En 1584, la ciudad de Amberes estaba sitiada por el ejército del duque de Parma y, ante el sitio y la reducción de la oferta, los precios de los alimentos ascendieron. Las autoridades hicieron lo que probablemente haría todo gobernante con sensibilidad social y "sentido común": fijaron precios máximos para los alimentos, bajo draconianas sanciones. El sentido común puede ser una guía excelente para la adopción de decisiones sencillas, pero no es una herramienta que supla el conocimiento y los principios económicos y jurídicos. El sentido común dice a la gente que la tierra es plana, que los objetos más pesados caen más rápidamente porque son más pesados, y también que si los precios suben, han que controlarlos.
Los precios topes y los riesgos duplicados de sufrir la muerte en manos de las tropas asediantes o de las autoridades de la ciudad asediada; o al menos de sufrir el decomiso de sus mercaderías, disuadieron de eludir el bloqueo a los comerciantes de otras ciudades: ¿para qué arriesgarse a hacerlo, si no podían vender sus productos a precios superiores a los de sus sitios de origen? Los precios máximos, al no reflejar la reducida oferta y alentar la demanda de alimentos, generaron lo que siempre provocan: un marcado desabastecimiento que, cuando de alimentos se trata, se traduce en una hambruna generalizada.
Amberes finalmente no cayó por las armas, sino por el hambre.
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