En Argentina los medios de prensa y la generalidad de los partidos políticos son hostiles o al menos indiferentes hacia los contribuyentes. Permanentemente, se lee que el problema parecería ser la "evasión", y no la exacción fiscal.
Lamentablemente, durante décadas han coincidido economistas y fiscalistas rotulados como de "derecha" y de "izquierda" en la opresión tributaria: los primeros, en nombre del equilibrio o del superávit fiscal; los segundos, lamentando la "regresividad" de la carga tributaria, y proponiendo la redistribución del ingreso.
Ninguno enfoca el problema de fondo, que es el asalto del Estado a los particulares, no el equilibrio o el superávit de presupuesto. Aunque transitoriamente se obtengan superávits, la historia demuestra que son de corta duración; la abundancia de fondos acrecienta las demandas políticas de incremento del gasto público, con lo que el efecto sobre las cuentas fiscales del aumento de la presión tributaria es, en el mediano y largo plazo, nulo.
El Estado puede confiscar a los acreedores a través de la legislación de emergencia, utilizada para consumar "defaults" internos y externos –y engañarse pensando que ha resuelto los problemas- pero, además de su irritante iniquidad, las normas de emergencia no solucionan el problema de fondo, de la misma manera que un vago borrachín no solucionará sus problemas dejando de pagarle al bar, ni a los bancos que financian sus dispendios. El crecimiento de la deuda pública es una consecuencia de los déficits fiscales, y éstos, del permanente crecimiento nominal del gasto público. En Argentina, con una modalidad adicional: las frecuentes devaluaciones de nuestro signo monetario tienden a "licuar" el gasto público y el valor de la deuda pública en pesos, transfiriendo el Estado a los particulares el costo de su ineficiencia o su corrupción; de esa manera brutal, se efectúan los "ajustes" que los gobernantes no quieren hacer explícitamente.
De todas maneras, enfocar la cuestión fiscal exclusivamente desde la perspectiva del equilibrio o superávit del presupuesto significa despreciar los derechos del contribuyente. Aunque pudiera obtenerse y mantenerse en el tiempo el superávit fiscal a través de un aumento permanente en términos reales de la recaudación -lo que supondría no tener inflación, o que la tasa de crecimiento de las sumas recaudadas supere a la aquélla- eso significaría que el Estado extrae más a los habitantes de la Nación, de lo que les aporta. Como decía Alberdi[1]: “El peor enemigo del país ha sido la riqueza del fisco...¿O la Nación es hecha para el fisco, y no el fisco para la Nación?
Otras veces el superávit del presupuesto es enfocado exclusivamente como herramienta de política inflacionaria. Pero si a través del superávit fiscal y una austera política monetaria se obtuviera la estabilidad de precios sin reducir el gasto público, lo único que se estaría haciendo es reemplazar un impuesto (el impuesto inflacionario sobre los saldos monetarios) por otros tributos, sin mejorar el bienestar de la población[2].
Es habitual que, frente a las quejas por el nivel del gasto público y de la tributación, se realicen comparaciones con los países desarrollados en cuanto a los niveles de déficit fiscal, gasto público y presión tributaria como porcentaje del PBI. Esas comparaciones carecen de sentido, por varias razones, de índole jurídica, lógica y económica:
a) La excesiva presión fiscal y el gasto público improductivo son en cualquier parte una plaga, y por estos lares, una violación en su espíritu a nuestra carta constitucional y un obstáculo al crecimiento. Que países ya desarrollados la soporten, no significa que Argentina -con una economía empequeñecida, y un Norte subdesarrollado- pueda hacerlo sin comprometer sus posibilidades de crecimiento futuro.
Muchos de los “expertos” en materia tributaria –algunos técnicos competentes en lo suyo que pasaron largos años de su vida gozando las mieles del funcionariado público- jamás han desarrollado una actividad en el sector privado, ni han atendido ni menos aún defendido a un contribuyente; nunca han podido palpar, en su propio pellejo, los abusos del fisco (antes bien, los alientan o los desconocen), que además de su carácter sistemático, en algunos casos llegan a niveles absurdos.
b) La comparación del nivel de tributación con el producto bruto presenta, por lo demás, múltiples vicios analíticos:
1- La primera falacia lógica, es la inadecuación del vínculo entre ambas variables. Los alicientes positivos o el desánimo están dados por las normas legales, no por los hipotéticos beneficios de su violación.
En materia de impuestos aduaneros los economistas y la gente en general suelen ser más razonables para advertir las relaciones entre las normas y sus efectos. Un arancel tan elevado que imposibilite la importación, tendrá una recaudación igual a cero, pero a nadie se le ocurriría medir la “presión arancelaria” como el cociente entre lo recaudado y el valor de la mercadería sometida al arancel prohibitivo. Lo mismo sucedería con un impuesto a las ganancias en que la alícuota fuera del 100%: su recaudación sería nula, por lo que, medida la presión tributaria como un cociente entre la recaudación y el producto bruto, sería, conforme con esta absurda metodología, bajísima. En ese frecuente error incurren los tecnócratas que analizan la economía argentina.
2- El segundo vicio lógico de medir la presión tributaria como un cociente entre impuestos recaudados y producto bruto, es incluir en el denominador lo que ya en parte está en el numerador, cuando se mide el producto bruto a precios de mercado, pues éstos ya llevan consigo los impuestos indirectos.
3- Respecto de los impuestos directos, lo razonable es compararlos con la renta disponible[3] de los hogares más los beneficios no distribuidos de las empresas, no con el producto bruto.
4- Desde el punto de vista de los incentivos, es más importante la presión tributaria nominal que la efectiva, por diversas razones:
* Cuando resulta mayor la presión tributaria nominal que la efectiva, es porque existen ingresos y ganancias “en negro”, que difícilmente se inviertan “en blanco”. Una parte sustancial de esas ganancias “negras” son depositadas en el exterior o en cajas de seguridad (lo que, desde el punto de vista económico, es igual), pero no son destinadas al sistema financiero institucional, ni a la adquisición de bienes de capital. La eficiencia de la economía se ve resentida, cuando una parte importante de las ganancias empresarias y de los ingresos de la comunidad, para eludir o evadir la acción del fisco, está fuera del circuito económico formal de ahorro e inversión.
Las elevadas alícuotas fomentan la evasión y desalientan la actividad económica. Con una alícuota del 35% para el impuesto a las ganancias de las sociedades –que en los hechos es mayor, al no permitirse el ajuste por inflación- y muy alta para las ganancias de las personas físicas, el aliciente para la inversión es muy bajo, y para la evasión, muy alto. Esos incentivos perversos otorgan ventajas competitivas no a los empresarios más eficientes, sino a quienes son más hábiles o más osados para evadir o eludir tributos. Si a eso se suman impuestos locales a los ingresos brutos, e impuestos municipales con idéntica base imponible, disfrazados sucesivamente de "tasas", "contribuciones" y "patentes", el costo para el contribuyente -que no está dado sólo por los importes nominales abonados, sino por los costos administrativos de adecuación a las normas- desalienta la actividad económica, y precipita a los pequeños y medianos contribuyentes al incumplimiento masivo de sus obligaciones fiscales.
Siendo Argentina un país de ingresos mediano-bajos, las alícuotas del impuesto a las ganancias son bastante superiores a las de Estados Unidos. Allí, el tipo impositivo medio en el impuesto federal sobre la renta de las personas en el caso de una familia de cuatro miembros ascendía, en el año 2002 al 6% para una renta bruta de U$S 50.000; el 12% para una renta bruta de U$S 100.000; el 17% para una renta bruta de U$S 200.000 y el 31% recién a partir de U$S 10.000.000[4].
Para sorpresa de los admiradores de los modelos escandinavos, en Argentina los impuestos directos corporativos –es decir, los que recaen sobre las sociedades de capital- son más elevados que en Suecia. Según datos que obtuve del sitio web ISA www.isa.se/upload/english (Invest in Sweden Agency), las tasas de impuestos corporativos suecos son más bajas que las de Estados Unidos y la OECD, de acuerdo a un estudio efectuado en 2002 por la compañía auditoria KPMG. La tasa de impuesto directo a las empresas asciende en Suecia al 28% sobre las ganancias, frente a un 16% de Irlanda. Noruega y Polonia tienen la misma tasa de imposición corporativa que Suecia, 28%. En Finlandia, la tasa para el año 2008 es 26% igual a la de 2007[5], en Dinamarca, el 24%.
El impuesto a las ganancias sobre las sociedades de capital es mayor en nuestro país que en la generalidad de los países del orbe: en Argentina, del 35% sobre ganancias que al no ajustarse por inflación, muchas veces son menores o inexistentes, y gravadas con el impuesto a la ganancia mínima presunta; en Australia, 30%; Austria, 25%; Bélgica, 33,99%; Bulgaria 10%; Canadá 19,5%; China 25%; República Checa 21%, Estonia 22%; Francia 33,33%; Alemania 30-33%; Hong Kong 17,5%; Hungría 16%; Irlanda 12,5%; Israel 27%; Italia 31,4%; Japón 30%; Lituania 15%; Luxemburgo 22%; Holanda 20-25,5%; Nueva Zelanda 33%, Polonia 19%, Portugal 25%, Rumania 16%, Rusia 24%, Singapur 18%, Eslovaquia 19%; Eslovenia 22%, Taiwán 25%, Turquía 20%, Reino Unido 30%; U.S.A. 15-35% (fuente worldwide-tax.com).
El efecto de las tasas impositivas en Argentina sobre los incentivos de los individuos para ahorrar e invertir, y tributar sobre lo legítimamente ganado, es mortífero.
* Quienes niegan que la presión tributaria sea elevada en Argentina, sin asignar relevancia a las tasas nominales, y efectuando comparaciones entre la recaudación de impuestos y el producto bruto –y a la vez comparando con índices de países desarrollados- además de ignorar la obviedad de que no somos desarrollados, menosprecian sin advertirlo el valor de la legalidad. Implícitamente están diciendo a los contribuyentes: “no se quejen por los elevados impuestos, porque Uds. evaden”, lo que obliga a preguntarse, ¿están sugiriendo que lo hagamos? Ante la presumible protesta de nuestros fiscalistas, que insistirán en que debe recaer “todo el peso de la ley” (y de los decretos, y de las resoluciones generales, y de los honorarios de los asesores) sobre los “evasores” –es decir, quienes no tributan todo lo que los inspectores y jueces administrativos opinan que deben tributar- formularemos una nueva e ingenua pregunta: “Suponiendo que se lograran todos los objetivos en materia de “administración tributaria”, ¿la presión fiscal sería, conforme a sus criterios, elevada?”. La respuesta de los que viven de los impuestos ajenos siempre será negativa.
La carga fiscal sobre los contribuyentes debe evaluarse, no en función de los que evaden, sino de los que cumplen. No es una buena política –además de no ser justo- dispensar en los hechos un tratamiento más desfavorable a los que más pagan.
* Las retenciones a las exportaciones, reimplantadas en el año 2002 después de la macrodevaluación que nos sumió en una profunda recesión , no impidieron inicialmente a los exportadores y agricultores obtener ganancias elevadas por la elevación del precio de los commodities, pero a la larga el tipo de cambio real tiende a volver a niveles normales; en cambio las retenciones difícilmente sean eliminadas, pues significan una proporción importante de los ingresos tributarios. La historia de los impuestos, es que salvo excepciones, cuando se implantan llegan para quedarse.
Gravar las exportaciones es contradictorio con la justificada crítica contra los subsidios de los Estados Unidos y la Unión Europea a su producción agrícola, pues es el exacto equivalente –pero de signo negativo- de un subsidio.
Otra cuestión que ya no genera ni siquiera preocupación es la legalidad constitucional. Las retenciones se imponen, se elevan o reducen por simples resoluciones del ministerio de economía. Dónde quedó el principio de legalidad (artículos 4, 17, 52, 75, inciso 1, 99, inciso 3 de la Constitución Nacional) no desvela a los economistas, muy poco a los juristas, y nada a las asociaciones afectadas. Las entidades rurales critican el elevado nivel de las retenciones, protestan por la erosión de su rentabilidad, o procuran un tratamiento más favorable (así, sociedades rurales del interior procuraron que las retenciones sean más bajas, porque sus costos de flete son superiores), o solicitan entrevistas con los funcionarios, convalidando así su poder decisorio y ratificando que en Argentina, el que manda es el Poder Ejecutivo. Para desconsuelo de algunos ingenuos que creemos que las garantías constitucionales sí tienen importancia, no hay cuestionamientos generales por su invalidez.
c) Debemos agregar a las mediciones convencionales el impacto de las cargas sociales (aportes y contribuciones previsionales y de obras sociales) pues éstas son, económicamente, distorsionantes gabelas al trabajo[6], y en nuestro país, de elevada cuantía
El panorama que se presenta a los contribuyentes es una permanente violación del principio de legalidad; una creciente presión tributaria; gran variabilidad de las normas, y consecuente incertidumbre de los contribuyentes acerca de sus derechos; reducción de las garantías procesales, y múltiple imposición nacional, provincial y municipal tomando similares hechos y bases imponibles.
Y padecemos todo ese infierno ¿para obtener qué? ¿se sacrifican garantías individuales para redistribuir el ingreso? Al margen de las críticas que formulé en otro post hacia esa engañosa idea, no se ha logrado nada, ni siquiera desde la perspectiva de quienes lo propugnan. Hemos pagado todos los costos de un estado redistribuidor, sin obtener ninguno de sus hipotéticos beneficios
.[1] "Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina según su Constitución de 1853".
[2] Valeriano García y Alvaro Saieh, "Dinero, precios y política monetaria", Ed. Macchi, 1985, capítulo X, pág. 332.
[3] La renta disponible (RD) es igual al consumo, más la inversión, más los gastos del estado, más las transferencias, menos la depreciación, menos los impuestos indirectos, menos los impuestos directos, menos el ahorro empresarial neto (Samuelson-Nordhauss, obra citada, págs. 405-406.
[4] Samuelson-Nordhauss (Economía, 18ª edición, Mc Graw-Hill Interamericana, 2008, página 321).
[5] Fuente: http://www.worldwide-tax.com/
[6] Ana Yabar Sterling, “La política presupuestaria del sector público y el desarrollo a largo plazo", en El Sector Publico en las economías de mercado (ensayos sobre el intervencionismo)", Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1979, pág. 531.
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