Así como en un post reciente me referí a los límites de la libertad por la moral y supletoriamente el derecho, ha llegado la hora de abordar el problema opuesto: el cuestionamiento global a la libertad de mercados y de empresa, al "afán de lucro", a la sociedad egoísta, en contraposición a la solidaridad que debería prevalecer en las relaciones humanas, según los impugnadores de lo que –al menos desde Marx- se denomina capitalismo.
Salvo estudios de James Buchanan sobre el comportamiento político –de los electores y de los funcionarios- la mayor parte de los que adscriben al socialismo o a las distintas variantes de estatismo –e inclusive economistas que en términos generales consideran beneficiosa la libre empresa, como Samuelson- presuponen implícitamente que los gobernantes, legisladores y funcionarios son una suerte de "déspotas ilustrados", omniscientes, e incontaminados, a diferencia de los repudiables burgueses, que actúan movidos por el vituperable móvil del lucro. La complejidad de la psicología humana, las contradictorias tendencias al bien y al mal propias del hombre, los actos de generosidad y desprendimiento que pueden realizar empresarios –e inclusive algún empresario corrupto como Schindler- y a la inversa, los extremos de maldad a que pueden llegar funcionarios que invoquen en el interés público para llenar sus bolsillos o simplemente para ejercer el poder sobre los semejantes, no fueron analizados.
En mi adolescencia, viví con particular fuerza esa impugnación ética a la burguesía, pues muchos de mis amigos detestaban "el sistema" no sólo porque en su concepción, la pobreza de muchos era causada por la riqueza de pocos, sino porque –alguna vez me dijo un muchacho a quien tuve mucho afecto- el sistema era a la vez hijo y engendrador de burgueses despreciables, explotadores o cómplices por omisión en la explotación.
También a lo largo de las décadas del 60 y 70, gran parte de los movimientos eclesiásticos consideraban un deber de los cristianos la "denuncia profética" de situaciones de injusticia y explotación. Los grupos juveniles católicos cantaban "somos hombres que queremos un mundo nuevo de amor", pues estaban cansados de las injusticias. En aquella época, era muy difícil para adolescentes con sensibilidad, sustraerse a la corriente ideológica predominante. Si la sociedad capitalista era intrínsecamente opresora, ¿qué relevancia podía tener si adoptaba formas democráticas –como en Uruguay, durante mucho tiempo- o autoritarias, como en Argentina? La democracia burguesa era meramente formal, una engañifa para que los desposeídos siguieran en su estado de postración.
Esa radical impugnación de las sociedades capitalistas, en hijos de empresarios, profesionales acaudalados, rentistas o pertenecientes a círculos sociales destacados, no podía sino atraer hacia el socialismo a una proporción sustancial de dicha generación. Asumían con culpa su posición económica, su educación y los colegios a los que asistían, y denostaban la riqueza, prestigio o poder de sus padres o parientes. Algunos tomaron las armas, y en otros persiste hasta el presente la culpa por no haber caído en la lucha[1].
De otro lado, se sabía que los países del bloque soviético no eran paraísos de libertad ni de prosperidad, y el Muro de Berlín –que los habitantes de Berlín Oriental no podían atravesar sin ser abatidos a balazos- mostraba que no todos estaban felices de permanecer en esas sociedades asfixiantes. La invasión de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968 por las tropas del Pacto de Varsovia –lo que era un eufemismo para decir el conjunto de naciones satélites de la Unión Soviética- fue aprobada por casi todos los partidos comunistas occidentales.
Para quienes seguían pensando que el socialismo marxista era un ideal traicionado, la Unión Soviética y los países que integraban el COMECON no constituían, en realidad, auténticos socialismos sino "capitalismos de estado", quedaban como faros de luz que iluminaban el porvenir, China comunista, Cuba y Yugoslavia.
La China de Mao Tse Tung estuvo de moda durante la década del 60. En los librerías de Punta del Este, sus veraneantes consumían como pan caliente "El libro rojo" de Mao. ¡Ese era un auténtico socialismo, antiburocrático, sustentado en el campesinado, y que procuraba la "revolución permanente! Realmente, ese socialismo era "in"[2], a diferencia de la Unión Soviética, "capitalismo de Estado" o "socialimperialismo". Lástima que todo eso fuera una inmensa mentira. El maoismo resultó mucho más opresivo y salvaje, porque era más radical, menos burocrático, más fanático que la envejecida "nomenklatura" soviética.
[1] Curiosamente, al menos durante los primeros años de la década de 1970 se repetían con pocas o ningunas restricciones temas contestatarios ("Marcha de la bronca", de Pedro y Pablo, "Hoy te queremos cantar", de Alma y Vida)
[2] Para quienes no conocen el argot de aquella época, lo "in" era para los snobs, lo paquete, lo cheto, la moda.
2 comentarios:
Increíble Doctor lo del "libro rojo" en Punta del Este. Pero no es de extrañar, ya que es muy común que personas de dinero se sientan "sensibles" y profesen el izquierdismo. De esos hipócritas hay a raudales por todo el mundo.
Igualmente la situación no ha cambiado. En la juventud la regla sigue siendo el socialismo en sus diversas vertientes. Yo siempre pienso que el socialismo es el estado natural del pensamiento del hombre común. Principalmente por el accionar de los medios, y el entorno. Por eso el liberalismo es un estado superior a ese estado natural, ya que se arriba al mismo a través de la iniciativa propia. De no ser así se seguiría en las ideas típicas del socialestatismo.
Además hay una condena moral contra el liberalismo que imposibilita a los mismos a "salir del armario", y hablar sin tapujos.
Iván: no todos los izquierdistas con dinero o hijos de padres con dinero eran hipócritas. Algunos tomaron las armas, lo que es una locura y si mataron, una monstruosidad, pero no una hipocresía.
Efectivamente, en Argentina los liberales están siempre a la defensiva, ocultando su liberalismo, y preocupados por la condena moral de los medios de comunicación o de una opinión pública digitada. De esa forma, perpetúan el círculo vicioso que está conduciendo al liberalismo -o al menos a la creencia en las virtudes de la propiedad privada y los mercaods libres- a la extinción como fuerza política.
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