sábado, 14 de mayo de 2011

LIBERTADES PÚBLICAS Y EL PODER EJECUTIVO COMO LEGISLADOR Y JUEZ

Muchos de los que critican las prácticas y formas del kirchnerismo adscriben sin embargo a una visión sustancialmente muy similar de la política y de la economía que supone, necesariamente, una amplísima delegación en el Poder Ejecutivo de potestades materialmente legislativas; en otras palabras, entrañan en los hechos convertirlo en legislador y, por añadidura, adjudicarle funciones propias de los jueces.
En el estado de derecho clásico –es decir en el estado de derecho liberal- el principio es la libertad, y la rigurosa excepción, la imposición de obligaciones y prohibiciones. Cuando se obliga o impide a los individuos realizar determinados actos, estas restricciones a la libertad sólo pueden fundarse en la ley, y ésta, provenir de los legisladores como depositarios de la soberanía popular (artículo 19 de la Constitución Nacional; en forma concordante, arts. 14, 17, 18, 29, 31).
La reforma constitucional de 1994 dejó abierta la puerta para la legislación por decreto (artículo 99, inciso 3), o para la delegación (art. 76), pero se supuso que debía ser algo excepcional, según surge del texto de esos preceptos, que en primer lugar consagran el principio de interdicción al poder ejecutivo del ejercicio de funciones legislativas, y luego enuncian los requisitos para las excepciones -que como tales, deben interpretarse restrictivamente- a aquella regla.
En Estados Unidos, la principal preocupación de los ciudadanos, como expresó la Declaración de Derechos que precedió a la Constitución de Massachusetts, de 1780, consistió en que el gobierno fuese "un gobierno de leyes y no de hombres". La ley, como norma impersonal, abstracta y general, deriva de los representantes del pueblo, y la vida y fortuna de los habitantes no debe depender del arbitrio discrecional de funcionario alguno.
Los padres del constitucionalismo moderno sabían, y muchos de ellos habían sido víctimas, de las arbitrariedades del Anciano Régimen. Querían un sistema distinto, en que sus derechos no dependieran de la bonhomía de ningún déspota pretendidamente ilustrado, por justo o inteligente que fuese, pareciese o se lo creyera.
Hasta aquí, es probable que muchos dirigistas -los que sean sinceros- estén de acuerdo. Pero les parece que la época del “estado gendarme” ya pasó; que el “estado ausente” genera desequilibrios sociales, distribución regresiva del ingreso y de la riqueza; que las leyes del mercado son un invento o racionalización de periodistas, economistas o simplemente opinadores que responden a intereses inconfesables. Y están a favor de que el Estado fije precios máximos, o eventualmente mínimos; que fomente la exportación o la prohíba; que importe a precios subsidiados, o que vede la importación; que combata con energía a los “especuladores y a los evasores”; que controle las tarifas de los servicios esenciales, los precios de los productos de la canasta familiar, las tasas de interés, a las consultoras que elaboran sus propios índices de precios, y un largo etcétera.
Además, ¿quién será el insensible que se atreva a retacear a los docentes y empleados públicos una justa retribución, y aumentos periódicos? Los jubilados –cenicientas en la puja política por los recursos públicos- merecen nuevos aumentos; la educación pública “debe” ser fomentada; la salud pública –incluyendo la “reproductiva y sexual”- “tiene" que ser cuidada con campañas activas. La ejecución de todas esas políticas y la satisfacción de tantas demandas sociales reales o inventadas –que en definitiva, como decía Bastiat, se traducen en la ilusión de todo el mundo de querer vivir a costa de todo el mundo- no puede depender de un desprestigiado Poder Legislativo. Por eso, los reclamos callejeros y piquetes se dirigen inequívocamente al Poder Ejecutivo, con la clara consciencia de que es el que realmente manda.
La historia ha demostrado que habitualmente, el intervencionismo económico genera muchos más problemas que los que quiere solucionar, pero el propósito de estas líneas no es demostrarlo -ya lo puse de manifiesto en otros artículos de este blog- sino analizar si es compatible la preocupación por los desbordes, con el persistente reclamo de buena parte de la población y de la clase política de otorgar cada vez más poderes a los gobernantes, siempre que –eso sí- sean incorruptibles. Ese énfasis en los aspectos personales y circunstanciales del poder y el empobrecimiento del concepto de corrupción, son una muestra de la decadencia de nuestra cultura política. Todo el esquema republicano de pesos y contrapesos parte de la premisa implícita –confirmada en los hechos- de que los gobernantes no son ángeles ni santos; y aunque lo fueran, pueden equivocarse gravemente en el ejercicio de sus funciones, cuando no están sujetos a límites.
La reflexión de Lord Acton de que el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente, no estaba fundamentalmente referida al fenómeno moderno de la corrupción “por dinero”. Los padres de la República, cuando sancionaron el art. 29 de la Constitución Nacional, querían evitar la concesión de facultades extraordinarias al Poder Ejecutivo; y consideraron que esa sola concesión –aunque no esté presente ningún móvil pecuniario, y aunque todos se hallen honestamente convencidos de que así velarán por el interés público o el bien común- es un delito gravísimo. Muchos de los regímenes totalitarios que el mundo ha soportado y soporta, coinciden con una franciscana austeridad de sus abominables tiranos, desde Robespierre el incorruptible hasta el presente.
A cualquiera que tenga un poco de cultura jurídica o económica, y además se tome el pesado trabajo de leer dos o tres días el Boletín Oficial, le será evidente que la mayor parte de las obligaciones y prohibiciones que asfixian a la sociedad emanan del Poder Ejecutivo y de sus funcionarios de segundo o tercer nivel. La razón es muy simple: el dirigismo presupone la discrecionalidad, la variación de criterios –lo que hoy es obligatorio, mañana puede ser prohibido- y la pretensión de encauzar la actividad económica –o educativa, o cultural, o la tele-radiodifusión, o lo que ocasionalmente encuadre dentro de las preferencias, los caprichos, las políticas o la agenda electoral del gobierno-mdentro de rígidos aunque cambiantes moldes, desconfiando de la libre iniciativa económica y extraeconómica. Evidentemente, eso no podrían hacerlo los legisladores: el Congreso es un cuerpo colegiado bicameral, en el que deben debatirse serenamente las cuestiones y está bien que así sea (dejando de lado sus desviaciones y perversiones en Argentina). Pero las urgencias del dirigismo -de los principales partidos políticos- son incompatibles con los tiempos de la legislación, y por ello, gran parte de las leyes otorgan “cheques en blanco” al poder ejecutivo o a sus dependencias, para fijar los contenidos normativos concretos de su accionar.
En Argentina, el presidente en forma directa o a través de sus funcionarios, “legisla” y “juzga” hace muchos años: determina el precio de los combustibles líquidos y gaseosos; de los servicios públicos, de los peajes; fija cuotas de gas y precios diferenciales para las industrias, los consumidores de escasos recursos y los “altos” consumos; prohíbe o autoriza a exportar productos, y establece impuestos a la exportación. El Código Aduanero –ley 22.415- lo faculta a variar a su antojo los aranceles de importación, establecer derechos de exportación, modificarlos o dejarlos sin efecto (art. 755). La totalitaria ley de medios -que motivó un artículo en este blog- le otorga igualmente armas formidables contra la libertad de expresión.
La ley de abastecimiento (n° 20.680) permite al poder ejecutivo, entre tantas otras cosas:
* Fijar precios máximos o mínimos, y disponer el decomiso de mercaderías y la clausura de establecimientos.
* Rebajar o suspender derechos, aranceles y/o gravámenes de importación; así como acordar subsidios y/o exenciones impositivas; prohibir o restringir la exportación.
* Intervenir temporariamente explotaciones agropecuarias, forestales, mineras, pesqueras; establecimientos industriales, comerciales y empresas de transporte, por ciento ochenta días prorrogables hasta dos años a partir de la fecha de vigencia de la medida originaria.
* Secuestrar libros, documentos, correspondencia, papeles de comercio y todo otro elemento relativo a la administración de los negocios.
* Establecer regímenes de licencias comerciales.
* Sancionar la elevación de precios que no responda proporcionalmente a los aumentos de costos, así como la “revaluación de existencias” salvo autorización expresa del organismo de aplicación (¡cuidado con mantener demasiados stocks en tiempos de inflación!)
* Reprimir la formación de “existencias superiores a las necesarias, sean actos de naturaleza monopólica o no”.
Pueden imponerse arresto de hasta (90) días; clausura del establecimiento por un plazo de hasta noventa (90) días; comiso de las mercaderías y productos objeto de la infracción; inhabilitación especial de uno (1) a cinco (5) años para ejercer el comercio y la función pública; suspensión del uso de patentes y marcas por un lapso de hasta tres (3) años; pérdida de la personería jurídica. Los funcionarios están facultados para allanar sin intervención judicial en horas hábiles y días de funcionamiento, locales industriales, comerciales, establecimientos de producción agropecuaria, forestal, de caza, pesquera, minera o auxiliares de éstos, y sólo es necesaria la orden del juez en el allanamiento, cuando deba practicarse ese procedimiento en días y horas inhábiles o en la morada o habitación del presunto responsable.
A ese cúmulo de poderes, que envidiarían Stalin, Lenin, Mao, Pol Pot o Castro, se suma que el juzgamiento de las imputadas infracciones es efectuado en sede administrativa por el o los funcionarios u organismos que determine el poder ejecutivo (artículo 15 de la ley 20.680), salvo las penas de prisión y la de inhabilitación especial para ejercer el comercio o la función pública. La resolución administrativa es apelable; en lo que respecta a la pena de clausura, el recurso no tiene efecto suspensivo (en otras palabras, mientras el afectado discute, el establecimiento sigue clausurado)[1].
La ley de procedimiento tributario (n° 11.683) y el decreto 618/97 atribuyen a funcionarios de la administración un cúmulo de potestades normativas, al punto que en Argentina, el verdadero legislador es el presidente, y por delegación, sus ministros, secretarios de estado y demás funcionarios, lo que obliga a quienes pretenden ser especialistas, a estar enterados de las resoluciones generales dictadas por la Administración Federal de Ingresos Públicos (al ritmo de una por día). Los contribuyentes son juzgados por "jueces administrativos" -así los llama la ley 11.683 en contra de la elemental regla de que no se puede ser juez y parte, y a contramano de la prohibición constitucional al poder ejecutivo de ejercer funciones jurisdiccionales (artículo 109).
La ley de procedimientos administrativos (n° 19.549) obliga, como prerrequisito para acceder a la acción judicial, a impugnar por vía de recurso o reclamo los actos administrativos ante el propio Poder Ejecutivo, aun sabiendo que en la abrumadora mayoría de los casos serán desestimados por quien, como la administración pública, no puede ser imparcial cuando se cuestiona la legitimidad o conveniencia de sus propios actos.
En Argentina el Poder Ejecutivo es legislador (violando los artículos 14, 17, 19, 29, 31, 76 y 99, inciso 3 de la Constitución) y juez (infringiendo el art. 109). Frente a eso, es hora que la prensa, además de sus cuestionamientos puntuales -cuando tímidamente se formulan- a las políticas del actual gobierno, comenzara a preocuparse por las tremendas facultades que tienen todos los gobernantes para suprimir las libertades económicas y no económicas.


[1] Pese a que la Corte Suprema de la Nación y otros tribunales inferiores han declarado la inconstitucionalidad de la falta de efecto suspensivo de las apelaciones de clausuras administrativas o fiscales, no todos los contribuyentes o administrados efectúan el planteo. Por lo demás, el hecho de que normas inconstitucionales puedan ser así declaradas judicialmente, habla bien de los jueces que ocasionalmente lo hacen, pero mal de las normas.