Ningún
país ha experimentado una tasa de crecimiento de los precios más persistente,
continua y elevada, que Argentina desde la década del 40. Desde 1975 y hasta
1991, la inflación fue crónicamente superior a los tres dígitos, con años de
hiperinflación.
Desde1970,
en que se cambió nuestro signo monetario por el decreto ley 18.188,
suprimiéndose dos ceros, se sucedieron el peso argentino en 1983 (se
suprimieron cuatro ceros), el austral en 1985 (se suprimieron tres ceros), el peso
convertible en 1991 (se sacaron cuatro ceros), y el actual peso no convertible.
Un peso actual equivale a 10 billones de pesos moneda nacional.
Pese
a que la inflación ha acompañado a nuestra decadencia y a nuestro retroceso
relativo frente a otras naciones, hay voces que proclaman que un "poco"
de inflación no es negativo, lo que es una muestra
preocupante de la falta de cultura económica e histórica de nuestros dirigentes.
Desde
enero de 2002, los precios mayoristas ascendieron 6,45 veces medidos por el
mentiroso índice del INDEC. Aunque fuera cierto (lo que significaría una
inflación promedio del 16,8% anual en doce años; mucho mayor en los tres últimos),
se trata de una desvalorización grave de nuestra moneda. El poder ejecutivo puede intervenir el INDEC y
puede disfrazar las estadísticas de inflación, pero no puede eliminarla
mediante "úkases".
Ya
han pasado tantos años de kirchnerismo,
que no es posible endilgar la responsabilidad a gobiernos anteriores,
aunque la propaganda gubernamental ubique la causalidad en conspiraciones
externas y grupos concentrados internos.
Así
como la despreocupación por las consecuencias del cigarrillo es más probable
que conduzca a la adicción, la subestimación de la inflación, en pasadas décadas,
ha llevado a inflaciones galopantes.
La
inflación genera un círculo vicioso perverso, en que el alza de precios provoca
una puja distributiva –ningún sector quiere perder su participación en "la
torta" (el ingreso total)- y esa puja distributiva, al ser convalidada con
cantidades crecientes de moneda, genera más inflación, lo que provoca una nueva
lucha por preservar los ingresos reales.
Cuando
no existe esa "lucha", es porque determinados sectores fueron
"derrotados" y se tuvo la habilidad de culpar de su situación a
épocas y personas pretéritas. La devaluación del año 2002 "derrotó" a
los acreedores, a los asalariados, a los sectores de menores ingresos. No hubo mayor inflación por la enorme caída
de la demanda, y porque la
reprogramación de los depósitos privó de capacidad adquisitiva inmediata a un
importante sector de la población. Néstor Kirchner llegó al gobierno con una
inflación en baja. Pero ese no es un
mérito: obviamente, si se reducen los ingresos reales de la mayoría de la
población, la caída de la demanda abate la inflación, si los factores alcistas
de los costos –los salarios, las tarifas y el tipo de cambio- no aumentan. Pero
ese colosal cambio de precios e ingresos relativos tiene los mismos efectos
regresivos en la distribución del ingreso, que la inflación.
Como
es probable –y deseo que sea así- que algunos de los lectores de este artículo sean
de corta edad, y no hayan vivido o no recuerden las inflaciones galopantes e
hiperinflación que signaron la vida económica de nuestro país, es necesario
insistir en algunos conceptos elementales.
La
inflación es –entre otras cosas- un impuesto a las tenencias de dinero[1], y además, un impuesto regresivo, pues
los sectores de menores ingresos son quienes mantienen una proporción más
grande de aquéllos en dinero, y no tienen acceso a activos financieros que
devenguen intereses compensatorios, en todo o en parte, de la inflación, o que
se actualicen total o parcialmente.. Su única "defensa" contra la
inflación es comprar todo lo que puedan, apenas cobren sus sueldos.
Como
impuesto que es, la población tiende a eludirlo, reduciendo su demanda de dinero
y con ello, el valor real de sus tenencias en efectivo. Al terminar la Segunda Guerra
Mundial, el circulante más los depósitos en cuenta corriente significaban 120
días del PBI argentino, y al comienzo del plan austral –en Junio de 1985- sólo
tenían saldos en efectivo para menos de diez días[2]. En
1945 los depósitos bancarios representaban un 35 % del PBI, y los billetes y
monedas en circulación, un 12,5 %. El M2 ascendía a un 47,5 % del producto
bruto interno, contra las despreciables proporciones actuales[3].
Salvo
en las primeras etapas de la inflación –cuando la población no está
acostumbrada a cubrirse de ella, es decir, cuando la gente todavía sufre la “ilusión
monetaria” –que un peso equivale siempre a un peso; y que lo importante son los
salarios nominales, no los reales- la reducción de la demanda de dinero
significa que cada vez hay menos saldos en efectivo en poder del público. Esa
situación tiene efectos recesivos sobre
la economía, por lo que las políticas que pretenden activar la demanda global
–y con ella la producción agregada- mediante la emisión monetaria no logran ese
objetivo. Cuando hay expectativas inflacionarias, la carrera entre la oferta
agregada nominal de moneda y los precios, siempre es ganada por
éstos, razón por la cual la cantidad real de moneda es cada vez menor.
Los
efectos destructivos de la inflación, no sólo de la economía, sino de todo el
tejido social, son innumerables. Para los de corta edad, de corta memoria, o
que nos los conocen, lo recuerdo someramente:
*
En primer lugar, es evidente que la inflación no crea recursos. Si como
consecuencia de ella, algunos salen ganando, es porque otros pierden. Al
disminuir el poder adquisitivo de quienes tienen ingresos que no incrementan su
monto nominal en forma inmediata y paralela al alza de los precios, y
suponiendo, para la economía global, un ingreso real constante, la disminución
de los ingresos reales de algunos supone el incremento de los ingresos de
otros. Es decir, que en principio perjudica a los asalariados, a los desocupados,
a los cuentapropistas, a los profesionales, y beneficia a los
que incrementan sus ingresos más que sus costos.
*
En segundo término, perjudica a los
acreedores en moneda nacional, y más aún si –como en Argentina- se les
prohíbe indexar sus acreencias. Nuestro sistema legal reconoce parcialmente la libertad
para incrementar los precios (por mayor demanda, por mayores costos, o por lo
que fuere), pero no permite a los afectados reflejar pasivamente, a través de
índices de ajuste, esos incrementos que han sufrido.
Los
acreedores en moneda nacional son comparativamente más "débiles" que
sus deudores, pues el sistema jurídico no los protege. Los acreedores de
indemnizaciones, los asalariados, los jubilados, entre muchos otros, son
víctimas de la desvalorización de la moneda.
Ese
sesgo en contra de los acreedores, y en especial los acreedores en moneda
nacional, redistribuye el ingreso en contra de los más pobres. Una de las
tragedias de nuestro país es que gran parte de los sectores que siempre se
consideraron progresistas, y abogados de los más necesitados, hayan propiciados
políticas económicas que, al producir inflación, son empobrecedoras de los más
pobres. Y no es que lo hagan por innata maldad, sino por supina ignorancia.
*
Alienta el incumplimiento de las obligaciones en moneda nacional, pues
la inflación, más las normas legales que vedan la indexación, favorecen al
moroso. Litigar se torna económicamente "rentable" en vez de pagar,
atiborrándose artificialmente los tribunales de pleitos.
*
Los beneficios y perjuicios simultáneos ocasionados por la inflación, envenenan
las relaciones sociales, fomentan el resentimiento, y acentúan las
contradicciones de clases. Desatado el potro de la inflación, los niveles
absolutos y relativos de ingresos dependen, en gran medida, de las presiones
sectoriales para que se permita aumentar los precios –en los sectores con
precios controlados- o de la "capacidad de movilización" de los gremios.
Esa situación alienta la discordia en las relaciones laborales, reduce la productividad
de la economía, fomenta las actitudes destructivas[4] y la violencia inclusive en las relaciones extraeconómicas. La
hiperinflación alemana de 1923, que empobreció a la mayoría y enriqueció a unos
pocos, alimentó a la vez a la bestia del nazismo.
*
Disminuye, y en los casos extremos elimina por completo, los incentivos
para el ahorro y la inversión productiva. Gran
parte de la población que dispone de ahorros, los vuelca a la compra de bienes
de consumo durables, o de viviendas. La construcción y adquisición de viviendas
en "countries" o departamentos de lujo –alternativa racional frente
al despojo, y que no pretendo criticar- aunque en las estadísticas macroeconómicas
figure como "inversión", difícilmente aumente la productividad de la
economía.
Al
aumentar la imprevisibilidad, incrementa las tasas de interés de largo
plazo, reduciendo la financiación para la inversión. Ante tasas de inflación
de dos dígitos, no se puede contemplar un horizonte temporal dilatado para
las inversiones, y los préstamos de
largo plazo en moneda nacional se vuelven imposibles, a menos que se prevea un
sistema de indexación.
Una
tasa de inflación del 4% mensual –que ya hemos tenido en enero y febrero de
2014- significa un 60,10% anual y multiplicar los precios 110 veces en diez años. Con esos guarismos, resulta
imposible el uso de la moneda nacional como reserva de valor y unidad de cuenta
–salvo para las transacciones del momento- por lo que alienta el empleo de
otras monedas, que es justamente lo que las políticas económicas "nacionalistas"
quieren desalentar.
*
Distorsiona los precios relativos, exacerbando
la conflictividad social. En una economía con estabilidad de precios, los
valores de cambio relativos de los bienes varían, en función de las variaciones
de los costos de producirlos –y consecuentemente de su oferta- y de los cambios
en la demanda. Pero la inflación –y sobre todo, cuando su tasa es elevada-
determina que los cambios en los precios relativos –y consecuentemente, de los
ingresos relativos- sean más marcados: los que aumentan sus ingresos nominales
al ritmo de la inflación, simplemente mantienen su ingreso real; quienes los
aumentan menos, ven reducida la capacidad adquisitiva de sus salarios,
jubilaciones, alquileres, rentas u honorarios; quienes no saben, o por razones
fácticas o contractuales no pueden aumentan su retribución nominal, ven
reducidos sus salarios e ingresos reales.
John
Maynard Keynes, en su obra "A tract on monetary reform" describió
acertadamente la inflación como una
forma de tributación. Al significar un impuesto sobre las tenencias de dinero, se
corrompe el funcionamiento del sistema democrático, pues el Estado
obtiene recursos de los más pobres o desprotegidos, por una vía ajena a la Constitución. Además ,
como todo tributo, quienes lo sufren procuran que respecto de ellos no se
verifique el hecho imponible[5] y esa menor demanda lleva –como lo expresé antes- a una reducción
de la cantidad real de dinero. La menor cantidad de dinero,
significa que el Estado necesitará cada vez más inflación, para recaudar la
misma cantidad de "impuesto inflacionario". Si las autoridades
pretenden obtener iguales valores que antes, la tasa de inflación deberá aumentar,
lo que a la vez estimulará al público a reducir sus tenencias de dinero. Esa
dinámica puede conducir a la hiperinflación: una espiral viciosa en que la emisión
provoca inflación, la inflación causa la reducción de la demanda de dinero, la
reducción de la demanda de dinero disminuye su cantidad real; la recesión provocada
por esa circunstancia, motiva al gobierno a emitir más dinero, y así sucesivamente,
en un proceso en que la inflación tiende a niveles progresivamente más grandes.
Para
colmo, esa reducida demanda, y correlativamente escasa cantidad real de dinero,
hace que igual déficit fiscal que en países desarrollados o con mayores niveles
de monetización (proporción M/PBN), tenga efectos más inflacionarios. Por
ejemplo, si la cantidad de dinero es el 10% del producto bruto, un déficit
fiscal del 4% que se cubra exclusivamente con emisión monetaria, supone aumentar
la base monetaria el 40%. Si la inflación disminuye la demanda de dinero, y su
cantidad real se reduce, por ejemplo, al 5% del producto bruto, el mismo
déficit fiscal, en términos de porcentaje frente al producto bruto, significa
aumentar la base monetaria un 80%.
Suponiendo
–lo que no es una hipótesis aventurada en situaciones de alta inflación-
relaciones de causalidad recíprocas, el epílogo es la hiperinflación: más
oferta monetaria y menor demanda de moneda, aparejan mayor inflación; mayor
inflación, reduce la demanda de moneda, y con ello, su cantidad real; en esa situación,
los déficits fiscales financiados con emisión de dinero tienen efectos más
inflacionarios, pues entrañan un aumento porcentualmente mayor de los agregados
monetarios, lo que genera más inflación y menor cantidad real de dinero, y así
sucesivamente.
Se suelen distinguir dos
tipos de inflación. Ambas son destructivas, y en sus últimas etapas resultan
indistinguibles: la inflación de demanda, y la inflación de costos. Sea cual
fuere su impulso inicial, ninguna puede perpetuarse en el tiempo, sin un
permanente incremento de la cantidad de moneda.
Inflación de
demanda
En
la primera, la causa inicial es el incremento de la oferta monetaria. Así como
una superproducción de trigo o de azúcar produce la caída de su precio, la
superproducción de moneda provoca su desvalorización. Todo precio es una relación
de cambio; como una de las funciones del dinero es ser un medio de intercambio,
la reducción de su valor de cambio es el exacto correlato del incremento de los
precios.
Cuando
la gente dispone de más dinero para gastar, y dado que la oferta de bienes sólo
puede ser incrementada, en el corto plazo, en pequeña medida (un 10% de
incremento del producto bruto es considerado un logro ponderable), frente a
aumentos mucho mayores de la oferta monetaria, la consecuencia inevitable,
salvo que la demanda de dinero aumente –o lo que es igual, que su velocidad de
circulación disminuya- es el alza de los precios.
Los
modelos macroeconómicos convencionales –sobre todo los neokeynesianos o
neoclásicos, muy frecuentes en los manuales de economía- suponen que la brecha
entre demanda global –consumo, más inversiones, más gasto público, más saldo
neto entre exportaciones e importaciones- y la oferta global, inducen a un alza
generalizada de precios. Cuando la inflación proviene fundamentalmente del
tirón de la demanda, probablemente el producto bruto se incremente, hasta el
límite de la capacidad instalada de la economía. Mientras más cerrada y menos
competitiva sea la economía, la mayor demanda se traducirá en mayores precios,
pues los productores locales no deberán temer la competencia exterior.
Pero
ese efecto no es duradero, y sólo subsiste en tanto dure la "ilusión
monetaria", es decir, mientras el público piense que el incremento nominal
de sus ingresos equivale a un aumento real, pese a que la oferta global de
bienes no ha aumentado. En el mediano plazo, esa ilusión se desvanece: los
asalariados, al ver erosionados sus ingresos reales por la inflación, demandan
aumentos de salarios. Los locadores aumentan los alquileres en los nuevos
contratos. Los ahorristas exigen mayores tasas de interés, para mantener sus
depósitos en el sistema bancario, o lisa y llanamente los retiran; los prestamistas,
bancarios o no, incluyen en la tasa de interés una "prima" que prevé
la desvalorización futura de la moneda; al aumentar el costo de oportunidad de
mantener en cartera dinero nacional, las personas compran activos que no se
desvaloricen (divisas extranjeras, oro, o bienes), como forma de preservar sus
ahorros.
Una
vez pasados los primeros efectos de la emisión monetaria, –activadores de la
demanda, y si hay capacidad ociosa, de la producción- si los precios ascienden
en igual o mayor medida que la cantidad de dinero emitida, el "efecto
riqueza" de los inicialmente mayores saldos monetarios se extingue por
completo: en términos reales, la cantidad de dinero se mantiene idéntica –en el
mejor de los casos, y si no disminuye la demanda de dinero- o se reduce (si la
tasa de incremento de los precios es mayor que el aumento de la oferta monetaria).
Una
reformulación de la ya conocida identidad cuantitativa lo aclara:
M
= Q
P V
M/P
es la cantidad real de dinero, que es mayor mientras el cociente Q/V (cantidad
real producida dividida en la velocidad de circulación) sea mayor. Dado que en
el corto plazo los cambios en la oferta real (Q) son pequeños, la cantidad real de
dinero es mayor, mientras menor sea la velocidad de circulación. Como la
velocidad de circulación es inversa a la demanda de stocks de dinero, en
definitiva la cantidad real de este (M/P= m), depende de esta
última variable (la demanda de dinero).
La
reducida demanda de dinero genera una pequeña cantidad real de
dinero, y consecuentemente, de la demanda real de bienes, razón
por la cual los efectos pretendidamente reactivantes de una política de expansión
monetaria son de muy corto alcance, y perduran el escaso tiempo en que los
precios no han aumentado en igual o mayor medida que la cantidad de moneda.
Inflación de
costos
Cuando
algunos precios –salarios, tipos de cambio, tarifas de los servicios públicos,
impuestos indirectos- tienen una elevada incidencia dentro de la estructura
general de costos de las empresas, los aumentos generalizados de aquéllos
provocan un aumento en los precios de la economía.
Sea
cual fuere el impulso inicial, los sectores que ven afectada su posición
relativa como consecuencia del incremento de alguno de los
precios –los salarios, las tarifas, el tipo de cambio, los impuestos- también
aumentan sus propios precios. En el mejor de los casos, una vez finalizado el
ciclo de aumentos, los precios relativos se han mantenido, pero para que todos
se mantengan, es necesario que aumenten en idénticas proporciones. Supongamos
que el impulso inicial provino de los salarios: si los precios aumentan en la
misma proporción, los salarios reales se mantienen inmutables. Si subsiste el
descontento con los niveles anteriores, se procurará un nuevo aumento, seguido
de otras subas de precios.
Lo
mismo puede decirse del tipo de cambio: transcurrido cierto tiempo, el gobierno
no puede manipular su valor real; pero si persiste en el estéril propósito de
mantenerlo elevado en términos reales, deberá adecuarlo permanentemente a la
tasa de inflación.
Afirmar, como lo hace el
gobierno, que se pueden simultáneamente aumentar los salarios reales, mantener
el nivel real del tipo de cambio, y evitar la inflación, es la misma
incongruencia que desear que en un combate ganen ambos contendientes.
Como mayores costos, sin
un acrecentamiento igual de la demanda, significan menor oferta y menores
ventas, ese aumento de precios se produciría una sola vez, sin que signifique
un crecimiento persistente del nivel general de precios. Pero, dado que el
incremento de costos y precios es recesivo si no va acompañado de una demanda
que acompañe a ellos, el gobierno suele adoptar políticas de expansión de la
oferta monetaria -y por ende de la demanda de bienes- procurando compensar total o parcialmente los efectos
económica y socialmente negativos de aquéllos. Una vez convalidado el aumento
de precios –por mayores costos- con una expansión de la demanda nominal, los
precios prosiguen su aumento.
Si
subsisten los factores subyacentes en la economía real que determinaron el
aumento inicial, el nuevo nivel de oferta monetaria nominal –y consiguiente demanda
de bienes- constituye un nuevo escalón, para ulteriores aumentos de precios, en
los que los mayores costos generan la necesidad política de mayor emisión, y la
mayor emisión ocasiona nuevos aumentos de precios.
La
diferencia entre la "inflación de costos", y la "inflación de
demanda", es que la primera no produce, ni siquiera temporalmente, ningún
efecto activador de la economía. Antes bien, la política monetaria se reduce a
convalidar los aumentos de precios; gráficamente se ha dicho que en vez de subir
por el "tirón" de la demanda, ascienden por el "empuje" de
los costos.
Pero,
sea cual fuere la causa inicial, no puede haber una suba generalizada y
constante de los precios, sin un acrecentamiento correlativo de la cantidad de
dinero.
Ligado
al enfoque "inflación de costos", durante las décadas del 60 y 70, en
Argentina y en otros países de Latinoamérica (Brasil, Uruguay y Chile) estuvo
en boga el enfoque "estructuralista" –que en esa época se contraponía
con el "monetarismo"- de la inflación. Desde sus versiones más
extremas –que no asignaban ninguna importancia al fenómeno monetario- hasta las
más moderadas –que sólo reconocían a la expansión monetaria el carácter de
agente de propagación de presiones inflacionarias ocasionadas por factores no
monetarios-[7] coincidían en identificar como "monetaristas" a todas las
posiciones que consideraban ortodoxas, incluyendo en éstas a las variantes más
moderadas del keynesianismo.
Las
posturas más radicalizadas carecían de sustento, a poco que se analicen las
causas del ascenso de los precios. Partiendo de la identidad cuantitativa –cuyo
carácter tautológico impide su cuestionamiento- no puede haber aumentos
permanentes del nivel de precios, sin una expansión de la cantidad de moneda:
M.V = P.Q
Si no se incrementan ni M (cantidad de
moneda) ni V (velocidad de circulación)[8], a toda suba de los precios P, corresponderá un descenso de
la cantidad ofertada Q.
La
velocidad de circulación puede aumentar, o lo que es igual, la demanda de
dinero disminuir –de hecho, es lo que ha ocurrido desde 1945, y con picos que
coinciden con las hiperinflaciones- mas esa reducción tiene sus límites, pues
siempre será necesario contar con dinero para las transacciones, y un alza de
algunos costos no tiene por qué alterar los elementos monetarios (cantidad de
dinero M y velocidad de circulación V) de la ecuación. En tal
sentido, la inflación por el empuje de los costos no puede persistir, si no es
acompañado por la emisión monetaria (aunque no tenga la misma proporción).
Pero
el alza de los costos, al reducir la producción, engendra presiones políticas y
sectoriales para que el gobierno convalide, con emisión monetaria, la crecida
de los precios. Esa secuencia fue la constante en los últimos sesenta años, en
nuestro país.
La
diferencia entre las concepciones de la inflación como "de costos" y
"de demanda", se proyecta a la política: cuando se atribuye la
inflación al aumento de algunos precios –sean los salarios, las tarifas, o el
tipo de cambio; o más recientemente, al alza de los combustibles, o de los
precios de los artículos de primera necesidad, atribuyéndolos a conspiraciones
monopólicas- el poder público tiende a autoexculparse, o conseguir que lo
exculpen vastos sectores de la comunidad. Su paso siguiente son los controles de
precios, que además de conformar un avance inconstitucional sobre las garantías
individuales[9] han fracasado invariablemente a lo largo de los siglos, pues, lejos
de actuar sobre la causa del aumento de los precios –demanda comparativamente
alta, frente a una oferta relativamente rígida- acentúan las causas de ese
aumento, provocando aumentos de la cantidad demandada, y reducciones de la
cantidad ofrecida de bienes.
Lo
que no advierten los simplistas es que el eventual poder monopólico de grupos
empresarios, si bien puede conducir a niveles elevados de precios, no es causa
de la inflación. La inflación no es un problema de niveles absolutos
de precios[10], sino de tasas de incremento[11], y de cambios de precios e ingresos relativos, más pronunciados mientras
mayor sea aquélla.
[1] Valeriano García-Alvaro Saieh, "Dinero, precios y política monetaria", págs. 324-325
[2] De Pablo, "Macroeconomía", pág. 699.
[5] Un arancel aduanero reduce las importaciones; los impuestos a las
ventas –como el IVA- reducen las ventas, et caeteris.
[6] M es la cantidad de
dinero; V, su velocidad de circulación; P, el nivel general de
precios; y Q, la oferta real de bienes.
[7] Julio G.H. Olivera, citado por Valeriano García, "Dinero,
Precios y Política Monetaria", Ediciones Macchi, 1985, pág. 322.
[8] Que es inversa a la demanda de dinero.
[9] La primera, es la garantía de la propiedad, aunque tradicionalmente
los tribunales los hayan convalidado. Pero además, el efecto de los controles
de precios sobre el equilibrio de poderes no suele ser destacado: el control
queda en manos de dependencias del Poder Ejecutivo y las sanciones son aplicadas
por organismos subordinados a aquél. Aunque se reconozca el derecho a apelar
ante los tribunales, la tacha de inconstitucionalidad no se salva. Si el Poder
Ejecutivo "en ningún caso" puede ejercer funciones
judiciales, la circunstancia de que los afectados puedan recurrir las
decisiones ante el Poder Judicial no empece a la invalidez, desde el punto de
vista de nuestra Ley Fundamental, de atribuirle esas funciones, no sólo porque
los jueces con frecuencia han retaceado sus facultades de control, excluyendo
las cuestiones que denominan "de oportunidad, mérito o conveniencia",
o expresando que los jueces no pueden conocer de las cuestiones que no hayan
sido planteadas en sede administrativa, convirtiendo, así, a los organismos
burocráticos en jueces de primera instancia.
[10] Juan Carlos de Pablo, obra citada, pág. 713.
[11] Un gigantón de 2
metros , no es probable que crezca después de los veinte
años; el hecho de que su nivel absoluto de altura se elevado, no
significa que su crecimiento –tasa de incremento- sea positivo. Un niño de doce
años, crecerá más que el gigante adulto, aunque el valor absoluto de su altura
sea reducido