engendra presiones políticas y sectoriales para que el gobierno convalide, con emisión monetaria, la crecida de los precios. Esa secuencia fue la constante en los últimos sesenta años, en nuestro país.

La diferencia entre las concepciones de la inflación como "de costos" y "de demanda" se proyecta a la política: cuando se atribuye la inflación al aumento de algunos precios –sean los salarios, las tarifas, o el tipo de cambio; o al alza de los combustibles, o de los precios de los artículos de primera necesidad, atribuyéndolos a conspiraciones monopólicas- el poder público tiende a autoexculparse, o conseguir que lo exculpen vastos sectores de la comunidad. Su paso siguiente son los controles de precios, que además de conformar un avance inconstitucional sobre las garantías individuales[15] han fracasado invariablemente a lo largo de los siglos, pues, lejos de actuar sobre la causa del aumento de los precios –demanda nominal comparativamente alta, frente a una oferta relativamente rígida- acentúan las causas de ese aumento, provocando aumentos de la cantidad demandada, y reducciones de la cantidad ofrecida de bienes

Lo que no advierten los simplistas es que el eventual poder monopólico de grupos empresarios, si bien puede conducir a niveles elevados de precios, no es causa de la inflación. La inflación no es un problema de niveles absolutos de precios[16], sino de tasas de incremento[17], y de cambios de precios e ingresos relativos, más pronunciados mientras mayor sea aquélla.
[1] Valeriano García-Alvaro Saieh, "Dinero, precios y política monetaria", Ed. Macchi, 1985, págs. 324-325
[2] Juan Carlos de Pablo, "Macroeconomía", 1ª edición, 1991, Fondo de Cultura Económica, pág. 699.
[3] Carlos Brignone "Los destructores de la economía”, Ed. Depalma, 1980, págs. 40-50,
[4] Esto no es necesariamente así (existen grandes cadenas de hipermercados, en los que el secreto de sus altos ingresos son sus bajos precios y costos), pero en el ejemplo se ha simplificado deliberadamente, todo aquello que pudiera oscurecer o diluir el razonamiento.
En términos generales, las diferencias en los niveles de ingresos dependen de los precios de los factores, y de la cantidad de factores poseídos.
[8] Un arancel aduanero reduce las importaciones; los impuestos a las ventas –como el IVA- reducen las ventas, etcétera.
[10] Julio G.H. Olivera, citado por Valeriano García, "Dinero, Precios y Política Monetaria", Ediciones Macchi, 1985, pág. 322.
[11] Que es inversa a la demanda de dinero.
[12] La primera, es la garantía de la propiedad, aunque tradicionalmente los tribunales los hayan convalidado. Pero además, el efecto de los controles de precios sobre el equilibrio de poderes no suele ser destacado: el control queda en manos de dependencias del Poder Ejecutivo y las sanciones son aplicadas por organismos subordinados a aquél. Aunque se reconozca el derecho a apelar ante los tribunales, la tacha de inconstitucionalidad no se salva. Si el Poder Ejecutivo "en ningún caso" puede ejercer funciones judiciales (artículo 109 de la Constitución), la circunstancia de que los afectados puedan recurrir las decisiones ante el Poder Judicial no empece a la invalidez de atribuirle esas funciones, no sólo porque los jueces con frecuencia han retaceado sus facultades de control, excluyendo las cuestiones que denominan "de oportunidad, mérito o conveniencia", o expresando que los jueces no pueden conocer de las cuestiones que no hayan sido planteadas en sede administrativa, convirtiendo, así, a los organismos burocráticos en jueces de primera instancia.
[13] Juan Carlos de Pablo, obra citada, pág. 713.
[14] Un gigantón de 2 metros, no es probable que crezca después de los veinte años; el hecho de que su nivel absoluto de altura se elevado, no significa que su crecimiento –tasa de incremento- sea positivo. Un niño de doce años, crecerá más que el gigante adulto, aunque el valor absoluto de su altura sea reducido

lunes, 7 de septiembre de 2009

"TIPO DE CAMBIO ELEVADO", DEVALUACION Y POBREZA 2018

Es curioso cómo el "tipo de cambio competitivo" -es decir, dólar alto y salarios bajos- suele ser defendido desde el "progresismo" y desde los sectores más insensibles de la derecha. Periódicamente las entidades que aglutinan a industriales enarbolan como bandera, la supuesta defensa de la producción nacional a través de la subvaluación de nuestra moneda. Bueno...parafraseando a Perón, con las manos izquierda y derecha se toma la presa, se la corta y luego se la come.
Con eufemismo, se habla de un tipo de cambio "competitivo"; sin embargo justamente el argumento menos presentable –y por eso, pocas veces enunciado con sinceridad y crudeza- pero más acorde con la realidad, es que la competitividad que se procura a través de la permanente devaluación de nuestra moneda es mediante la reducción de los salarios reales. Una variante políticamente más digerible del argumento –esbozada por el ex Ministro de Economía Lavagna- es que la reducción de los salarios en dólares no implica necesariamente disminución del salario real, hazaña que no parece fácil de realizar, si se tiene en cuenta que los salarios reales dependen, para los sectores de menores ingresos, fundamentalmente del precio de los alimentos, vestimenta y medicamentos, todos ellos comercializables internacionalmente (sean exportables, importados o sustituyan importaciones).
Ya Keynes decía que, como los salarios nominales son inflexibles a la baja[2], la única forma de reducirlos es provocar su disminución en términos reales mediante la devaluación de la propia moneda[3]. Aunque el argumento fuera cierto –lo que no deja de ser curioso que haya sido  defendido por el populismo vernáculo- el hecho incontrastable es que toda devaluación provoca una caída del salario real y –al menos en el corto plazo- una recesión, por la reducción de los ingresos reales y con ello de la capacidad adquisitiva del grueso de la población.
La lógica interna de toda devaluación -sea brusca, sea "en cuotas"- es la intención de que los productores locales de bienes puedan subir sus precios en pesos respecto del "costo argentino", constituido por los costos de la mano de obra, por los precios de los servicios públicos (transporte, gas, energía eléctrica, provisión de agua) y los salarios de la administración pública. Si todos los salarios y los precios de los bienes no comercializables internacionalmente (en la jerga de los economistas, "no transables") subieran en la misma proporción que el dólar y el euro, no existiría cambio de precios relativos, y la devaluación de nuestra moneda no generaría ninguna ventaja competitiva.
Pero no sucede así. Los bienes exportables e importables tienden a acompañar el precio de las divisas extranjeras, menos las retenciones (los primeros) y más los aranceles y demás costos (los segundos), pues quienes puedan exportar, no venderán en el mercado interno a un precio menor; y los importadores no cobrarán un precio más bajo que el del valor en dólares u otras divisas -según la moneda empleada en la importación- de los productos que importan, más los aranceles, fletes, seguros y demás costos. Eso fomenta la sustitución de importaciones –pues quienes no podían competir con las importaciones, pueden hacerlo con un dólar que se acerca a los treinta pesos- pero en economía nada es gratis: la sustitución de importaciones se producirá únicamente si se reducen los salarios reales, porque las remuneraciones no siguen la devaluación, y se eleva el precio de los bienes importados (que se tornan menos accesibles dada la reducción de salarios e ingresos reales de la generalidad de la población).
Huelga señalar que la permanente emaciación del valor de nuestra moneda afecta principalmente a los sectores de menores ingresos, que gastan la mayor parte de éstos en bienes alimentos, bebidas, medicamentos y ropa, y proporcionalmente, utilizan menor cantidad de servicios (no comercializables internacionalmente, y cuyo precio ha subido comparativamente menos que los precios de los bienes transables).
Desde el punto de vista de la balanza comercial, una devaluación sólo la "mejora" -si es que el concepto tiene algún sentido- cuando aumenta el ingreso en una proporción mayor que el eventual aumento en la absorción (consumo más inversiones, más gasto público) o, lo que es más probable, si reduce la absorción en una proporción mayor de lo que se reduce el ingreso[4]. Dado que el principal rubro de la absorción –o demanda agregada- es el consumo, está claro que si se obtienen mayores saldos netos en la balanza comercial es porque la devaluación de nuestra moneda reduce los ingresos del grueso de la población –la que tiene mayor propensión marginal al consumo respecto de su ingreso disponible- y disminuye consecuentemente el consumo. La redistribución del ingreso de los grupos con propensión marginal al consumo alta –es decir, los sectores más pobres- hacia los grupos con propensión marginal comparativamente menor –los sectores de mayores ingresos- reduce la absorción y “mejora” la balanza comercial[5].
Otro efecto de la devaluación suele ser el llamado “efecto saldos monetarios”. Como el aumento de la cotización de las monedas extranjeras aumenta los precios en moneda interna de los bienes comercializables internacionalmente, si el gobierno mantiene constante la cantidad de dinero o lo aumenta en menor proporción que el incremento anterior, la suba de los precios disminuye el valor real de las tenencias monetarias del público. Esto tiene un efecto contractivo de la demanda global, adicional al efecto redistribución[6].
En suma: la principal “virtud” de un tipo de cambio "competitivo" es que reduce los salarios en dólares y los salarios reales, y consecuentemente el gasto público en dólares, así como induce una reducción del consumo y del valor real de las tenencias monetarias, y por ende de la demanda global, que genera un excedente en la balanza comercial. Sería bueno que quienes alientan la devaluación perpetua de nuestra moneda sinceraran la razón de su aliento –quienes lo saben- o tuvieran clara conciencia de lo anterior (quienes lo ignoran). Esto es absolutamente independiente de que sea a veces necesaria o no: aún en la hipótesis de que la necesidad fuera real, los terribles efectos –desocupación, aumento de la pobreza que provoca la devaluación de nuestro signo monetario- no dejarían de ser ciertos.
Es necesario repetirlo con todas las letras: sólo se puede mantener el tipo de cambio alto en términos reales, manteniéndose la pobreza y la huida del dinero nacional. Si la economía crece, vuelve la confianza y aumenta el ahorro, el tipo de cambio real tiende a caer. Si el tipo de cambio es fijo, la valorización de nuestra moneda en términos reales, se dará por el incremento relativo del precio de los bienes no transables[7] lo que no es malo, pues la mayor parte de los habitantes produce bienes o servicios no transables. Si el tipo de cambio es fluctuante, tiende a revaluarse la moneda del país; con esa revaluación, los precios de los bienes comercializables internacionalmente descienden, lo que no sucede, u ocurre en menor medida, con los no comercializables en el exterior.
Es cierto que en los países pobres los bienes no transables son baratos, pero eso es una consecuencia de la propia pobreza. Los ingresos de la población, en términos reales –y en divisas fuertes- son bajos; como se trata de bienes y servicios cuyo precio está determinado exclusivamente por el mercado interno, ante ingresos, demanda y costos salariales reducidos, los precios son más bajos. Pero convertir la pobreza en virtud, es una forma de ocultar los propios fracasos, y nos hace recordar a la fábula de la zorra y las uvas.
[2] “Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero”, Fondo de Cultura Económica, México, segunda reimpresión de la segunda edición, 1971, p. 207, 235, 237, 244).
[3] “A la luz de estas consideraciones opino que el mantenimiento de un nivel general de salarios nominales es, en general, la política más aconsejable para un sistema cerrado; al tiempo que la misma condición será valida para un sistema abierto, a condición de que pueda lograr el equilibrio con el resto del mundo por medio de fluctuaciones en los cambios sobre el exterior” (Keynes, obra citada, p. 238)
[4] Ana M. Martirena-Mantel, “Economía Internacional Monetaria”. Teoría de la balanza de pagos”, Ediciones Macchi, 1978, págs. 175, 203; Juan Carlos de Pablo, “Macroeconomía”, Fondo de Cultura Económica, 1991, págs. 623-625.
[5] ANA M. MARTIRENA-MANTEL, “Economía Internacional Monetaria”. Teoría de la balanza de pagos”, Ediciones Macchi, 1978, págs. 176 y ss.
[6] JUAN CARLOS DE PABLO,  o, "Macroeconomía", 1ª edición, 1991, Fondo de Cultura Económica, sus citas de DIAMAND, MOYANO LLERENA, SIDRAUSKI, CHEN y SALOP, págs. 624-625; ANA M. MARTIRENA-MANTEL, obra citada, págs. 227-234.
[7] Los precios de los bienes transables, al estar sometidos a los precios internacionales, no varían si el tipo de cambio es fijo.

EL FEDERALISMO

En la Argentina de hoy, parece una broma de mal gusto que se defina como representativa, republicana y federal (artículo 1° de la Constitución), y que uno de los nombres adoptados para la Nación, sea "Confederación Argentina" (art. 35).
El federalismo, cuando existe, constituye un obstáculo al gran gobierno del Gran Hermano, y por eso, no es defendido con seriedad por ninguna de las principales corrientes políticas nacionales. La reforma de 1994, que eliminó el Colegio Electoral y la elección indirecta, coadyuvó a su muerte definitiva.
Un auténtico federalismo conspira contra los grandes partidos, el gran estado, las políticas económicas, educativas y culturales centralizadas, y contra el dirigismo que ha constituido una peste para las libertades y el desarrollo de la economía. Más que por lo que positivamente aporta, debe defendérselo por lo que posibilita y por lo que impide: promueve la competencia entre provincias para atraer inversores y residentes; si los tributos fueran recaudados principalmente por las provincias, podrían ofrecer ventajas diferenciales, y los flujos de inversión premiarían a las que mantienen gastos públicos e impuestos moderados; favorece el "voto con los pies" de los habitantes y contribuyentes descontentos con determinados gobiernos locales, y en general amplía la libertad de elección.
Los gobiernos totalitarios, autoritarios y planificadores son hostiles al federalismo, como son contrarios a todo aquello que suponga una limitación jurídica o fáctica a su poder. El federalismo implica recortar el poder del gobierno central, y poner límites a sus pretensiones unificadoras en materia económica, política, cultural y de las ideas. Por ese motivo, las burocracias enquistadas no sólo en los ministerios de economía y planificación, sino en los grandes partidos políticos nacionales y en el ministerio de educación, rechazan la dilución de su poder, aunque a veces se vean forzados a rendir un homenaje meramente verbal al principio federalista.
Los embates contra el federalismo provienen de distintos ámbitos:
En lo económico, se ha hablado con frecuencia y sin precisión de un "federalismo funcional", distinto del político: el poder central, generosa y sabiamente, distribuiría en forma equitativa la inversión y el gasto públicos, favoreciendo a las provincias más rezagadas, de forma de asegurar la "igualdad de posibilidades". Para hacerlo, se necesitan macroorganismo "federales" –es decir, del Estado nacional- con amplias facultades y más amplios presupuestos. Esos leviatanes no serían posibles, a la vez, sin una fuerte concentración de la recaudación por el poder central, en desmedro de las provincias.
Cuando periódicamente se destapan hechos de corrupción, la opinión pública los atribuye a los vicios morales de los gobernantes, pero eso es sólo una parte –superficial- del problema. La cuestión central es que el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Otorgar excesivas facultades y fondos de uso discrecional a funcionarios nacionales, es generar incentivos perversos para las flaquezas morales.
Cierto es que en un sistema federal con efectiva descentralización también puede prohijar actos corruptos, pero al concentrar menos poder, menores recursos económicos, y depender éstos de contribuyentes locales, los incentivos de los gobernados para controlar el buen uso del dinero que aportan son mayores, que cuando un funcionario nacional, con fondos provenientes de los impuestos de todo el país, decide sobre la suerte de obras e inversiones públicas en una u otra provincia o municipio, según criterios discrecionales.
La división de poderes –no sólo entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial- sino entre las provincias y la nación- responde a la realista concepción de que los seres humanos son falibles, y que el poder debe ser controlado y contrapesado por otro poder. La idea republicana de un gobierno de leyes y no de hombres, se basa en un sano escepticismo acerca de las virtudes de gobernantes supuestamente esclarecidos. El liberalismo, sin ser pesimista, es realista acerca de los límites de la virtud, y prefiere instituciones y controles, antes que déspotas pretendidamente esclarecidos.
Partiendo de la premisa anterior, el "federalismo funcional" es centralismo más proclamadas buenas intenciones, más poderes discrecionales, más fortalecimiento del poder ejecutivo nacional por vía de delegación, más impuestos, impuestos y más impuestos. Puede ser que algunos crean de buena fe que eso es federalismo; resulta más fácil creerlo aún, cuando la propia retribución depende de ese sistema.
Desde el Ministerio de Educación, por razones ideológicas o por dependencia del presupuesto nacional, se repudia todo lo que implique diversidad, y diferencias con las concepciones políticas subyacentes en los planes educativos. So pretexto de las diferencias de nivel de educación, según los distintos niveles de ingreso, se han uniformado los contenidos y se ha tendido a centralizar las políticas y contenidos educativos.
Bajo el alero de una ideología colectivista, la ley 26.206 concibe a la educación, no como un derecho individual (art. 14 de la Constitución Nacional), sino como "un bien público y un derecho personal y social" (art. 2), como si el carácter de "público" tuviese un valor ético superior a lo individual; "el Estado Nacional fija la política educativa y controla su cumplimiento" (art. 5); "el Estado garantiza el financiamiento del Sistema Educativo Nacional… el presupuesto consolidado del Estado Nacional, las Provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires destinado exclusivamente a educación, no será inferior al seis por ciento (6 %) del Producto Interno Bruto"[1] (como si una generación de ágrafos, pese a los crecientes presupuestos educativos, no fuera un indicador de que las falencias no provienen de la insuficiencia de recursos, sino en la prevalencia de la ideología y el sindicalismo); "el Estado Nacional no suscribirá tratados bilaterales o multilaterales de libre comercio que impliquen concebir la educación como un servicio lucrativo o alienten cualquier forma de mercantilización de la educación pública" (art. 10)[2]; "el Sistema Educativo Nacional tendrá una estructura unificada en todo el país" (art. 15).
Excede el propósito de este ensayo desmenuzar la ley nacional de educación. Lo que no es verba ampulosa e inútil, es ideología socializante y "políticamente correcta". En lo que al federalismo concierne, es evidente que resulta incompatible con aquél, y tiende –como en materia económica- a acrecentar el poder del gobierno central en desmedro de las –cada vez menores- autonomías locales.
Los grandes partidos políticos nacionales, una Cámara de Diputados elefantiásica y a la vez sometida al Poder Ejecutivo, y el desequilibrio demográfico entre la Capital Federal más las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba con el resto del país, han jibarizado al Senado. La nacionalización de los comicios, y la creciente importancia del financiamiento de las campañas electorales por el gobierno nacional, están reduciendo a la nada la autonomía decisoria de las provincias.
El federalismo sólo puede ser recuperado tirando por la borda las ideas de centralización más "coparticipación". Simplemente, eso no sirve, no evita la concentración del poder, y permite que sigamos proclamando la existencia de un país federal, pese a su notorio unitarismo. Sólo seremos federales cuando las provincias recuperen su capacidad de recaudar y la responsabilidad en sus gastos. Mientras sea el estado nacional quien recauda los principales tributos, y los "coparticipa" –a los coparticipables- o los distribuye conforme a criterios discrecionales, seguiremos viendo el penoso espectáculo de obras públicas inauguradas por gobernantes nacionales, que vienen como bienhechores o "hadas madrinas" a regalarnos escuelas, caminos u hospitales, rodeados de funcionarios provinciales o municipales desesperados para que las fotos testimonien su cercanía física –y presumiblemente su adhesión- al mandamás de turno.
En nuestro trato cotidiano con personas de mayor o menor inteligencia, ¿cuántas veces se nos ha dicho que es conveniente que resulte electo tal o cual gobernador, porque es amigo del poder central, y eso posibilitará un flujo regular de fondos a la provincia?
Lo lamentable, es que desde una perspectiva de corto plazo, alejada de lo institucional, y que desprecie a la iniciativa privada como motor de la economía, es cierto. En provincias de empleados públicos, beneficiarios de planes sociales y jubilados, la fuente principal de subsistencia de la mayoría de la población es el presupuesto estatal, y a la vez los principales recursos provienen de la Nación. Pero aceptar ese estado de cosas como una solución permanente significa reducir a mendicantes a las provincias. Si los estados locales no pueden financiar sus gastos con sus propios recursos; si en los hechos no pueden legislar en forma independiente; si no pueden tener orientaciones políticas, ideológicas o concepciones económicas distintas del poder central, el federalismo proclamado en nuestra Constitución es una burla.
Finalmente, las declaraciones de derechos y los tratados internacionales incorporados a la Constitución (artículo 75, inciso 22) son otro golpe contra el federalismo, pues se da rango constitucional a una serie de normas, principios, pretendidos valores y directivas de los que las provincias no pueden apartarse:
* En primer lugar, porque la unidad política "provincia" es irrelevante para esas convenciones, pues se acuerdan entre "estados partes".
* Segundo, porque presuponen la obligatoriedad de uniformar la legislación, siempre en un sentido socializante (por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales).
* Tercero, porque para intentar cumplir los objetivos contenidos en aquellos tratados -que son firmados sin ningún rubor por las naciones totalitarias- es necesario que las provincias subordinen sus propias instituciones a convenciones impuestas desde el poder central. Ninguna provincia podría adoptar, de seguirse esas convenciones, una política liberal en lo económico, ni un sistema de educación basado fundamentalmente en la libertad de elección de los padres,


[1] Art. 9. Esa "consolidación" significa la unificación del presupuesto educativo, y su manejo por el Estado Nacional.
[2] Además de la imprecisión de los términos, lo que está claro es que no se pueden firmar tratados de libre comercio con países capitalistas, y ni siquiera socialdemócratas, si en ellos la educación no es centralizada ni estatizada (en Suecia han tenido gran éxito, para horror de los progresistas, los "vouchers" educativos, que confieren a las familias mayor libertad de elección.
El derecho de enseñar, conjugado con la libertad de empresa (ambos reconocidos por el art. 14 de la Constitución Nacional) suponen la licitud de obtener una ganancia (¡horror de los horrores, un lucro!) con institutos educativos. Pero la intención y el sentido de la norma, más allá de su difusa fraseología, está claro: no es cuestión de que empresas capitalistas extranjeras se instalen en el país para competir con la educación estatal o digitada por el Estado. La preservación de la ideología estatista, y su monopolio de la educación, se tienen que asegurar de cualquier modo.

sábado, 5 de septiembre de 2009

IMPUESTOS "PROGRESIVOS" Y "REGRESIVOS"

El mito de la inofensividad para las empresas de los impuestos indirectos
La mayor parte del espectro político argentino se lamenta de la "regresividad" de nuestro sistema tributario. Recientemente Prat Gay se sumó a ese lugar común, los empresarios callan por temor u obsecuencia y también callan los políticos que en el fondo no creen en ese mito, paralizados por el temor a la "incorrección política" y a controvertir seriamente y desde el punto de las ideas, no meramente estético o moral, el modelo kirchnerista. No porque los "K" sean lindos, ni tengan buen gusto, ni sean éticamente irreprochables, sino porque el debate ausente en el país es la concepción que prevalecerá: la libertad económica y política o el socialismo, en sus distintas variantes.
Hermanada con el mito de la regresividad de la tributación en Argentina –que a la vez se basa en el presupuesto ideológico de que sólo los más pobres merecen consideración de parte de los poderes públicos, y que puede mejorarse su suerte con independencia de la situación del país- está la presunción de que los impuestos indirectos son trasladados íntegramente al consumidor, y consecuentemente, el empresariado por hipótesis no sufriría perjuicios con su imposición o incremento, al revés de los consumidores, que serían siempre los más dañados, con independencia de la elasticidad de la demanda de cada bien o servicio. Consecuencia de ese supuesto, es la recomendación que debería incrementarse la tributación directa, y reforzarse la "lucha contra la evasión" de los impuestos indirectos. Del impuesto inflacionario -típicamente regresivo- no se habla, porque hay que ser benévolos con el kakismo, a fin de no perjudicar la "gobernabilidad" y que no se acuse a quienes hablen de inflación, de un "ánimo destituyente".
En un artículo publicado en el Periódico Económico Tributario (2007 junio-374) que algún mérito debe tener, pues recibió el premio 2007 de la Asociación Argentina de Estudios Fiscales, he demostrado que el aumento de precio derivado de los impuestos indirectos reduce las ganancias empresarias o aumenta las pérdidas. Pero además, todo nuevo impuesto o la modificación de su régimen genera costos adicionales: costos de adecuación de la estructura contable; costos de contratación de asesores; incremento de las inspecciones, que por sí solas son gravosas para el contribuyente, sean cuales fueren sus resultados finales; costos de actuar como agente de retención, y costos de sufrir las retenciones.
La AFIP –es decir, falibles personas de carne y hueso- puede impugnar el cómputo de créditos fiscales, cuando considera que los proveedores del bien son "apócrifos" (aunque no figuren en la "base APOC" del fisco). Si el contribuyente efectivamente ha desembolsado el dinero y ha recibido los bienes del proveedor, la impugnación, más las multas, más la eventual denuncia penal tributaria, pueden convertir su vida en un infierno. Se han dado casos en que, a la fecha de las operaciones cuestionadas, el proveedor no figuraba en la base de datos de facturas apócrifas de la AFIP, y consecuentemente, era imposible al contribuyente verificar que ese proveedor sería, ex post, considerado "suspectus" para el fisco. Si se encuentra en esa desgraciada circunstancia, nada de lo que haga el comprador tendrá valor probatorio para la administración tributaria: si pagó con cheques –como lo dispone la ley 25.345, titulada de "Prevención de la evasión fiscal"- se le dirá que eso forma parte de la "puesta en escena" para la evasión; si no pagó con cheques, se invocará en su contra la mencionada ley[1]. Ni siquiera la prueba de haber transferido efectivamente el dinero y haber recibido los bienes adquiridos serán considerados suficientes para el implacable leviatán fiscal. El art. 2° de dicha ley dispone que “los pagos que no sean efectuados de acuerdo a lo dispuesto en el art. 1° de la presente ley tampoco serán computables como deducciones, créditos fiscales y demás efectos tributarios que correspondan al contribuyente o responsable, aun cuando éstos acreditaren la veracidad de las operaciones”.
El absurdo y la iniquidad son patentes, si se piensa que a la vez, el vendedor, prestador del servicio o locador que recibió el pago en dinero efectivo no se beneficia de la inoponibilidad de éste frente al fisco. Es decir, que el mismo pago tendrá valor de ingreso respecto del receptor –quien, por su parte, deberá computar el débito fiscal desde su devengamiento- pero no de pago para quien lo efectuó, con lo que, por una misma operación, se generará un débito fiscal en cabeza del vendedor, pero no un crédito fiscal para el comprador, pues respecto de él la operación será reputada inexistente.
Quien ha realizado un pago real, y no se computa el crédito fiscal de la adquisición del bien o de la contratación del servicio o locación, sufre una imposición que puede superar el 100% de la ganancia de la operación en cuestión. Si los créditos fiscales impugnados significan una proporción relevante de las compras del ejercicio, la tributación resultante es confiscatoria.
A la vez, el contribuyente que es un evasor real, y por mayor habilidad, suerte o carencia de patrimonio y trayectoria que defender, tiene enormes ventajas competitivas evadiendo impuestos elevados. Un sistema que genera riesgos y costos mayores a los contribuyentes que cumplen en mayor medida sus obligaciones con el fisco, y otorga "handicap" a los incumplidores, significa una agobiante e injusta presión sobre los primeros. Equivale a cazar en un zoológico: las presas son las que ya están encerradas.
El fisco como legislador, inspector y juez
Todos sabemos que el fisco "legisla" a través de resoluciones generales. La mayoría de nuestros constitucionalistas actuales -muchos de ellos, convenientemente ubicados en el sector público- se preocupa o dice preocuparse por otras delegaciones legislativas, pero no suele prestar atención a las monstruosa delegación de poderes en la Administración Federal de Ingresos Públicos, organismo dependiente del Poder Ejecutivo.
Miguel Angel Ekmekdjian, quizás el tratadista de derecho constitucional que más cuestionó las perversiones de nuestro sistema en cuanto a su sesgo a favor del poder ejecutivo, comentando la octava disposición transitoria de la Constitución[2] decía que esta norma "se refiere a la gran masa de reglamentos delegados, producidos por la Dirección General Impositiva, la Administración Nacional de Aduanas, el Banco Central de la República Argentina, el Ministerio de Economía, la Policía Federal, los distintos organismos que ejercen, algún tipo de poder de policía, etc., que han desperdigado a lo largo y a lo ancho del país incontables resoluciones, disposiciones y en general, normas de todo tipo y calibre, que impiden hasta a los abogados especialistas conocerlas a todas"[3].
El decreto 618/97 otorga a la Administración Federal de Ingresos Públicos potestades materialmente legislativas[4]. Ese mismo "legislador" inconstitucional es, además, inspector y, después de haber inspeccionado, asume el carácter de "juez" administrativo (artículo 17 de la ley 11.683). Que esa suma de facultades no difiera sustancialmente de las facultades extraordinarias que fulmina de nulidad el artículo 29 de la Constitución Nacional ya casi no despierta resistencias. Que viole el artículo 109 de la misma Ley Suprema, en cuanto se otorgan facultades judiciales a un organismo del Poder Ejecutivo, tampoco es cuestionado. Que el hecho de que el legislador sea a la vez inspector, juez y acreedor vulnere ostensiblemente el derecho a ser juzgado por un juez imparcial[5] ha sido aceptado por casi todos.
El riesgo de ser víctima de una persecución arbitraria anestesia las voluntades y quita a la mayoría del empresariado todo ánimo de confrontar con el gobierno. A la vez, mientras más dispuesto se muestre el gobierno a exhibir en forma inverecunda su arbitrariedad, menos resistencias explícitas despierta: los que pueden, ponen a buen resguardo –es decir, fuera del país- sus activos líquidos; los que no pueden, tratan de congraciarse con el príncipe (sin perjuicio de que también hacen lo primero, por las dudas). Ese contexto de discrecionalidad, ilegalidad formal e ilegitimidad sustancial, acompañado de normas y de conductas inmorales del poder público, no está mensurado en las mediciones convencionales de la presión tributaria, pero es más importante a la hora de tomar decisiones que cocientes –cuya relevancia y rigor técnico ya he criticado en otros artículos- de recaudación/producto bruto.
La inmoralidad fiscal
Sería bueno que cl "moralismo" de nuestra clase política no se restrinja a personas o a actitudes, y revisara la inmoralidad intrínseca de un sistema tributario que será tanto más perverso cuanto más incorruptibles sean los funcionarios que lo apliquen. En medio de todo, Eichmann era, desde el punto de vista de las leyes nazis y de las órdenes hitlerianas, un funcionario honesto. Tan honesto que no tuvo ni siquiera la "corrupción" de ablandarse cuando el triunfo de los aliados era inminente, según lo destaca Hannah Arendt.
Las normas y las prácticas vinculadas con la imposición están infectadas de una profunda inmoralidad. Es inmoral que el fisco niegue valor a pagos realizados, por la forma en que se efectuaron; es inmoral que sea legislador, inspector y juez; es inmoral que se exija como requisito para demandar la repetición de tributos inconstitucionales, la casi imposible prueba de que no fueron trasladados a los precios, y que se piense que la traslación parcial a los precios significa inmutabilidad de la ganancia; es inmoral que se graven ganancias inexistentes, al negarse el ajuste de los estados contables por inflación.
Ese infierno de irracionalidad e injusticia, para atraer alguna inversión, debe ofrecer como contrapartida salarios reales muy bajos u oportunidades de ocasión brindadas por la amistad con algún funcionario de turno o por coyunturas transitoriamente favorables, pero no brinda un marco estable, seguro y previsible para planificar en el largo plazo. En síntesis, es un sistema intrínsecamente perverso, que nos condena al estancamiento económico y a la pobreza de la mayoría, en medio de consignas "progresistas" de la izquierda y autocensura del centro y la derecha.
[1].
[2] Dispone que “la legislación delegada preexistente que no contenga plazo establecido para su ejercicio caducará a los cincos años de la vigencia de esta disposición, excepto aquella que el Congreso de la Nación ratifique expresamente por una nueva ley”.
[3] Miguel Ángel Ekmekdjian, Tratado de Derecho Constitucional, tomo IV, Ed. Depalma, 1997, págs. 720 y 721.
[4] El artículo 7 establece: "El Administrador Federal estará facultado para impartir normas generales obligatorias para los responsables y terceros, en las materias en que las leyes autorizan a la ADMINISTRACION FEDERAL DE INGRESOS PUBLICOS a reglamentar la situación de aquellos frente a la Administración…En especial, podrá dictar normas obligatorias en relación a los siguientes puntos: 1) Inscripción de contribuyentes, responsables, agentes de retención y percepción y forma de documentar la deuda fiscal por parte de los contribuyentes y responsables. 2) Inscripción de agentes de información y obligaciones a su cargo. 3) Determinación de promedios, coeficientes y demás índices que sirvan de base para estimar de oficio la materia imponible, así como para determinar el valor de las transacciones de importación y exportación para la aplicación de impuestos interiores, cuando fuere necesario. 4) Forma y plazo de presentación de declaraciones juradas y de formularios de liquidación administrativa de gravámenes. 5) Modos, plazos y formas extrínsecas de su percepción, así como la de los pagos a cuenta, anticipos, accesorios y multas. 6) Creación, actuación y supresión de agentes de retención, percepción e información. 7) Libros, anotaciones y documentos que deberán llevar, efectuar y conservar los responsables y terceros, despachantes de aduana, agentes de transporte aduanero, importadores, exportadores y demás administrados, fijando igualmente los plazos durante los cuales éstos deberán guardar en su poder dicha documentación y en su caso, Ios respectivos comprobantes. 8) Deberes de los sujetos mencionados en el punto anterior ante los requerimientos tendientes a realizar una verificación, requerir información con el grado de detalle que estime conveniente -de la inversión, disposición o consumo de bienes efectuado en el año fiscal, cualquiera sea el origen de los fondos utilizados (capital, ganancias gravadas, exentas o no alcanzadas por el tributo). 9) Suspensión o modificación, fundada y con carácter general, de aquellos requisitos legales o reglamentarios de naturaleza meramente formal, siempre que no afectare el control aduanero, la aplicación de prohibiciones a la importación o a la exportación o el interés fiscal. 10) Dictado de normas estableciendo requisitos con el objeto de determinar la licita tenencia de mercadería de origen extranjero que se encontrare en plaza, a cuyo efecto podrán exigirse declaraciones juradas de existencia, estampillado, marcación de mercadería, contabilización en libros especiales o todo otro medio o sistema idóneo para tal fin. 11) Cualquier otra medida que sea conveniente de acuerdo con lo preceptuado en el primer párrafo del presente artículo, para facilitar la aplicación, percepción y fiscalización de los gravámenes y control del comercio exterior a cargo del organismo.
[5] No le doy demasiada importancia a que el art. 8.1. del Pacto de San José de Costa Rica reconozca ese derecho, pues se trata de una garantía implícita en el derecho de defensa, y que existe con independencia de dicha convención.