Recurrentemente la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, en sus frecuentes monólogos dirigidos a ilustrar a los ignaros a quienes gobierna, nos predica sobre la importancia de exportar "productos con mayor valor agregado" (http://www.infobaeprofesional.com/notas/64809-Cristina-pidio-a-los-productores-que-generen-mayor-valor-agregado.html; (http://www.elintransigente.com/notas/2008/12/9/nacionales-8438.asp); que "hay que abandonar el sesgo primario de la producción" (http://wap.perfil.com/contenidos/2008/05/20/noticia_0061.html). Ante autopartistas enfatizó que "una tonelada del sector equivale a 26 mil dólares, mientras una de maíz a 240 dólares" (http://www.cronista.com/notas/139244-con-binner-cerca-cristina-critico-el-sesgo-primario-la-economia) Esa opinión es compartida no sólo por el oficialismo, sino por muchas personas que, en otros aspectos, están en contra de la pareja presidencial. Sin embargo, el análisis económico implícito en esa concepción es primitivo, además de contener una serie de falacias lógicas y errores en la apreciación de los hechos:
1) Una objeción no menor, es la ignorancia del importante valor agregado que tiene la producción agrícola en nuestro país. Por supuesto, una etapa posterior de la cadena productiva agregará un valor adicional –lo que no significa necesariamente que el valor añadido en esa etapa sea superior al de la producción agrícola, de la misma forma que en una escalera, un escalón superior siempre estará arriba del inferior, aunque su altura sea igual o menor a la del que le precede- pero la primera pregunta que hay que hacerse es por qué la exportación de productos con valor agregado adicional resultaría, por hipótesis, más conveniente que la de "commodities", si el mercado demanda éstos y no nuestros productos industriales. Para dar un ejemplo, no se explica por qué exportar leche de soja –que no requieren masivamente los mercados internacionales- sería mejor que exportar poroto de soja. Si realmente lo fuera, ¿por qué motivo no lo hacen los productores, sin necesidad de políticas de estímulo?
A tal objeción podría replicarse que la exportación de productos industrializados genera economías externas que no están reflejadas en la contabilidad privada. Pero ese es un aserto que debe demostrarse, no meramente enunciarse como una verdad evidente. Históricamente y hasta el presente, muchos países desarrollados exportan "commodities" -Estados Unidos es uno de los principales- cuando las circunstancias del mercado internacional lo tornan propicio, y no se consideran subdesarrollados por hacerlo.
2) Si siempre “agregar valor” –con prescindencia de la demanda o inexistencia de ella de los productos resultantes de esa agregación- generase beneficios, la cadena de "agregación de valor" no tendría fin tampoco en el mercado interno, por inútil que resultara. Si producir bienes primarios para la exportación fuera "malo", ¿por qué no podría decirse lo mismo de la producción primaria para el mercado interno? ¿por qué existen productores que se contentan con llegar hasta sólo una determinada etapa de la cadena productiva?
1) Una objeción no menor, es la ignorancia del importante valor agregado que tiene la producción agrícola en nuestro país. Por supuesto, una etapa posterior de la cadena productiva agregará un valor adicional –lo que no significa necesariamente que el valor añadido en esa etapa sea superior al de la producción agrícola, de la misma forma que en una escalera, un escalón superior siempre estará arriba del inferior, aunque su altura sea igual o menor a la del que le precede- pero la primera pregunta que hay que hacerse es por qué la exportación de productos con valor agregado adicional resultaría, por hipótesis, más conveniente que la de "commodities", si el mercado demanda éstos y no nuestros productos industriales. Para dar un ejemplo, no se explica por qué exportar leche de soja –que no requieren masivamente los mercados internacionales- sería mejor que exportar poroto de soja. Si realmente lo fuera, ¿por qué motivo no lo hacen los productores, sin necesidad de políticas de estímulo?
A tal objeción podría replicarse que la exportación de productos industrializados genera economías externas que no están reflejadas en la contabilidad privada. Pero ese es un aserto que debe demostrarse, no meramente enunciarse como una verdad evidente. Históricamente y hasta el presente, muchos países desarrollados exportan "commodities" -Estados Unidos es uno de los principales- cuando las circunstancias del mercado internacional lo tornan propicio, y no se consideran subdesarrollados por hacerlo.
2) Si siempre “agregar valor” –con prescindencia de la demanda o inexistencia de ella de los productos resultantes de esa agregación- generase beneficios, la cadena de "agregación de valor" no tendría fin tampoco en el mercado interno, por inútil que resultara. Si producir bienes primarios para la exportación fuera "malo", ¿por qué no podría decirse lo mismo de la producción primaria para el mercado interno? ¿por qué existen productores que se contentan con llegar hasta sólo una determinada etapa de la cadena productiva?
La postura de que la exportación de productos primarios (en realidad, ya tienen un significativo grado de elaboración, cuando se satisfacen standards internacionales de calidad) es inconveniente para el país, para ser coherente con sus supuestos, debería considerar que lo mismo ocurre cuando esa producción se destina puertas adentro. Pero eso es claramente un desatino. Todo producto industrializado requiere, como insumo, la materia prima o semielaborada, sin cuya producción es imposible la del producto final.
No siempre agregar valor es económicamente racional, en tanto no exista una demanda que absorba los mayores precios derivados de la incorporación de aquél. Y si existe, los empresarios se ocuparán de satisfacerla, y de agregar valor sin necesidad de políticas oficiales; a la inversa, por mucho que sea el estímulo, si no hay demanda suficiente de productos industriales elaborados localmente –en gran medida, imputable a las políticas económicas dirigistas- nada se ganará fomentando lo que no va a ser comprado en los mercados internos y externos.
Vender productos con mayor valor agregado no es bueno ni malo en sí, sino una consecuencia de las reglas del mercado. Si los empresarios locales logran colocarlos, enhorabuena, pero no pongamos el carro delante de los caballos: no es un medio para prosperar, sino una consecuencia del crecimiento de la economía y del incremento de la productividad.
3) Comparar el precio y el peso ("una tonelada del sector –automotor- equivale a 26 mil dólares, mientras una de maíz a 240 dólares") es un dislate, que no tiene ninguna relación con la postulada necesidad de exportar bienes con mayor "valor agregado". Si el criterio definitorio de la conveniencia de una determinada producción o exportación fuera el precio por unidad de peso, el estado debería subsidiar, en vez de la exportación de autopartes o automotores, que usan metales cada vez más livianos y plásticos, la venta al exterior de oro, mucho oro, pues una tonelada de ese metal vale U$S 32.521.739,13 (el precio de la onza de oro -28,75 gramos- es de 935 dólares). A la vez, la industria de la computación en el mundo debería lamentarse, pues cada vez vende notebooks más pequeñas, más potentes, más livianas y más baratas; es decir, se obtienen cada vez menos dólares por tonelada. La estrategia exportadora debería ser volver a las computadoras a válvulas, cuyo significativo peso motivaría encomiásticos comentarios de nuestra presidenta. En cuanto a las exportaciones textiles,¡nada de lingerie o minibikinis! Concentrémonos en la producción y exportación de sobretodos, botas de montar, y cinturones gauchos con mucho metal. Mientras más pese lo que exportamos, mejor estaremos. Bolivia debería abandonar sus ruinosas exportaciones de gas; los países exportadores de petróleo, deberían exportar agua, que tiene mayor peso específico, y la lista de absurdos es infinita.
4) El discurso "industrialista" –que encierra varias falacias simultáneas sobre la relevancia del valor agregado, la suposición de que el "valor agregado" proviene exclusivamente de la industria, y tampoco distingue entre valor agregado y precio- pertenece a una época –o ha quedado fijado mentalmente en ella- en que las industrias eran un importante empleador. Ya no ocurre así. Al igual que lo que sucedió y sucede en la agricultura, la industria en los países desarrollados ha perdido importancia relativa como proveedor de empleos, incrementándose paralelamente el peso del sector terciario (los servicios), y esa es la evolución esperable de todo país cuya economía se desarrolle. En Japón, la industria pasó de significar el 35% del Producto Interno Bruto en 1960, a 25% en 1994; en la Unión Europea, del 32% en 1960, a 26% en 1994; en Estados Unidos, de 27% a 18%; y en general, en los países industrializados, de 30% a 20%. Paralelamente, el valor agregado de los servicios en el mismo lapso, que en Estados Unidos representaba el 57% en 1960, alcanzó el 72% en 1994; en los países industrializados, ascendió del 53% al 67%; en la Unión Europea, del 47% al 67%; en Japón, del 52% al 58%[1]. Inclusive en Argentina el fenómeno es similar: los bienes alcanzaban el 56,2% del PIB en 1960, y en 2000 el 32,5%; el valor agregado generado por los servicios era el 43,8% en 1960, y el 67,5% en 2000. Las industrias manufactureras sólo tenían una participación del 16,7% en 2000, contra 32,2% en 1960. Pero esa caída en la participación es relativa; no implica un decrecimiento en valores absolutos ni una desindustrialización, sino que el crecimiento es menor que el generado por los servicios[2].
[1] Ricardo Arriazu, “Lecciones de la crisis argentina”, Ed. El Ateneo, 2003, págs. 49-51 y sus gráficos.
[2] Ricardo Arriazu, obra citada, págs. 51-53.
Vender productos con mayor valor agregado no es bueno ni malo en sí, sino una consecuencia de las reglas del mercado. Si los empresarios locales logran colocarlos, enhorabuena, pero no pongamos el carro delante de los caballos: no es un medio para prosperar, sino una consecuencia del crecimiento de la economía y del incremento de la productividad.
3) Comparar el precio y el peso ("una tonelada del sector –automotor- equivale a 26 mil dólares, mientras una de maíz a 240 dólares") es un dislate, que no tiene ninguna relación con la postulada necesidad de exportar bienes con mayor "valor agregado". Si el criterio definitorio de la conveniencia de una determinada producción o exportación fuera el precio por unidad de peso, el estado debería subsidiar, en vez de la exportación de autopartes o automotores, que usan metales cada vez más livianos y plásticos, la venta al exterior de oro, mucho oro, pues una tonelada de ese metal vale U$S 32.521.739,13 (el precio de la onza de oro -28,75 gramos- es de 935 dólares). A la vez, la industria de la computación en el mundo debería lamentarse, pues cada vez vende notebooks más pequeñas, más potentes, más livianas y más baratas; es decir, se obtienen cada vez menos dólares por tonelada. La estrategia exportadora debería ser volver a las computadoras a válvulas, cuyo significativo peso motivaría encomiásticos comentarios de nuestra presidenta. En cuanto a las exportaciones textiles,¡nada de lingerie o minibikinis! Concentrémonos en la producción y exportación de sobretodos, botas de montar, y cinturones gauchos con mucho metal. Mientras más pese lo que exportamos, mejor estaremos. Bolivia debería abandonar sus ruinosas exportaciones de gas; los países exportadores de petróleo, deberían exportar agua, que tiene mayor peso específico, y la lista de absurdos es infinita.
4) El discurso "industrialista" –que encierra varias falacias simultáneas sobre la relevancia del valor agregado, la suposición de que el "valor agregado" proviene exclusivamente de la industria, y tampoco distingue entre valor agregado y precio- pertenece a una época –o ha quedado fijado mentalmente en ella- en que las industrias eran un importante empleador. Ya no ocurre así. Al igual que lo que sucedió y sucede en la agricultura, la industria en los países desarrollados ha perdido importancia relativa como proveedor de empleos, incrementándose paralelamente el peso del sector terciario (los servicios), y esa es la evolución esperable de todo país cuya economía se desarrolle. En Japón, la industria pasó de significar el 35% del Producto Interno Bruto en 1960, a 25% en 1994; en la Unión Europea, del 32% en 1960, a 26% en 1994; en Estados Unidos, de 27% a 18%; y en general, en los países industrializados, de 30% a 20%. Paralelamente, el valor agregado de los servicios en el mismo lapso, que en Estados Unidos representaba el 57% en 1960, alcanzó el 72% en 1994; en los países industrializados, ascendió del 53% al 67%; en la Unión Europea, del 47% al 67%; en Japón, del 52% al 58%[1]. Inclusive en Argentina el fenómeno es similar: los bienes alcanzaban el 56,2% del PIB en 1960, y en 2000 el 32,5%; el valor agregado generado por los servicios era el 43,8% en 1960, y el 67,5% en 2000. Las industrias manufactureras sólo tenían una participación del 16,7% en 2000, contra 32,2% en 1960. Pero esa caída en la participación es relativa; no implica un decrecimiento en valores absolutos ni una desindustrialización, sino que el crecimiento es menor que el generado por los servicios[2].
[1] Ricardo Arriazu, “Lecciones de la crisis argentina”, Ed. El Ateneo, 2003, págs. 49-51 y sus gráficos.
[2] Ricardo Arriazu, obra citada, págs. 51-53.
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