domingo, 26 de octubre de 2008

INTRODUCCIÓN:

Las crisis de toda índole con frecuencia alimentan tendencias individuales y sociales que las agravan, y profundizan las causas que las provocaron. En Argentina, la gran crisis de fines del año 2001 y del año 2002 puso a prueba las creencias colectivas, fomentó las tendencias disgregatorias y anárquicas, y posibilitó la toma del poder por políticos que, por propia convicción, o creyendo interpretar la opinión pública y el humor social, dedicaron sus afanes a denostar no sólo lo malo que se había hecho en la década del 90 y hasta el año 2001, sino también lo bueno.

Muchos de ellos fueron partícipes activos y entusiastas sostenedores de lo que luego repudiaron, pero no quiero cargar las tintas en ese aspecto. La gente tiene derecho a cambiar de opinión; lo lamentable, es que se equivoque tan gravemente .

Los cambios ideológicos han sido tan pronunciados, que nuevamente tienen prestigio las experiencias colectivistas. Parece que los penosos fracasos de la fenecida Unión Soviética y sus ex países satélites; que la caída del muro de Berlín; que la miseria de Cuba, Corea del Norte y los socialismos tribales africanos en contraste con el notorio éxito de Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong al pasar en una generación de la pobreza más extrema a un respetable nivel de ingreso per cápita siguiendo reglas de juego capitalistas, no han enseñado a muchos que el progreso de la economía depende, fundamentalmente, de la inicia¬tiva privada y de sus motivaciones para trabajar, emprender, ahorrar e invertir.

En Argentina, la opinión pública –en gran medida, las encuestas que reflejan muestras de opinión de las clases medias urbanas porteñas- pasó de ser defensora de la estabilidad monetaria que llevaba consigo la convertibilidad, a opositora emocional, por simbolizar el demonizado “menemismo” (aunque la Alianza había pro-piciado la subsistencia de la moneda convertible, en la ya olvidada “Carta a los argentinos”). A tal punto prevaleció la ideología –propia o alimentada- sobre la racional preocupación por los propios intereses, que se consideró normal el inusitado empobrecimiento causado por la devaluación del peso convertible, y una patológica ficción el relativo bienestar que alcanzó a gran parte de la población durante largos años. No es que todo estuviera muy bien en esa época –ni desde el punto de vista económico, ni ético, ni institucional- pero lo que no puede decirse de la década del 90 es que se fomentase la resignación frente a la pobreza, o se pretendiese implantar un pensamiento único, ni que se confundiera intolerancia con virtud ética.

La recesión actual de la economía norteamericana –y de las restantes economías del mundo desarrollado- en vez de suscitar un análisis racional de lo que se hizo mal en ese país y en el nuestro ha dado lugar, de parte de nuestras más altas autoridades, a arranques de soberbia y de indisimulable júbilo, pensando que "es el fin del capitalismo", o que demuestra lo acertado del rumbo aquí seguido. La escalada de la inflación, el incremento de la pobreza, el aumento del riesgo país, la dependencia fiscal de la recaudación de tributos inconstitucionales y que dependen en gran medida del precio de los "commodities" parece no preocuparlos. Olvidando que el capitalismo –adopto esa denominación, que popularizó Marx, por razones de comodidad del lenguaje, no porque sea adecuada - ha sobrellevado conmociones más graves, la opinión económicamente ignorante –constituida muchas veces por lectores cultos o semicultos de periódicos de difusión masiva y de literatura no económica- que, por lo joven o desconocedora de la economía y de la historia económica piensa que es una crisis terminal, no sabe que desde Marx se formulaban esas siniestras profecías, en ocasión de cada una de las crisis. Las recesiones y aún las depresiones son propias de las economías dinámicas; en las cavernas no había crisis monetarias, ni especulación con títulos valores, ni caída del valor de los títulos de hipotecas "sub-prime", ni derrumbe de los mercados, pero tampoco había progreso económico .

Tampoco se piensa que el inevitable ajuste que tendrá lugar en la economía norteamericana y en las restantes economías desarrolladas se traducirá en una caída de los precios de los "commodities", y afectará directa o indirectamente a toda la economía mundial, pero fundamentalmente a las naciones menos desarrolladas o subdesarrolladas; no se repara que los problemas de las principales economías del mundo no deberían ser materia de regocijo sino de preocupación; preocupación, no ya por solidaridad, sino inclusive por razones estrictamente egoístas. Desear que le vaya mal a aquél de cuya suerte en gran medida dependemos es una actitud resentida y miope.

Las ideas erróneas –lamentablemente más difundidas en nuestro país que en otros- llevan inexorablemente al estancamiento económico, a la regresión social y al atraso cultural. Aunque no se pretenda reeditar experiencias socialistas, se ha tornado un lugar común creer que en la década del 90 el estado estuvo “ausente”; que tuvimos un Estado “desertor”. Una lectura periódica del boletín oficial, una comparación de los Anales de Legislación Argentina (un solo tomo hasta 1943, varios cientos hasta el presente), o un análisis de la evolución del gasto público desde 1991 hasta 2001 ponen de manifiesto lo contrario. Pero más grave que el error sobre la historia, son las consecuencias que se extraen de esa premisa falsa: como en la década maldita tuvimos demasiado poco Estado, ahora debe tener un rol activo, vigilante, siempre presente; es decir, se considera buena la discrecionalidad, a cargo de burócratas supuestamente bienintencionados y omniscientes. La seguridad jurídica no preocupa a los déspotas que pretenden ser ilustrados, y se minusvalora la importancia de generar un clima favorable a las inversiones reduciendo la incertidumbre , olvidando o desconociendo que las inversiones en equipos de producción durables, cuantitativamente más importantes y cualitativamente más adelantadas desde el punto de vista tecnológico, son –junto con la inversión en capital humano, es decir en educación- las únicas vías para el crecimiento económico y, a la larga, el progreso social.

Situándonos al margen de lo económico, la adiposidad del Estado –no sólo como porcentaje del producto bruto, que muchas veces se reduce en las crisis devaluatorias, sino por el establecimiento y ampliación de una maraña de regulacio-nes- termina conspirando contra las libertades individuales. Cuando la subsistencia de gran parte de la población depende del Estado, vía subsidios, planes sociales, empleo público, jubilaciones y pensiones, su costo debe ser pagado por los contribuyentes. Y esa mayor presión fiscal significa no sólo desaliento a la inversión, sino poner en manos de los gobernantes de turno una herramienta formidable para la extorsión, para acallar las críticas empresarias o de medios de prensa, para sufragar las propias campañas electorales, para acabar con las autonomías provinciales. Los conceptos de Hayek en "The road to serfdom" pueden volverse una ominosa realidad.

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